CONTAMINACIONES INTRARREFERENCIALES: VIDEOJUEGO Y CINE, UNA ESTÉTICA COMÚN

Las vinculaciones más interesantes son las de transferencia emotiva que comparten ambos medios. (IMAGEN: 'Mirror's Edge').

Las vinculaciones más interesantes son las de transferencia emotiva que comparten ambos medios. (IMAGEN: ‘Mirror’s Edge’).

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La gente suele recordar, como momento temprano de intensidad vital, alguna de sus primeras experiencias en el cine. Suele recordar aquella iniciática película de mundos fantásticos y efectos increíbles que le permitieron soñar, a aquellos personajes superheróicos de cuerpos hercúleos que salvan a la humanidad, o a los tipos duros y carismáticos mucho más graciosos que nosotros y que viven en inigualables universos de ciencia ficción. Como constante, en todos los casos, está la de que viendo aquella película se hizo realidad el deseo último de conseguir ser el que está al otro lado, de ser tú quien vive esas aventuras, de liberarse por unas escasas horas, tal vez sólo minutos, de las cadenas de un mundo coartado por la realidad para poder, por fin, sentir aquello a lo que tu imaginación, al contrario que tu cuerpo, sí es capaz de llevarte. La mía se parece a esta común experiencia, pero no es del todo la misma. La mía ocurrió cuando yo tenía nueve años, en un viaje familiar a Port Aventura, donde en un acto de gracia mis padres se decantarían, allí en mitad de la tarraconense versión del mundo de la Polinesia, por meternos en una atracción llamada Sea Odissey.

Recuerdo sentarme en una butaca, colocarme la barandilla en las piernas, ver cómo que se apagan las luces y aparecer, gracias a la magia del punto de vista narrativo visual, en el interior mismo de la nave en la que va el investigador submarino de la historia del Sea Odissey. Junto con un simpático delfín parlante llamado Samy vamos descubriendo las profundidades marinas, la vida del subsuelo, pero como en todo buen espectáculo para masas la calma dura poco, y no tardamos demasiado en adentrarnos en una trepidante huida abisal por los interiores de submarinos ruinosos y amenazantes arrecifes subacuáticos. Llegado el momento acabamos siendo empujados por un potentísimo chorro de agua, disparado por un monstruoso pez gigante que me perseguiría durante el resto de pesadillas de lo que quedaría de verano, levantándome a mí y a Samy cientos de metros en el aire y tocar el cielo para después volver a caer en picado al mar del pacífico. Todo esto ha ocurrido en una pantalla con unos personajes virtuales renderizados en 3D, ha ocurrido en unos asientos que se mueven al compás de las imágenes, llegando a poner las butacas a cuarenta grados de inclinación con respecto al suelo, y también en forma de esporádicos chorros de agua que salpican el cuerpo de unos espectadores para los que claramente, y según su rango de edad, ésta ha consistido en una experiencia mareante y deficiente o bien uno de los momentos más emocionantes de sus vidas. Y es que para los niños que estábamos en aquel desbordante cine, la aventura del Sea Odissey la vivimos de verdad.

Esta introducción puede haberles parecido excesiva y molesta por lo personal, pero es pertinente. Lo es porque, a mi juicio, la vivencia que les he contado da en el núcleo de lo que vamos a tratar. Da en el gran puente, el más interesante, entre estas dos ramas artísticas que son el cine y los videojuegos, y da porque una de las esferas que comparten, la más importante, es en la de la identificación con el espectador. Citando a Román Gubern, “el cine es, de todas las artes, la que exige del espectador una menor colaboración intelectual y la que ofrece, en cambio, una mayor participación emotiva”, y aunque podemos estar de acuerdo en la pasividad del cine, hay que reconocer que, desde la llegada del 3D, con los gráficos poligonales a los videojuegos (momento crucial de aumento en sus posibilidades expresivas) se confirmó esa preeminencia de una mayor transferibilidad emotiva del espectador en el ocio virtual de los segundos sobre los primeros. Desde mi punto de vista, el cine hollywoodiense y de estrellas tenían hasta los años 90 el monopolio de esta transferencia emotiva, y desde ese privilegio sus escapistas historias nos servían como salvoconducto único, como epifanía suprema, de una vida mejor, ésta marcada por los valores de las épocas y capada por la imposición moral de sus censores. Sin embargo poco pueden hacer hoy en este sentido el séptimo arte o el resto de formas de ocio pasivas cuando una persona cogiendo el mando manipula y crea, en primera persona, su propia obra y vivencia, todo en uno cual performance de tantos registros como partidas jugadas por la suma de todos los jugadores, con esa interacción que es mucho más estimulante para el yo frustrado y reprimido, aun teniendo en cuenta que todo videojuego es un simulacro de fronteras acotadas (será interesante en este sentido conocer las conclusiones a las que se llegue desde los estudios culturales sobre los efectos a posteriori de tantos años en los que los protagonistas suelen ser el average caucasian male) y al que también llegan, por lástima, ciertas formas de censura. Y por eso las hibridaciones entre estos dos medios, que son el tema que nos ocupa, van en esta línea. Los ejemplos de pillaje del cine al videojuego nos sobran, y no podemos obviar que la traducción e interpretación de sus lenguajes es uno de los campos que más uniones nos ha dado. Pero sus vinculaciones más interesantes, las que más enriquecen la experiencia del espectador, son las que más allá de ser meramente cosméticas buscan conectar esta dimensión de transferencia emotiva que comparten ambos medios.

'Life is Strange' comparte vínculos con el 'Elephant' de Gus van Sant.

‘Life is Strange’ comparte vínculos con el ‘Elephant’ de Gus van Sant.

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Ahí tenemos, en una de esas inefables adaptaciones de la historia de un videojuego al cine, la de Doom (Andrzej Bartkowiak, 2005), que a pesar de ser como obra tan infortunada como el grueso de producciones de este tipo, supo darnos una escena en la que el protagonista, al igual que en el juego, era el que estaba detrás de la cámara, moviéndose ésta al compás de los movimientos del personaje, imitando el punto de vista de la realidad y dándonos la primera escena del cine pensada para imitar el efecto del First Person Shooter. El truco visual es anterior a la llegada de los videojuegos, siendo el primer caso registrado el de una película de 1927 dirigida por Abel Gance y llamada Napoléon (aunque el que verdaderamente popularizó el recurso fue el Dr. Jekyll and Mr. Hyde de Rouben Mamoulain en 1931) y siendo la proliferación de este registro narrativo en el cine más heredero del nacimiento del found footage1, a partir de la conmoción que supuso El Proyecto de la Bruja de Blair (Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, 1999), que del popular punto de vista de los videojuegos de acción. Sin embargo, y dejando para más adelante lo vinculado que ha estado siempre el terror con el punto de vista subjetivo (¿no es la de la reciente demo del P.T.(Hideo Kojima, Kojima Productions, Konami, 2014)/Silent Hills (Hideo Kojima, Kojima Productions, Konami, TBD) casi la misma experiencia que la de REC (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007)?), sí vemos un hermanamiento de esta perspectiva visual con el medio videojueguil, siendo como caso prehistórico ese tipo de menús informativos al estilo de los primeros juegos de gráficos vectoriales en escenas en primera persona en Terminator (James Cameron, 1984), Depredador (John McTiernan, 1987) o Juegos de Guerra (John Badham, 1983), pero más obvio en las escenas de realizaciones contemporáneas, mayormente en películas de acción, como observamos claramente en The Amazing Spider-Man (Marc Webb, 2012) escalando y desplazándose entre edificios, en Alien³ (David Fincher, 1992) desde el punto de vista de la bestia y también en Distrito 9 (Neill Blomkamp, 2009), que tiene mucho de Gears of War (Epic Games, 2006) pero también bastante de Half Life (Valve Corporation, Sierra Entertainment, 1998). La misma experiencia hemos vivido en la gran pantalla cuando el cine se ha acercado a esa otra perspectiva más habitual del videojuego: la de estar viendo al protagonista justo detrás, en una tercera persona subjetiva. Casos, aquí, como el de la introducción de la gran ciudad a vista de pájaro de Tekkonkinkreet (Michael Arias, 2006) o la del Tarzán (Chris Buck y Kevin Lima, 1999) de Disney mientras paseaba por los troncos de la selva (que curiosamente salió al mismo tiempo que Rayman 2 ((Michel Ancel, Ubisoft, 1999)), y lo mismo cuando vemos travellings laterales, como el de la persecución de Apocalypto (Mel Gibson, 2006) o el de la española Intacto (Juan Carlos Fresnadillo, 2001), que nos llevan directamente a los juegos clásicos de los 80 de scroll izquierda/derecha.

Tampoco hay que olvidar que esta inmersión del espectador en la acción a través de la primera persona se ha explotado profusamente en las persecuciones en vehículo, que por su propia naturaleza, en la que no hacía falta más que poner al cámara en el asiento del copiloto, hacían fácil el truco. Pero si nada tienen deudas con el videojuego películas como Italian Job (Peter Collinson, 1969) o Drive (Nicolas Winding Refn, 2011) sí tienen que deberle otras como Speed Racer (Andy y Lana Wachowsky, 2008), Tron (Steven Lisberger, 1982), las carreras de vainas de Star Wars: La Amenaza Fantasma (George Lucas, 1999) o la misma trilogía de Matrix (los Wachowsky de nuevo, 1999-2003), bien por contener en sus imágenes referencias directas al mundo de los videojuegos, bien por haber replicado ese sentido de fascinación de quien no se atañe a las leyes de la gravedad tal y como la conocemos o de la tecnología de la que disponemos a día de hoy, logrando así esas escenas mucho más frenéticas e hiperbólicas con lo que claramente se busca despertar en el espectador emociones dopamínicas similares a las que experimenta cuando está sujetando un mando.

Todo esto, claro, nos remite a ese otro valor visual propio de los videojuegos que, por el bagaje cultural que calza el espectador medio, hace indefectible que sea más un préstamo tomado del mundo del píxel que una vía expresiva resucitada ahora en el cine por motivos ajenos a este medio: el plano secuencia. Los planos secuencia de Hijos de los Hombres (Alfonso Cuarón, 2006), de Gravity (Alfonso Cuarón, 2013), o el del mismo True Detective (Nic Pizzolatto, 2014) hablan directamente al yo jugador que ha experimentado esos ambientes de cruenta violencia combativa o de asfixiante ansiedad por un entorno hostil que pone a prueba tu pulso ante la evidencia de que estás a un mal gesto/pulsación de perder la vida. En ese sentido es curioso el último juego de la compañía Dontnod, Life is Strange (Square Enix, 2015). Mientras jugaba a esta aventura point-and-click donde debes explorar los terrenos de un instituto en la piel de una chica adolescente, un amigo me hizo notar cómo parecía que en cualquier momento alguien iba a “hacer un Elephant”. La película de Gus Van Sant, rodada no por casualidad en plano secuencia, ya tenía sus conexiones con los videojuegos al estar inspirado en la historia real de los dos adolescentes que asesinaron a multitud de compañeros de instituto con armas de fuego y que, como recordaron profusamente los medios de comunicación, eran unos aficionados al Doom (John Carmack, John Romero, Id Software, 1993), pero hay más que eso: frente a las otras referencias a planos secuencia que nos hemos referido, la similitud que se encuentra entre Life is Strange y Elephant (2003) no viene de la ultraviolencia sino de la calma y quietud constante de un ambiente tan pacífico como lo es un día cualquiera en la vida de un norteamericano suburbial, pero donde la atmósfera exuda una hostilidad y amenaza conocida por quien ha visto esos otros escenarios de guerra, de infierno en la tierra. Si conocías la historia en la que estaba basada, la película de Gus Van Sant era un ejercicio de tensión, de espera de la inevitable materialización del horror más absoluto. Life is Strange es la intranquilidad constante de un entorno donde tanto su medio (un videojuego) como su entorno (un instituto) son señales de que la catástrofe es un evento que, aunque no conozcas su hora exacta, sí sabes está por necesidad programado en el calendario. Puede que el plano secuencia que hermana al videojuego con el cine sea en su mayoría el de la pirotecnia ultraviolenta y la acción como liturgia expresiva, pero hay también hueco en ambos medios para encontrarse en el drama.

Hay otro recurso del que también se ha nutrido el cine en estos últimos tiempos: las películas por niveles. Estos divertimentos audiovisuales beben de la estructura narrativa de un juego buscando tal vez no sólo rememorar ese universo lúdico, sino apoyarse en un sistema que facilita la sensación de dificultad progresiva. Cube (Vincenzo Natali, 1997), Sucker Punch (Zack Snyder, 2011), El juego de Ender (Gavin Hood, 2013), The Raid (Gareth Evans, 2011), Dredd (Pete Travis, 2012)… Cada “pantalla” de estas películas es más difícil que la anterior, causando con esta sencilla ilusión cognitiva la impresión de que el reto que se presenta ahora nos acerca un poco más al game over y menos al happy end. Como añadido, en algunas películas logran además con su compartimentación (ya sea temporal, física o espacial) la estética diferenciada de niveles, haciendo que sea placentero como lo es en un juego el poder transitar estilos visuales o escenarios diferentes. Casos como Snowpiercer (Bong Joon-ho, 2013), Alien Resurrection (Jean-Pierre Jeunet, 1997) (¡donde hasta hay un nivel de agua!) u Origen (Christopher Nolan, 2010) nos remiten a esto. El cine además posibilita la interacción entre niveles, traspasando los límites del videojuego y su propia cuarta pared, y para muestra de esto lo que hace magistralmente Snowpiercer en la secuencia en la que se disparan entre diferentes vagones. Un último elemento de seductora rapiña: el reset. Cuando vimos en Corre Lola, corre (Tom Tykwer, 1998) cómo su protagonista tenía la oportunidad de volver a despertar para correr por las calles de Berlín y cambiar la secuencia por la que se reunirá con su novio veíamos más un videojuego que en El Día de la Marmota, pero es en Al filo del mañana (2014) (dirigida por Doug Liman, un cineasta que denota en sus obras un gusto apasionado por el mundo del videojuego y del cómic) donde se nos presenta de forma literal el vivir-morir-repetir del jugador encerrado en el cartucho que es el personaje de Tom Cruise. Al filo del mañana es uno de los mejores videojuegos a los que no puedes jugar.

Conseguir los objetivos, guardar los items, no perder los puntos de vida, no malgastar el maná. Todas estas sensaciones las tenemos en muchas películas de acción, siendo en algunas más evidentes que en otras (tal vez las más indiscutibles en este sentido son Crank (Mark Neveldine, Brian Taylor, 2006) y sus secuelas), pero de alguna forma el sentido de videojuego, de juego virtual, está incorporado también en otros entrenimientos aticulados y presentados en un entorno digital. Charlie Brooker, el mismo que nos daría en Black Mirror (2011-actualidad) episodios como 15 millones de méritos o Vuelvo enseguida, hacía de showrunner en el documental de la BBC How Videogames Changed the World (Al Campbell, Marcus Daborn, 2013) para recordarnos que el juego al que más jugamos es a Twitter. Cuestionable o no esta idea de que las redes sociales sean “videojuegos” en el sentido puro del término no quitan que sea cierto que le dediquemos una enorme cantidad de tiempo a estos entretenimientos virtuales, y que éstos han influido irremediablemente en nuestras vidas, y por tanto en nuestra cultura, en donde esta gamificación2 en la ficción nos ha venido en forma de dos grandes cuestiones: la de la adicción y la de nuevos métodos de interacción, normalmente más competitivos. Y ahí están estas cuestiones incorporadas de un modo intrínseco a sus tramas en Hombres, mujeres y niños (Jason Reitman, 2014), en La Red Social (David Fincher, 2010) o en Chef (Jon Favreau, 2014), aunque donde más se haya explotado el tema ha sido en series de comedia: en Broad City (Abbi Jacobson, Ilana Glazer, 2014-actualidad), Dos chicas sin blanca y Portlandia, por poner unos ejemplos. Pero también tenemos entre otros a Spider-Man 2 (Marc Webb, 2014) y el más obvio Watch Dogs (Ubisoft, 2014), y eso por no meternos en la cuestión de los achievements o trofeos y de los juegos quematiempos al estilo League of Legends (Riot Games, 2009)o Candy Crush (King, 2012). Que están ahí, que es ocio virtual y que ha servido de fuente de inspiración para creadores de ambos medios es evidente, pero dejamos a criterio personal el si la gamificación forma parte de la cultura del videojuego o no.

'The Last of Us', último gran caso de la vertiente narratológica del videojuego, frente a la ludóloga original del 'Tetris'.

‘The Last of Us’, último gran caso de la vertiente narratológica del videojuego, frente a la ludóloga original del ‘Tetris’.

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Pero si nos centramos en lo habitual, y al igual que en las adaptaciones de videojuegos en la gran pantalla (donde los responsables han buscado la réplica narrativa de sus pobres historias en lugar de las estructuras narrativas o mecánicas propias del juego), lo mismo ocurre cuando hablamos de la representación de cuestiones cinematográficas en el mundo del videojuego, que buscan más la imitación literal de sus tropos y escenas. Es decir, en la mayoría de ejemplos de hibridaciones lo que encontramos es o bien un plagio literal o bien una tendencia compartida a esa estética blockbuster, de maximalismo digital si lo prefieren, que lo que consigue es explorar las posibilidades entre ambos medios desde una perspectiva superficial, y no sustancial, más vinculados por su dimensión pragmática del uso de las mismas herramientas de diseño de efectos especiales, de frames per second y de elección de un manejo de los planos en movimiento que por ninguna otra cosa. En el cine los ejemplos más evidentes son las sagas de Peter Jackson, pero ahí estuvieron mucho antes Starship Troopers (Paul Verhoeven, 1997) y también a día de hoy El Reino de los Cielos (Ridley Scott, 2005), Transformers (Michael Bay, 2007), Oblivion (Joseph Kosinski, 2013), Elysium (Neill Blomkamp, 2013), el remake de Total Recall (Len Wiseman, 2012), Guerra Mundial Z (Marc Forster, 2013), etc. Y en videojuegos tenemos, por ejemplo, a Assasins Creed (Ubisoft, 2007), Call of Duty, Gears of War, Halo (Bungie, Microsoft, 2001), Dead Rising (Capcom, 2006) … En fin, infinitos ejemplos. Incluso la primera película del Final Fantasy (The Spirits Within, Hironobu Sakaguchi, Motonori Sakakibara, 2001), toda una rareza en su especie, forma parte de esta categoría por el efecto de lo que estamos describiendo: que lo que conseguimos es introducir la pobreza narrativa y el estilo de fotografía prístino, limpio y oscuro del Ocio de Superproducción y limitar las posibilidades del videojuego priorizando su acercamiento al audiovisual espectacular e incluso encasquetando en el grueso de citas relevantes del medio varias escenas pregrabadas saturadas de una cinematografía de lenguaje grandilocuente, largo y pesado, donde el jugador deja de ser tal por un tiempo para que el artefacto pueda avanzar en sus propósitos, que es el de contar una historia. Algo así como si el blockbuster moderno se transformara en un videojuego pasivo y el triple A lo estableciésemos como sinónimo de película interactiva, con un propósito compartido que es el de ganarle la batalla de una vez a la realidad, sustituyéndola por un mundo virtual que lo imite a la perfección, y dándole así la razón a Baudrillard en eso de que la imagen, en su estado final, “no tiene nada que ver con ningún tipo de realidad, es ya su propio y puro simulacro”.

Todo esto tiene además, su interés teórico. El debate acerca de la definición de los videojuegos sigue inmerso desde hace años en la batalla entre las corrientes de pensamiento de la ludología y la narratología. La discusión, que busca desentrañar qué supone el videojuego como arte, se resume en el dilema de qué es más videojuego en el sentido puro del término, si el Tetris (Alexey Pajitnov, 1984)o el Last of Us (Naughty Dog, Sony, 2013), si es el videojuego otro caso más de las artes representativas o si por el contrario su núcleo de expresión está en lo que implica el acceso y la interacción para el jugador. En este sentido, y si tenemos por válida la premisa ludóloga, todo videojuego que pretenda representar la realidad humana es un error o una desviación de su destino. Y sin embargo, es evidente que, centrándonos en los videojuegos que más interesan al gran público, ésta es la senda que han tomado invariablemente los grandes juegos hoy, diseñando mundos que sean un lugar transitable y apetecible por tu alter ego ficticio, en los que medimos la calidad del producto al tacto y donde “se hace que la cámara sea (más por rendición de los desarrolladores que por concesión) un control más del jugador, fomentando géneros donde mover la cámara es indisociable de intervenir en el mundo”, como diría Javi Sánchez.

Sí, el juego hoy ha tomado la senda narratóloga, y tampoco hemos de reprochárselo. No sólo porque puede que el videojuego no sea capaz de evolucionar más en sus formas (mecánicas) y sólo sea capaz de hacerlo en su contenido (historias), cosa que la que escribe estas líneas no cree sea del todo cierto. Pero tampoco hemos de reprochárselo sobre todo porque, si nos fijamos, cada modo artístico se ha valido de puntos comunes con otras artes en sus orígenes, cuando aún no habían llegado mentes pensantes más evolucionadas que supiesen desentrañar las capacidades expresivas del medio por aquellas sendas aún por explorar. En sus orígenes el cine se veía como una nueva forma de llevar el teatro a las gentes, y no fue hasta que a alguien se le ocurrió el montaje en paralelo, el travelling o el encuadrar con diferentes tipos de planos que empezó a desvincularse del arte de la representación tal y como la conocíamos. Y en los videojuegos el descubrimiento del polígono devino en séptimo arte.

'Dear Esther', un juego que supera la lógica de tomar decisiones, propia de los libros de Elige tu Propia Aventura.

‘Dear Esther’, un juego que supera la lógica de tomar decisiones, propia de los libros de Elige tu Propia Aventura.

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Además, sí que hay muchos buenos ejemplos del uso de las cinemáticas y las voces en off narradoras en los videojuegos, donde su integración con el juego es efectiva e incluso a veces vital para que el juego vaya a donde pretende ir. En Uncharted (Naughty Dog, Sony, 2007), en The Last of Us y en la saga Bioshock (Ken Levine, 2K Games, 2007) tenemos una serie de sólidos hitos sobre esa posibilidad de crear momentos de pasividad para el jugador, que armonizan perfectamente con los tiempos de juego y que le ofrecen un extra de calidad con una historia contada con tanta emoción como una buena película. En Spec Ops: The Line (Yager Development, 2K Games, 2012), por ejemplo, encontramos una inquietante y libre adaptación del libro de Joseph Conrad El Corazón de las Tinieblas (1899) que ya llevó a la gran pantalla Francis Ford Coppola en Apocalipsis Now (1979), y que aunque en cada uno de estos medios la traslación de la novela se traducía en expresiones visuales distintas (eso sí, siendo un uso muy cinematográfico el de Spec Ops), lograban trasmitir con éxito en ambos casos esa esencia turbadora y delirante que nos sobrecogía en la historia original de la novela.

Puede que el referente más importante para hablar de ese préstamo, del cine como añadido en pos de la espectacularidad de la experiencia del jugador, sea Hideo Kojima. El cinéfilo y cineasta frustrado más icónico del mundo de los videojuegos preñaba sus obras con iconografía y guiños del cine no del todo trascendentes para el núcleo de la historia, más como una contextualización que evidencia la limitada inspiración del creador a nivel de guión o como unos huevos de pascua con los que luego completar las posibles ansias por el conocimiento referencial del jugador (esto mismo supone, en el fondo, el microuniverso mafioso de los recientes juegos de la saga GTA (Dan y Sam Houser, Rockstar Games, 1997)). Metal Gear Solid (Konami, 1998) y su collage de acción táctica de espionaje a lo 007, su antihéroe y tono reaganista a lo Scape from New York (John Carpenter, 1981) y su uso del ángulo y del encuadre como potenciador de la tensión a lo Hitchcock fue sumamente virtuoso en cuanto a amalgama de referencias y juegos de espejos con el que Kojima desentrañaba un discurso propio centrado en la lectura de los géneros. Pero el creador también tiende a pecar cuando decide hibridar por una senda especialmente infructuosa: la de no saber rimar las partes de interacción con aquellos clips de video larguísimos que llenaban, se podría decir que hasta saturaban, unas aventuras que intentaban emular no con demasiada inventiva la experiencia del filme grandilocuente que cuando se hace bien sí disfrutamos en la sala de cine. Cuestión de comprender el medio en el que estás o, tal vez, de que si decides ponerte en el brete de crear algo análogo a lo de otro medio, al menos lo desarrolles con la suficiente destreza como para que no parezca un producto de segunda categoría. Y este y no otro es el gran problema del videojuego cuando mira al cine, que sus narraciones visuales por lo general no pasan de ser una ejecución estereotípica de la dirección del género fílmico en el que se basan, sin ningún atisbo de personalidad propia.

También hay veces que detectamos que los creadores no se han preocupado ni siquiera por una integración de los elementos pasivos dentro de un todo mayoritariamente activos… y que aun así seguimos catalogando a sus obras como videojuegos. Nos referimos en este caso a experimentos como Dear Esther (The Chinese Room, 2012) o Gone Home (Fullbright, 2013), y siendo tal vez los más populares los recientes juegos de la compañía Telltale Games por haber adaptado series como The Walking Dead (2012) y Game of Thrones (2014-2015)y el cómic Fábulas (Bill Willingham, 2003-actualidad), ésta última titulada en la obra para videojuego como The Wolf Among Us (2013-2014). Dear Esther y Gone Home colocan al jugador como mero paseante que interactúa con su entorno, creando una experiencia muy similar a la de un asistente de una exposición museística de múltiples interpretaciones posibles que dependiendo de su forma de explorar y sus conocimientos previos creará significantes propios e intransferibles. Además, por ser espacios en tres dimensiones vistos en primera persona, colocan visualmente al jugador intencionadamente en el puesto de creador, logrando hacer más evidente, por la ausencia de otras mecánicas, esta facultad performativa del videojuego de mundo abierto que comparten el resto de juegos donde se puede mover la cámara. En los juegos de Telltale Games, sin embargo, con su mecánica puramente superficial, lo que provocan es más el efecto de novela estilo Elige tu Propia Aventura.

Pero si hay alguien que se ha esforzado por unir los lenguajes de los dos medios es David Cage. No por sus juegos más recientes, Heavy Rain (Quantic Dream, Sony, 2010) y Beyond: dos almas (Quantic Dream, Sony, 2013), obras que ya compartían esa limitación a interrumpir lo narrativo con el quick time event y el tic de mostrar al creador como director de cine de animación, sino por lo que intentó en Fahrenheit (Quantic Dream, Atari, 2005), un juego fallido pero que como experimento es harto reivindicable. La mecánica de Fahrenheit es la de mover a los personajes de un lado a otro y, de vez en cuando, pulsar un par de botones, que no servían sólo para interactuar con los menús y la interfaz de usuario (por cierto, el mismo David Cage instaba a los jugadores durante el tutorial del juego a usar los thumbsticks durante los momentos de interacción con elementos para mover la cámara de forma que potenciase la experiencia de sumersión cinematográfica), pero esto es sólo el envoltorio. De pronto el jugador se veía inmerso en una aventura gráfica de múltiples líneas argumentales de principio a fin. Era, ahora sí, una narración interactiva, donde no sólo la historia se nos presentaba de forma cinematográfica en lo técnico, sino que contaba con una perspectiva multiprotagonista donde la crónica se fracciona en varios personajes cuyos devenires se alternan en el desarrollo del juego y cruzan gracias a tu participación con el entorno. Es mediante tus decisiones que se te va desvelando el gran cuadro de la historia. Un thriller procedimental que ahora, gracias al trabajo del galo, puedes explorar por ti mismo, recordando en todo momento que el mapa en la ficción es sinónimo de territorio. Prácticamente esta misma premisa de historia procedimental interactiva la teníamos hace nada en otro “videojuego”, Cloud Chamber (Christian Fonnesbech, Frederik Ovlisen, 2014), y con un interesante equivalente fílmico en el intento de relato en forma de puzzle virtual que es Open Windows (Nacho Vigalondo, 2014). A su manera también intentaron introducir la experiencia fílmica en el videojuego de forma notable el Dragon’s Lair (Cinematronics, 1983) y el Another World (Interplay Entertainment, Virgin Interactive, 1991), y recientemente el Uncharted 2 (Naughty Dog, Sony, 2009), pero puede que con respecto a esta materia haya sido con Fahrenheit cuando hayamos estado más cerca de encontrar tierra fértil.

Para el final de este artículo hemos dejado a Scott Pilgrim contra el mundo (2010), ya que merecería una catalogación aparte. La obra de Edgar Wright no se erige como otro filme más donde el gag visual se toma de prestado del mundo del videojuego para servir de guiño a los aficionados de este medio, sino que incorpora las expresiones y semánticas cognitivas del mundo del píxel a lo que se cuenta en la narración de esa historia. En definitiva, y como diría en Twitter Don Lindyhomer, “Scott Pilgrim no es otro pillaje más del cine al videojuego; es la primera vez que se reflexiona sobre el videojuego desde el cine”, y aunque la limitación del cine, como reproducción gráfica y pasiva que es, es evidentemente crucial para ver la imposibilidad de una hermanación total entre estos dos medios (siempre que nos mantengamos estrictamente en ellos y no creemos uno nuevo), es ésta la cumbre actual de una gramática combinada, éste el punto máximo imaginado al que los creadores del mundo han llegado con su ingenio para unir la experiencia del cine y los videojuegos, un punto que tiene más que ver con la connotación cultural que con la exploración de sus retóricas. Será sólo cuestión de tiempo y de algo de fe en esperar que se supere este punto. Confiemos en que los Wrights, los Cages y los Kojimas de este mundo se apiaden de nosotros.

'Oculus Rift', ¿el próximo paso a una virtualidad total?

‘Oculus Rift’, ¿el próximo paso a una virtualidad total?

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Entonces, en todo esto… ¿dónde quedará en el futuro esta unión entre cine y videojuegos? ¿Cómo cambiarán estos medios en función de la evolución de las tecnologías del ocio? Pues aunque más bien estemos hablando de un presente inmediato, personalmente tengo plena confianza en las posibilidades del Oculus Rift. Este aparato, al que le quedan meses para su primera comercializacion (que dicen, no será aún la versión óptima) y a pesar de limitar la experiencia de la realidad virtual al mero movimiento de cámara, servirá, en mi opinión, para que, como pobremente le ocurrió a mi yo de nueve años o como le ocurre a cualquier espectador que vuelca sus ansiedades emotivas en pantalla, pueda vivir de un modo lo suficientemente intenso lo que se le ofrece en una primera persona más real. Porque no estamos en la inmersión sensorial cuasicompleta al estilo de lo que Kathryn Bigelow ideaba en Días extraños (1995), pero sí lo suficiente como para que, tras ver los vídeos de pruebas donde los usuarios gritan y se emocionan al sentir cómo suben y bajan en un emulador de montaña rusa, comprendamos que ese préstamo del cine al videojuego de cámaras y planos propios de la narrativa fílmica se convierta en un recurso mucho menos interesante que el de un continuo punto de vista subjetivo que nos acerque a nuevos simulacros de vida. No hay ningún otro medio artístico donde la presencia virtual sea posible y continuará, por eso, esa lucha por la hiperrealidad visual, pero esta vez con el propósito de engañar al ojo del espectador para creer que pueda ser de verdad un detective afortunado, un soldado en mitad de la guerra, un paseante de escenarios de terror o directamente un superhéroe. Con el Oculus Rift no podremos mover aún el resto del cuerpo, pero daremos otro paso más para evidenciar la pobreza del cine de hoy frente a este otro medio para aportarnos esa deseada transferencia emotiva. Cuando conquistemos la realidad virtual, al cine le quedarán aún otras opciones: tal vez un mayor placer por la experimentación visual, enrocarse en la cinematografía espectacular, los dramas intimistas o incluso la comedia, pero el cine de acción o de aventuras, creo, habrá perdido gran parte de su razón de ser.

Mientras tanto, seguiremos recurriendo al cine y a los videojuegos por igual para seguir soñando despiertos.

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Material bibliográfico consultado:

Aesthetic Theory and the Video Game, de Graeme Kirkpatrick. Manchester University Press, 2011.

Mondo Pixel, Vol 3. VV. AA. 2010.

Historia del Cine, de Román Gubern. Anagrama, 2014.

Extra Life, VV.AA. Errata Naturae, 2012.

Cine y Videojuegos: un diálogo transversal, de José María Villalobos. Ediciones Arcade, 2014.

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1Solemos referirnos en la revista al found footage cuando hablamos de películas de apropiación. Esta técnica o concepto, tan popularizado por El proyecto de la bruja de Blair, se traslada a la ficción cuando ésta está filmada como si alguien se encontrase ese material filmado y lo montase, o lo mostrase tal cual. Suele estar rodado desde un punto de vista subjetivo, como en el caso de la también popular REC. En este artículo, usamos esa acepción del found footage.

2Gamificación, extranjerismo traducible al castellano como ludificación, es el uso de mecánicas de juego en entornos y aplicaciones no esencialmente pensadas para tener este valor, convirtiendo una actividad a priori aburrida en otra que potencie la motivación, el interés, la fidelización o el aprendizaje. La mayoría de casos de gamificación referidos son de aplicaciones para móviles, pero pueden estar presentes en cualquier área y soporte de la interacción humana.

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