LA VIDA ÚTIL

Piazza Grande

LA RESPONSABILIDAD DE LA PROGRAMACIÓN EN LOS PRINCIPALES FESTIVALES INTERNACIONALES

«300 mil personas participaron de una celebración del mejor cine independiente del mundo, que concluyó este domingo con un saldo positivo desde todos los puntos de vista. Se vendieron 210 mil entradas, se dieron 1083 funciones y se proyectaron 438 películas (100 cortos, 307 largos y 31 mediometrajes), con la participación de 300 invitados internacionales entre actores, directores, productores y críticos de los cinco continentes”. Así comienza el balance de la última edición del Bafici que puede leerse en la web del festival bonaerense. Cifras abrumadoras que traslucen las dimensiones de un festival extraordinariamente popular, el mayor de cuantos se celebran en Latinoamérica, el evento cultural por antonomasia del otoño porteño. Y sin embargo, el Bafici arrastra la fama de ser un festival elitista. ¿Puede ser elitista un festival que vende 200 mil entradas, a las que hay que sumar acreditados, proyecciones gratuitas, etc? ¿Se puede ser elitista y popular al mismo tiempo? Primero habría que aclarar qué significa ser elitista.

Para los críticos del Bafici la acusación va ligada seguramente al hecho de que el festival programa regularmente películas de James Benning o Jean-Marie Straub, por poner un par de ejemplos muy populares entre los fieles de las salas porteñas. Digo muy populares porque lo he comprobado ya en varias ocasiones. Las dos últimas películas de Benning (Ruhr y Twenty Cigarettes) las vi en el Bafici, no voy a decir que a sala llena, pero sí con un aforo más que respetable y con un índice de abandono marginal (se entiende en aquellos que no sabían de Benning y que no quieren ver a veinte hombres y mujeres fumando, uno tras otro). De Straub recuerdo una proyección de Antigona, esta vez sí con la sala llena, y que terminó con el público ovacionando la película en sus créditos finales. A mi lado estaba Àngel Quintana y ambos nos mirábamos incrédulos. ¿Por qué ocurren esas cosas en el Bafici? Está claro que Buenos Aires es una ciudad muy especial y con una tradición cultural muy arraigada. Pero la explicación tiene que ver con un tipo de espectador que el festival ha ido creando a lo largo de sus trece ediciones. Esto es particularmente cierto en el caso de Benning, de quien el festival ha ido programando con regularidad su producción de la última década y que se ha convertido en una especie de mito local.

Una repleta gala de clausura en Locarno 2010

Hay una máxima que entiendo que todo responsable cultural debería de cumplir. El gestor o programador cultural debe de ir siempre por delante de las expectativas del público, cumpliendo de este modo una labor pedagógica ineludible, aún a riesgo de ser tachado de elitista. Más que ofrecer al espectador aquello que éste demanda (que normalmente responde a aquello que ya conoce) se trataría de desafiarlo y crearle nuevas necesidades descubriéndole nuevos autores y nuevas formas, despertando, en definitiva, su curiosidad a partir del reconocimiento de que en el cine, como en el caso de las demás artes, tanto en su historia como en su presente, nada está preescrito, nada es definitivo.

A este respecto, podemos comparar dos festivales de parecidas dimensiones, Locarno y San Sebastián, ambos de categoría A y, en distinta medida, a remolque de Venecia, que se inserta por fechas entre los dos. Y dos festivales concebidos fundamentalmente para el público (a diferencia de Venecia o Cannes, pensados más para los profesionales), un público muy numeroso que han conseguido ganarse a lo largo de sus largas trayectorias (63 y 58 ediciones, respectivamente) y que se mueve en el entorno de los 150-180.000 espectadores, lo que no está nada mal si tenemos en cuenta las dimensiones de las respectivas ciudades que los acogen (que no son Buenos Aires ni Berlín, precisamente). Sin embargo, las diferencias entre sus respectivos públicos son notables. El del Bafici es predominantemente muy joven, al fin y al cabo Buenos Aires es una ciudad con miles de estudiantes de cine. Los de Locarno y San Sebastián responden a un perfil más de mediana edad, el propio de dos áreas residenciales de alto nivel económico. No, sus diferencias son de otro tipo.

El modelo Locarno

A lo largo de las últimas décadas, con una sucesión de directores que van desde Marco Müller en los noventa hasta Olivier Père en la actualidad, Locarno ha ido consolidando una línea de programación bastante arriesgada, apostando por los nuevos directores, las cinematografías asiáticas (Kiarostami, Hou Hsiao-hsien o Edward Yang desembarcaron en Europa vía Locarno) y que nunca tuvo empacho en programar en el gigantesco auditorio de la Piazza Grande (8.000 localidades) una película de Straub. El público se fue habituando a ese tipo de programación y, al no esperar ni exigir otra cosa, la libertad que ganaron los sucesivos programadores no tiene parangón, quizás, con la de ningún otro festival de categoría A. ¿Qué otro festival se podría permitir el lujo de abrir su sección oficial con una película tan provocadora y en las antípodas del mainstream del cine de autor como L.A. Zombie de Bruce LaBruce, todo un desafío a las tragaderas de sus espectadores?

Festival de San Sebastián

El Kursaal del Zinemaldia en su 54ª edición

El caso de San Sebastián parece, a todas luces, el opuesto… pese a la voluntad de cambio expresada en numerosas ocasiones por sus responsables. Será difícil olvidar el histórico pase de Histoire de Marie et Julien en una sala Kursaal que se fue vaciando progresivamente de público, tanto como las lágrimas de una incrédula Emmanuelle Béart o la primera pregunta con la que se recibió a Jacques Rivette en la conferencia de prensa: “¿Por qué ha hecho usted una película tan larga?”. “Siguiente pregunta”, respondió un Rivette que no daba crédito a lo que estaba sucediendo, quizás desconocedor de que tanto el público como la prensa de San Sebastián se habían quedado en Bertrand Tavernier, el verdadero ídolo del festival, y aún no habían descubierto las verdaderas esencias de la Nouvelle Vague. Este peaje lo lleva pagando San Sebastián durante mucho tiempo, siempre a expensas de los gustos de su público, un público, como buena parte de la prensa, que parece bastante reacio a aceptar el tipo de cine que circula hoy en día por los festivales internacionales.

Es evidente que no pueden cambiarse de un día para otro (se pudo comprobar el año pasado con la virulenta reacción contra las películas españolas en la sección oficial), pero mientras tanto el festival es consciente de que debe de ir a remolque, de que debe hacer esfuerzos suplementarios (los ciclos sobre el documental o el cine digital chino de la última década) para que su público se ponga al día. Y ya digo, no es una cuestión de números, de que el festival de San Sebastián tenga un público más numeroso y, por lo tanto, con unos gustos más convencionales, que el de Locarno, Bafici o Rotterdam.

Se trata simplemente de que durante demasiado tiempo se le ha educado en un tipo de cine muy determinado y sin ninguna constancia en sus apuestas más heterodoxas, sobre todo en lo que atañe a sus retrospectivas (Naruse, Hou, Garrel) , el laboratorio para experimentar y acercar a su público hacia otro cine. Por ejemplo, esta estrategia sí le ha funcionado a Gijón que, con ciclos como los de Tsai Ming-liang o Lisandro Alonso, fue acercando a su público hacia un tipo de cine que hasta entonces nunca había figurado en su sección oficial. Y hoy en día si hay un cineasta que podría definir el espíritu de Gijón mejor que ningún otro, también el que mejor empatiza con su público, ese no es otro que Alonso.

Comments are closed.