LOS FESTIVALES FRENTE A LA REVOLUCIÓN DEL NUEVO PÚBLICO

Cineuropa analiza en su 25º aniversario los desafíos de las muestras ante un “cambio de paradigma” provocado por la transformación de la difusión del cine, la madurez cinematográfica de los espectadores y la crisis económica.

¿Para qué tiene que servir un festival? Para ver buenas películas, sí. Pero hoy en día, para ver buenas películas, hay muchas maneras. Ahora, hay muchísimos cinéfilos bien formados e informados con acceso casi inmediato a cualquier filme. Los festivales no pueden ir por detrás de ese público que tenemos hoy. A los festivales hay que pedirles que nos descubran cosas. Además, tiene que ser un punto de encuentro, de reunión, de intercambio de ideas o, por lo menos, de copas”. Con estas palabras, el director de la Muestra de Ciencia y Cine, el crítico Martin Pawley, resumía uno de los grandes retos de los festivales en el futuro, en un debate con el que se conmemoró esta semana el 25 aniversario de Cineuropa.

Tal efemérides sirvió de excusa para que el festival compostelano echara la vista atrás y analizara la evolución de las muestras cinematográficas e intentara abordar su futuro en una época que llega marcada por los recortes. Los tijeretazos de la administración pública ya se han cobrado víctimas de diferente condición en el circuito cinematográfico del Estado. La multimillonaria Muestra de Valencia fue suspendida y el especializado Punto de Vista de Pamplona se envolvió de incertidumbre, ya que el Gobierno navarro decidió transformarlo en una cita bianual tras amenazar con colgar el cartel de cierre definitivo. Con estas dificultades económicas como telón de fondo, el crítico Martin Pawley; la periodista Marta Gómez, los programadores del CGAI Jaime Pena y José Manuel Sande, y el director de Cineuropa, José Luis Losa, reflexionaron sobre el futuro de los festivales y trataron los numerosos desafíos que afrontarán en los próximos años. Más allá de la presencia de la crisis, la atención giró especialmente alrededor del gran protagonista del cine: el público.

Un público que ha cambiado radicalmente en los 25 años de vida del festival dirigido por Losa. Nada tienen que ver los espectadores que estrenaron Cineuropa en 1987 en los Multicines Valle-Inclán con los que se sientan estos días en el Teatro Principal. Ésa es la constante que se respira en todos los festivales con un poco de historia. Además del evidente cambio generacional, un acceso casi ilimitado a los filmes y a la formación cinematográfica han creado un nuevo público con mayor madurez y con unas inquietudes más hondas. Esta circunstancia capital ha provocado, en palabras de Sande, “un cambio de paradigma” y una transformación “en los hábitos de consumo”. Se ha producido, en cierto modo, una democratización en la formación y en el acceso a la producción cinematográfica mundial que resultaba inimaginable cuando Cineuropa comenzaba a dar sus primeros pasos. “El público tiene mucho más conocimiento. Hoy, cualquier cinéfilo mínimamente interesado tiene un conocimiento mucho mayor y por lo tanto puede criticar lo que le ofrece un festival”, explicó Jaime Pena.

Se han abierto nuevos mecanismos de difusión del cine que han transformado el sistema y, como consecuencia, los espectadores han cambiado sus hábitos de consumo. En ese nuevo contexto, los organizadores de cada festival tienen que adquirir un papel distinto y encarar responsabilidades más claras. “Los programadores tienen una labor mucho más importante de la que tenían antes. Ahora, dentro de un festival, sí que tienen que hacer un esfuerzo de comisariado, ya que antes jugaban un papel más pasivo”, señaló Pena, quien consideró que “antes los festivales llegaban a ser como una selección tipo Eurovisión, con películas de cada país sin que importara mucho qué cinta era o quién era su director”. Esa actitud se reproducía tanto en grandes como en pequeños festivales, pero aquella fórmula simplificadora no lleva hoy a nada. “Hace 25 años, todo valía. Una película de cualquier nacionalidad, ya valía para ser proyectada. Hoy todos, desde el aficionado al cinéfilo, pasando por el profesional, afina bien, distingue y sabe qué películas están por salir y cuáles pueden valer la pena”, concordó Losa.

El público ha cambiado y el papel de programador se ha intensificado. Se ha convertido, en realidad y como indicaba Pena, en un comisario que selecciona la oferta bajo determinados criterios. “Hay muchos festivales y todos deben servir de selección, de filtro. El público de un festival tiene que saber que hay alguien detrás con algo de sentido que ha decidido que hay cosas que tienen más interés para ser vistas que otras”, señaló Pawley.

De izquierda a derecha: Jaime Pena, Martin Pawley, José Luis Losa, Marta Gómez y José Manuel Sande.

Los gustos del espectador y el riesgo del festival

En ese cambio en la naturaleza de programadores y de espectadores, se establece una relación y surge una dicotomía que cada festival encara de una manera determinada. En ese sentido, una pregunta brotó en la conversación: ¿un festival debe simplemente satisfacer los gustos de ese público o debe ir más allá, intentar sorprenderlo, ofrecerle otras posibilidades? Para Jaime Pena, la respuesta es clara. “El gestor cultural tiene que ir por delante siempre, abrir caminos constantemente. Tiene que desarrollar una labor didáctica”, señaló el programador del CGAI. Losa, desde su experiencia, subraya la dificultad que hay en esa disyuntiva entre los gustos del público y el esfuerzo didáctico. Un dilema que algunos directores no valoran lo suficiente. Un ejemplo que salió a relucir durante la conversación tenía en Salomón Castiel, director de la Muestra de Valencia, su protagonista. “Este director llegó a decir una frase polémica, dijo que un festival sin alfombra roja era un cineclub con medios”, señaló Marta Gómez, para ilustrar cómo en algunos casos los programadores llegan a olvidar el necesario equilibrio entre los gustos más directos y mundanos del público y una oferta más sorprendente y adecuada, capaz de abrir nuevos canales entre los espectadores.

Además de esa dicotomía, en la conversación surgió otra cuestión a raíz de la relación entre espectador y festival. La duración de un festival limita su impacto didáctico y formativo. La mayoría de las muestras duran seis o siete días, no obstante sería necesario buscar canales para que su relación con los ciudadanos fuera permanente. “Hay que crear resortes que faciliten un incidente cultural y formativo más duradero. Se debe crear una maquinaria que le dé continuidad a la programación todo el año”, apuntó Sande.

Cineuropa va viendo su público crecer con cada nueva edición.

De Orense a Locarno

A raíz de la relación con el público, cada festival adopta un determinado modelo. Donostia, Locarno, Gijón, Moscú o el propio Cineuropa fueron algunas de las muestras que se trataron, en mayor o menor profundidad, a lo largo del debate. Algunas de ellas no salieron bien paradas del análisis que realizaron los participantes. Quizás, la que acumuló el mayor número de críticas fue la de Orense. “Tiene un presupuesto de medio millón de euros y casi todos nos preguntamos por qué. Pero que siga muchos años, prefiero que un mal festival continúe a que desaparezca. Un festival se puede corregir, pero aquel que desaparece… Es casi imposible que vuelva a nacer”, explicó Pawley. Seguramente fue lo más agradable que se escuchó en la sala sobre el certamen orensano. Su modelo, su programación poco afinada y su elevado presupuesto fueron los objetivos de las críticas.

El gran festival del circuito español, Donostia, se empleó como referencia a la hora de ahondar en las relaciones entre el público y la organización. El certamen vasco se sustenta en un modelo en el que la asistencia del público y su relación con la ciudad son pilares esenciales. Tras las muestras de Berlín y Rotterdam, Donostia es el festival europeo que más espectadores congrega cada año. Cerca de 160.000 espectadores pasan por sus proyecciones. Esta importante cifra hace que la organización consiga una parte de su financiación en la venta de entradas. Ese contacto directo con el público local fomenta el peso del festival en la ciudad, pero también puede suponer una gran limitación. “Donostia lleva años trabajando su público y resulta que es un público muy conservador, que le cuesta mucho aceptar cosas nuevas y que precisa mucho tiempo para asimilar la novedad. Nunca se asumieron riesgos en la programación y ahora resulta muy difícil cambiar. El festival está cojo porque tiene un público que se conformaría simplemente con ver lo mismo que ya ha pasado por Berlín o por Venecia. El público hay que trabajarlo y llevarlo en unas direcciones a lo largo de muchos años. Así se pueden ofrecer cosas más arriesgadas. Pero en Donostia, no. En Donostia acaban programando ciclos de cine negro estadounidense como se hizo el año pasado, que parecía aquello una colección de películas de El País. Un festival de categoría A tiene que arriesgar más”, apuntó Pena para criticar a los programadores de la cita vasca, cuya calidad a lo largo de las últimas décadas puede resultar cuestionable. “La programación siempre dejó mucho que desear. Si uno mira su palmarés de los últimos 25 años, no debe haber más de media docena de filmes que sobrevivan al paso del tiempo”, sentenció Pawley.

El caso de Donostia fue contrastado con modelos diferentes como el de Locarno, que se mueve en cifras de público muy semejantes, pero que consigue recoger apuestas más arriesgada en la programación. Las cintas y autores menos convencionales o alternativos se mezclan con grandes estrenos más comerciales para millares de personas. De esta manera manera, ese festival consigue mantener el equilibrio entre los gustos más básicos del público y un carácter didáctico, que busca ir más allá. Algo que en Donostia, al parecer de Pawley, no ocurre. “Programan igual, sin diferenciar nada Tropic Thunder de una cinta checa”, señaló.

Un festival de clase A debería ir por delante del espectador avezado y descubrirle nuevos cines, concordaron los asistentes al debate.

Otro festival que se ensalzó durante la conversación fue el de Gijón, capaz de generar a lo largo de distintas ediciones interese por determinados autores y de diseñar una línea de programación diferenciadora que conecta con el público. Para ejemplificar ese trabajo, los participantes en el debate destacaron la labor realizada con autores como Lisandro Alonso, que llegó a convertirse en una suerte de emblema del certamen. “Comenzaron con el en 2004, proyectando Los Muertos. Dos años después le dedicaron un ciclo y, al final, en 2008 acabó ganando el festival con Liverpool. La gente lo celebraba como si ganara el Sporting”, señaló Pena. En ese sentido, Gómez quiso advertir del peligro que supone que un autor “acabe por identificarse con un festival determinado, un riesgo que hay que evitar”, cuestión que Gijón parece resolver. “Es un festival que crea autores pero que también se deshace de ellos posteriormente”, señaló Pawley. Esa actitud es posible por su línea de programación y una filosofía clara que mantiene el festival asturiano en permanente renovación.

La relación con el público, finalmente determina los modelos que adquieren los festivales y su capacidad de superar los retos del futuro, ya sean las dificultades económicas, los propios gustos de los espectadores o en la mayor formación cinematográfica del público. Al final, los modelos de los festivales se dividen en aquellos anquilosados, amigos de no arriesgar y de caminar por sendas ya recorridas, y los que indagan en nuevos cines. “Resulta obvio, pero al final la idea de festival se limita o bien a aquel modelo que se conforma con recibir películas, que constatan simplemente terrenos ya trillados o bien a aquel otro modelo que provoca encuentros con el público, que busca las cintas, que viaja. Ahí está la clave para abrir nuevos canales, crear público y generar relaciones fuertes con los espectadores del futuro”, señaló Sande en la que aparentemente resulta una conclusión evidente y simple, pero que resume la esencia de los desafíos que están llegando y que algunos festivales parecen incapaces de encarar.

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