COSMOPOLIS, de David Cronenberg

LA LIMUSINA DE ERIC PACKER

Dentro, la caverna del demiurgo. Fuera, un páramo habitado por la multitud, por aquellos que no son Eric Packer o que no trabajan para él. A partir de esta dicotomía infranqueable, Cosmopolis se organiza alrededor de las sucesivas visitas de diferentes personajes a la limusina / trono / hogar del demiurgo: la aparición de cada nuevo empleado dispuesto a rendirle pleitesía a su amo implica, como en el teatro, un cambio de escena, de tema y de registro, como si este filme fuera la puesta en imágenes de un álbum de música en vez de la adaptación de la novela homónima de Don DeLillo. Visto así, la estructura basada en los duetos de Packer & Co recuerda a otro filme que también retrató la misma ciudad (Nueva York) en la misma época (los años dos mil, entre el 11-S y la crisis financiera): Building a Broken Mousetrap (Jem Cohen, 2006), un documental musical que registraba un concierto de la banda holandesa The Ex en Nueva York intercalando entre canción y canción imágenes de protestas altermundistas, barricadas policiales y estampas sonámbulas del subconsciente de la ciudad. Entonces, en los dos filmes, en el interior (de la limusina o de la sala de conciertos) queda el texto, mientras que en el exterior va creciendo la aversión de la multitud.

El espíritu de la época

En una de las primeras secuencias de Cosmopolis, Packer le dice a uno de los genios post-adolescentes que tiene en nómina que el único destino para un talento como el suyo es la convergencia entre las nuevas tecnologías y el capital financiero. A sus veintiocho años, este demiurgo amasó una fortuna que excede el billón de dólares gracias a la aplicación de herramientas informáticas a la especulación monetaria, una ocupación que le permitió construir una barrera de dinero a su alrededor para mantenerse aislado del mundo, igual que había hecho otro triunfador de un ciclo económico caduco, Sherman McCoy, el protagonista de The Bonfire of the Vanities. Los dos, cada uno a su imagen y semejanza, ignoran la ciudad y se aburren en su respectiva jaula de oro, de la que finalmente saldrán, con desastrosas consecuencias, para descubrir por sí mismos la vida en esas mean streets que tanto evitan.

Tanto Tom Wolfe y Don DeLillo, los autores de los originales literarios, como Brian De Palma y David Cronenberg, los directores de sus correspondientes adaptaciones cinematográficas, retratan los ochenta y los dos mil a través de unos protagonistas antipáticos a los que van derrocando poco a poco de sus privilegios: mientras McCoy tiene que enfrentarse a los fantasma del Bronx y a un sistema judicial nada imparcial, Packer acabará su jornada en los dominios de su némesis, Benno Levin, un monstruo que él mismo creó a partir de un hombre gris superado por las fluctuaciones del baht tailandés. Las mean streets siempre están presentes, sea en los adolescentes del Bronx que no se sabe si quieren ayudar o atracar a McCoy o en los manifestantes que atacan la limusina de Packer; pero tanto The Bonfire of the Vanities como Cosmopolis dejan sus respectivos finales abiertos en otro terreno: la primera acaba con una pantomima en el juzgado, mientras que la segunda deja al protagonista a la voluntad de su némesis.

Las referencias sexuales parecen sugerir que en la década pasada llegó un momento en el que los grandes capitalistas dejaron de distinguir entre joder a sus empleadas y joder las vidas y economías ajenas, en las primeras por capricho y en las segundas por pura inercia.

Este salir y no salir de la caverna le ganó a Cronenberg algunas críticas por oportunista: ahora que todos odiamos a los especuladores resulta sencillo soltar a unos cantos manifestantes por la pantalla para capturar ‘el espíritu del tiempo’, algo que implicaba un riesgo mucho mayor en el año de Building a Broken Mousetrap. Este documental transmitía la urgencia política de las canciones de The Ex mediante las imágenes del aquí y del ahora neoyorquino, anticipándose al actual Occupy Wall Street que el propio Cohen está documentando en sus Gravity Hill Newsreels (Jem Cohen, 2011-2012). La fuerza de Cosmopolis, por lo tanto, no está en ese fuera de campo rara vez definido, sino en el interior de la caverna, en los encuentros y conversaciones del demiurgo con sus agentes: si este filme está destinado a ser uno de los títulos clave para retratar la caída del capitalismo (o, al menos, de este tipo de capitalismo), hace falta buscar sus mayores hallazgos en el distanciamiento con el que Cronenberg filma el recitado del texto de DeLillo, estableciendo un juego muy inteligente entre lo que en ese momento estaba por venir (la novela fue publicada en 2003) y lo que ahora ya sabemos que ha llegado.

Polisemia e Irregularidad

La coincidencia en el Festival de Cannes de Cosmopolis y Holy Motors (Leos Carax, 2012), dos filmes de episodios en limusina, no benefició precisamente al trabajo de Cronenberg: en la obligada comparación, su mayor problema es su rigidez frente a la libertad del filme de Carax. El cineasta canadiense intenta resultar ocurrente, pero esta vez su humor se asemeja más a la quiebra tonal del final de A History of Violence (David Cronenberg, 2005) que a la ironía envenenada de Eastern Promises (David Cronenberg, 2007) o A Dangerous Method (David Cronenberg, 2011). Incluso sus habituales referencias biológicas resultan esta vez más forzadas que perturbadoras, como la insistencia en la próstata asimétrica de Packer y de Levin, que parece más bien una parodia de su filia por las mutaciones. La sucesión de encuentros en la limusina oscila entonces entre la lucidez de las intuiciones financieras del personaje de Samanta Morton y el histrionismo del pastelero interpretado por Mathieu Amalric. A veces, alguna secuencia se salva por un único detalle, como esa botella de plástico que se engruña lúbricamente en la ingle de la jefa de finanzas de Packer, o bien por el oficio de algunos intérpretes, como Juliette Binoche, capaz de superar su falta total de química con un Robert Pattinson incapaz de estar a la altura de su papel. Estos desequilibrios acaban por lastrar el filme, que falla en el mismo punto donde resbaló la especulación financiera: no se puede aspirar a una progresión geométrica cuando ni siquiera está garantizado el avance aritmético.

La ambición de Cronenberg solo consigue sus objetivos en la esforzada polisemia del filme, pero al precio de cargar con una irregularidad que resultará molesta para unos y estimulante para otros. El viaje de Packer tiene mucho de relato de un aparecido: su limusina es la caverna donde DeLillo y Cronenberg encierran a toda una generación que, después de dominar el mundo durante una temporada, lo dejó hundirse casi que por puro aburrimiento, siendo los empleados de Packer las únicas sombras que le intentan recordar a su amo que hay algo más que ese olor al sexo que quiere tener con su ubicua mujer y que tiene que sublimar en otros cuerpos. Estas referencias sexuales parecen sugerir que en la década pasada llegó un momento en el que los grandes capitalistas dejaron de distinguir entre joder a sus empleadas y joder las vidas y economías ajenas, en las primeras por capricho y en las segundas por pura inercia. En ese contexto, el destino del demiurgo es lo de menos, como deja entender la actitud desganada con la que Packer encara a Levin, en otro ejemplo de la polisemia de la propuesta: ¿cómo entender entonces la última escena? ¿Estamos ante un final abierto o un final vacío? ¿Prima el distanciamiento o la sobreacturación? ¿Resulta oportunista o certera? De cualquier manera, Cosmopolis queda como una bofetada al sistema que, de camino, puede pegar también al espectador.

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