CANNES DÍA 1: DESCAFEINADO WOODY

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Ya estamos en Cannes, y es como nos lo imaginábamos. A A Cuarta Parede le han dado una acreditación amarilla. No es que busquemos mucho el codearnos con las estrellas, y así nos va. Para los no acostumbrados al sistema de castas de este certamen, famoso en el mundo entero incluso sin haberlo pisado antes, aquí hay cuatro niveles de dinámica VIP. Están los excelsos blancos, legendarios para algunos, de los pocos que hay. ¿Existen esos pases?, se preguntan varios. Pues sí, y entran en modo exprés. Después están los rosas, que vemos desfilar ante nuestros ojos nada más abrirse las puertas. Aquí están los de los medios grandes y los más veteranos. Hasta hay un suplemento con «pastilla», que no me preguntéis lo que es, pero mola tenerla. A seguir los azules, como el color de la bandera gala, que entran justo después. Y por último, los amarillos, esos que hacemos colas de dos horas para, en el último momento, escuchar un «desolé» de guardia de seguridad y quedarse con cara de tonto (además de perderse el filme en cuestión, claro).

Esta mañana hemos tenido suerte. El festival se inauguraba con lo último de Woody Allen, Café Society (2016), y hemos podido pasar sin problemas. Crucemos dedos, y esperemos que siga así, para poder contaos todo lo que pasa en Cannes. Pero en A Cuarta Parede ya sabéis que somos más de la Quincena de los Realizadores y de la Semana de la Crítica, donde se encuentran los filmes más independientes y arriesgados. Y sí, aquí no saben de castas, quien antes llega, mejor sitio coge. Democracia francesa de toda la vida, sin privilegios aristocráticos. Pero seguro que no habéis entrado aquí para leernos hablar de política (porque esto es una verdadera politique du marché, sin paliativos). Querréis saber cómo está lo último de Woody Allen.

Pues bien, Café Society es, como muchos de los últimos filmes remake de su autor – Match Point (2005) es un peliculón, por ejemplo, pero es necesario decir que se trata de una actualización londinense de Delitos y faltas (1989) – un cruce digno entre Días de radio (1987) y Hollywood Ending (2002). Allen se repite ya mucho a estas alturas de la película, pero sus variaciones son siempre estimulantes, aun cuando entrega un filme tan irregular como este último. Ambientado entre el Hollywood y el Brooklyn de los años 30, Jesse Eisenberg hace de catalizador en un filme de estructura circular, con dos partes que funcionan como espejo la una de la otra. Lo interesante del guiño narrativo es que Allen cuenta la historia en Los Ángeles de un joven chico judío perdido, que encuentra el amor en una historia entre la comedia de enredos y el melodrama; mientras que su familia en Nova York, ciudad a la que acaba volviendo, se ve metida en un verdadero filme mafioso. El filme se cuenta desde el propio cine de esa época, desde la fábrica de sueños, así que tiene todo sentido esta mimetización estética.

A través de estas convenciones, y más allá del juego metalingüístico que agradará al cinéfilo – la fotografía de Vittorio Storaro, ese grande de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) o El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972), ayuda mucho – Café Society es la vuelta a una de las constantes del realizador: la lucha del deseo contra la imposición social de un contexto en que los protagonistas buscan cierto acomodo. Los personajes de Jesse Eisenberg y Kristen Stewart evolucionan de jóvenes soñadores a individuos prácticos, pero no pueden reprimir el sueño, lo que habría sido de sus vidas de haber tomado la decisión que dictaba el corazón y no la cabeza. Como bromea el protagonista con un dicho que hay en su familia, «las alternativas excluyen». Y así es, todos convivimos con ficciones en nuestra cabeza que comienzan por un «y si».

En este sentido, la voz en off que narra la película podría considerarse – juegos con el Hollywood clásico aparte – una suerte de ficción, contada por cualquiera de los secundarios o protagonistas del contexto descrito, a partir de una serie de pistas reales que crecen hasta tejer un enredo que reflexiona en todo momento sobre estos diferentes niveles narrativos desde el cine, como ya lo hicieran Desmontando a Harry (1997) o Zelig (1983) de un modo más evidente. Es en la compensación entre estas historias donde el filme naufraga, no sabiendo encontrar un ritmo propio que unifique esta diversificación discursiva. La cinta es ambiciosa, una de las más ambiciosas de Allen, en esta revisión más estilizada de parte de su cine, que ya lo llevó a dirigir en 2014 en la misma línea la muy injustamente criticada Magic in the Moonlight. Allen sabe usar bien la máquina, no ha perdido ápice de su ingenio para los diálogos ni la estructura dramática, pero el grano con el que escribe ya no es puro café colombiano, sino una marca blanca de descafeinado. Este café, viniendo de Allen, llega tibio. De él siempre se espera más. Como estamos en Cannes, tiraremos de coletilla y diremos: un Allen menor. Que cada uno juzgue si esto ya es mucho u poco. A gusto del consumidor (los incondicionales, id a verla).

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