EL ÚLTIMO EXORCISMO, de Daniel Stamm

A actriz Ashley Bell

Recuerdo vivamente el momento en que un amigo de antaño me confesó, secretamente, que uno de sus sueños era recorrer las calles y que, de repente, la vida se convirtiera en un musical al estilo de Grease. No podía afirmarse que hubiera dado indicios de padecer tales fantasías al dar cobijo en un CD portátil a gran parte de la discografía de Metallica, así como por haber demostrado tan pocas dotes como interés en el noble arte de bailar. Tan sorprendente revelación no sólo abrió mi mente con respecto a la imagen que de mi partenaire musical tenía, sino que a la par que me demostraba cuán importante e influyente es el cine en nuestras vidas, también añadía una nueva quimera a mi horizonte: los secretos que escondemos son mayores que el tiempo que resta a los demás para descubrirlos.

En mi época de instituto todas las chicas querían ser la nueva Ally McBeal, mientras los chicos buscaban el imposible híbrido entre Guardiola y Kurt Cobain tras asumir que seríamos incapaces de ejecutar un ‘kamekameha’. Cada generación ha tenido sus referentes, desde arqueólogos a paleontólogos, de pilotos a superhéroes, pero el común denominador ha sido la apropiación que de los sueños había consumado el pequeño ente catódico que reinaba en el comedor de cada hogar. Todo cambió el día que quisimos que nuestra vida fuera una película, porque no sólo redujimos al mero argumento el salto cualitativo que exigimos a la realidad, sino que pedimos que cada instante tuviera significado, negando el aburrimiento y esperando una puesta en escena acorde al punto de vista de un secreto operador de cámara encargado de filmar la mayor historia de todos los tiempos: nuestra vida.

Si el cine nació de la experiencia, era inevitable que, en sus numerosas mutaciones, acabara adoptando texturas de un realismo alejado de las tendencias francesas e italianas de antaño (más escenificación que transposición), buscando ser realmente la mentira que el cine ha sido siempre. Ni tan solo basta ya el tan socorrido “basado en hechos reales”, sino que que el twist conceptual se da al hacer creer al espectador que el baile de imágenes al que iba a asistir era una plasmación directa de las costuras de la realidad, una ventana y no un mero lienzo. Y en ese ir y venir del eco cinematográfico (o de nuestra representación del mundo) hemos ido del tríptico que al tiempo dedicó Warhol a la concepción del 3D que Cassey Affleck ha demostrado tener en I´m Still Here, erosionando las fronteras que separan el arte del espectador y convirtiendo en vacuos términos como representación cuando a cine se refieren.

El Free Cinema deconstruye el género

Y en esa lucha del espectador con sus anhelos (todos somos directores frustrados) aparece The Last Exorcism, vestido de falso documental, de film de terror, de clon barato de cartelera que cambia a los infectados barceloneses de REC por endiablados ‘rednecks’. Aunque todos sabemos que el marketing no sólo es capaz de levantar el ‘american dream’, sino incluso de crear dioses y rebaños, poca escapatoria tenía el film de Daniel Stamm para tener un intruso recorrido por los procesos del mainstream, siendo su cinta un producto mucho más inteligente que la gran mayoría de films cuyos títulos empiezan por “de los productores de …” y que no deja de encerrar (para el perturbado propietario de estas líneas) una seria reflexión sobre el papel alienante que hemos concedido al celuloide. Somos la ficción que ve la realidad a 24 fps.

Patrick Fabian interpreta ó reverendo Marcus

El reverendo Marcus (Patrick Fabian), en plena performance de su falso exorcismo

El reverendo Cotton Marcus (eje de la película) pronto se revela como un fraude, como un siervo de Dios que ha perdido la fe y afronta su trabajo parroquial como una performance dedicada a la salud espiritual de sus feligreses. Pero en The Last Exorcism no son las ‘scenes’ lo que importan, sino que la lectura viene del choque entre el ‘behind the scenes’ que componen el film con la realidad que perciben los habitantes del encuadre; el eco del artificio como motor del drama. Y si bien los trucos de cartas del apostólico actor reducen su impacto a las paredes de una iglesia, la presencia de una supuesta posesión (con el consiguiente exorcismo nominal) extiende los tentáculos de la ficción a la misma religión, al condicionamiento existencial dado por agentes externos a la experiencia. Así es como el reverendo ejerce de director de la ficción que ha de sanar a la joven, mientras el punto de vista de los documentalistas retrata el ‘making off’ de la representación: el Free Cinema deconstruyendo el género.

Claro ejemplo es la escena del primer exorcismo, mostrando en tiempo real los acontecimientos (la ficción) con injertos que muestran los hábiles trucos del maestro de ceremonias (la realidad) para orquestar la magia de un vacío que no es inocuo, el triunfo de la puesta en escena sobre la vida. Y con ello se llega a un punto de giro donde el ajuste de cuentas se hace necesario, donde mi amigo exige a Kleiser su Grease personalizado, donde el espectador exige responsabilidades al cine por tantos sueños durmiendo en cunetas de la melancolía, reescribiendo las fronteras que separan ambos lados del celuloide. Y con ello The Last Exorcism encarrila su devenir bajo los parámetros más habituales del género, poco a poco, jugando sus cartas para postergar el doble mortal y alargando el desgarro de las ficciones que pueblan lo tangible. El falso documental sobre un falso reverendo relata una (posible) falsa posesión en una pirueta programada para destapar las miserias de todos los culpables de hacernos temer playas, duchas y callejones, de dignificar a perdedores y de convencernos sobre la existencia de finales felices, así como para desnudar la ingenuidad.

Por eso su excesivo final (¿quise decir excelso?), la marcada ruptura intencional, genérica y argumental se presenta como una bofetada difícil de digerir al espectador, una suerte de revelación que flirtea con la tomadura de pelo a la manera del protagonista con la pobre (y disfuncional) familia sureña. Tan abrupta como necesaria, dicha escena corona el ‘tour de force’ de Stamm en su deriva a través de las suturas de la realidad ficcionada, sin titubeos ni aristas, sin mestizajes, sino con el firme pulso de quien entiende que la vida es algo más que un triste proceso de pre-producción, que la vida es sueño y…

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