17ª Mostra Internacional de Cinema Etnográfico: Sección Impropias

Las manifestaciones del homo post-sovieticus

Holidays (Marina Razbezhkina, 2006)

Holidays (Marina Razbezhkina, 2006)

Durante años viajé recogiendo testimonios por toda la antigua Unión Soviética, porque a la categoría de Homo Sovieticus no solo pertenecen los rusos, sino también los bielorrusos, los turkmenos, los ucranianos y los kazajos… Ahora vivimos en Estados distintos y hablamos lenguas distintas, pero seguimos siendo inconfundibles. ¡Se nos distingue a la primera! 

Svetlana Aleksiévich – “El fin del Homo Sovieticus”

Siendo yo misma un homo sovieticus y post-sovieticus (mi país natal, Bulgaria, nunca perteneció oficialmente a la URSS, pero nos consideraban su satélite [1]) y alimentando durante muchos años un interés profesional y profundo por el cine de Europa del Este, proponer un recorrido por los antiguos territorios soviéticos a través de la sección Impropias de la MICE (Mostra Internacional de Cinema Etnográfico) fue una elección natural para mí. Poco después empezó la guerra en Ucrania, provocando una catástrofe humanitaria y una ansiedad global, que colocó a la región en el foco de las noticias y de nuestras miradas. Los tristes eventos actuales quizás puedan recontextualizar la selección, pero su objetivo permanece: la búsqueda de las características culturales que unen a esos territorios y los factores antropológicos y etnográficos que contribuyen a su diversidad, en lugar de debatir sobre los conflictos políticos. El foco del festival es el ser humano, sus hábitos, entorno, situación actual y destino. En este sentido, a través de las cinco películas de la sección, nos acercaremos a un retrato contemporáneo de los sucesores de la herencia soviética en las diferentes latitudes de un antiguo imperio utópico, cuya sombra todavía se extiende en la memoria colectiva y tiene una gran influencia en el presente.

El término homo-sovieticus, una frase pseudo-latina, sarcástica y deceptoria, fue introducido por el escritor, sociólogo, disidente y emigrante Aleksandr Zinóviev en su libro homónimo publicado en 1982. En Homo Sovieticus, Zinóviev se burla del concepto utópico soviético sobre la creación del “nuevo hombre” y analiza las consecuencias de su fracaso: la indiferencia ante la propiedad común y los resultados de su propio trabajo, la falta de iniciativa y responsabilidad, el aislamiento de la cultura mundial, potenciado por la propaganda política. Mientras Zinóviev critica ferozmente este fenómeno antropológico antes de la Perestroika, tres décadas después, la escritora ucraniana ganadora del premio Nobel Svetlana Aleksiévich ya lamenta su destino trágico en El fin del Homo Sovieticus (2015), a través de sus recuerdos personales y otros relatos orales, desde la distancia que brinda el tiempo. Últimamente, se habla también de la figura del homo post-sovieticus, aquel contemporáneo con memoria consciente o subconsciente del período soviético que ya resulta ser obsesivamente nostálgico en lo que se refiere al pasado comunista [2]. En las películas incluidas en la sección Impropias, que comentaré a continuación, se observan estados diferentes en los que reside el homo sovieticus y post-sovieticus, condicionado por la realidad cotidiana o agobiado por la memoria, frente a un futuro incierto.

The Hope Factory (Natalia Meschaninova, 2014)

The Hope Factory (Natalia Meschaninova, 2014)

El homo post-sovieticus abandonado

Para rodar su película Holidays (la más temprana de la selección), la documentalista Marina Razbezhkina organiza una expedición cinematográfica en marzo de 2005 al norte de los Urales, a la taiga, a un asentamiento remoto del pueblo Mansi, donde no llega ninguna carretera asfaltada. La gente del lugar sobrevive cazando, horneando pan y limpiando los bloques de nieve que los rodean. A los niños que viven y estudian en un internado lejano, en la civilización, les encanta volver a su pueblo, Treskolie. En la casa hay una sala común, y por las noches la única luz proviene de una lámpara de queroseno. Los más pequeños se bañan en una palangana sobre la mesa de la cocina. Los juegos consisten en apostar a las cartas y montar en un trineo improvisado, así como en cortar leña. Las condiciones generales de vida son tales que los niños ingresan en el internado con raquitismo. En el episodio más impresionante de la película, una anciana hace un trayecto de 12 km en esquís sobre la nieve para llevar a su hijo a la ciudad. Es una historia simple, pero tensa, sobre una supervivencia exitosa, ya que al final vuelven a casa con vida. No obstante, nos quedamos con conclusiones que no aportan esperanza, tras observar a los hombres que beben todos los días, la dueña de la casa que morirá pronto sin nadie que la reemplace y los niños que seguramente se quedarán a vivir en la ciudad. En su documental duro y veraz, Razbezhkina retrata al homo post-sovieticus de un pueblo indígena olvidado por los ideólogos del proyecto soviético, abandonado fuera de la civilización y por tanto condenado a la extinción.

Por otro lado, su alumna y seguidora Natalia Meschaninova centra su ópera prima, The Hope Factory, en el homo post-sovieticus que se encuentra todavía atrapado en las ambiciones del mismo proyecto, sin tener muchas vías de escape. Meschaninova sitúa su película en la ciudad de Norilsk, ubicada a 300 km al norte del Círculo Polar Ártico y construida en la época de Stalin por prisioneros de los campos de concentración, por la única razón de que el área dispone de una enorme reserva de metales. Considerada como un lugar que necesita un alto nivel de seguridad, Norilsk pertenecía al grupo de las “ciudades cerradas” durante la época soviética, y hoy en día permanece como un sitio con acceso restringido y bien controlado. Cada aspecto de la vida en la ciudad está sometido a la actividad de la famosa empresa de minería MMC Norilsk Nickel, que ha contaminado gravemente la zona y donde trabajan la mayoría de los personajes de la película. La industria en Norilsk condiciona no solo el paisaje urbano, sino también el ritmo de la existencia humana. A pesar de crear una obra de ficción, Meschaninova aplica las habilidades adquiridas en la escuela documental de Razbezhkina y logra captar de manera muy auténtica y en su totalidad la atmósfera de aislamiento y desesperación, así como la “imagen anacrónica de un pasado que se resiste a desaparecer” [3]. Un pasado que mantiene como rehenes a los habitantes de sus restos, abandonados entre el fallido proyecto social y la imposibilidad de encontrar una salida del fracaso.

El homo post-sovieticus perdido

En Transnistra, rodada íntegramente en la región conocida como Pridnestrovia por la directora y aventurera sueca Anna Eborn, tal vez encontramos la emanación del homo post-sovieticus nostálgico. No en los ojos de los jóvenes a los que sigue la cámara, sino en la idea detrás del estado imaginario que habitan. Para entender el contexto, necesitamos un breve prefacio, que no obtenemos de la película: la República Moldava de Transnistria es una región autónoma y autoproclamada en la frontera entre Moldavia y Ucrania, sin estatus internacional legal, por lo que el pasaporte de Transnistria tampoco está reconocido por el mundo. Para identificarse, los habitantes de Transnistria mantienen dos o tres nacionalidades simultáneamente: moldava, ucraniana y rusa. El escudo de la república tiene una hoz y un martillo, la arquitectura en el centro administrativo de Tiráspol es casi exclusivamente de estilo soviético, mientras que el edificio del parlamento local está «custodiado» por una enorme estatua de Lenin. Contra este trasfondo cultural y político, algunos detalles de la película se vuelven más claros. Por ejemplo, el hecho de que un preadolescente se esté preparando con entusiasmo para el ejército, que los diálogos sobre el mundo exterior sean ingenuos y fantasmagóricos, como si se tratara de otro planeta, o que la banda sonora esté compuesta por música disco soviética de los años 80 (con temas de la banda mítica de Viktor Tsoi, Kino, y Alla Pugacheva). Los jóvenes hablan todo el rato de marcharse, porque intuyen que una vida activa e independiente solo puede ocurrir fuera de la utopía, más allá de las fronteras de la ficción política. Transnistra desvela una atmósfera cuidadosamente preservada, como un satélite de la Unión Soviética; un estado inexistente que se detuvo en el tiempo y selló el espíritu de otro estado, ya no presente en el mapa; un pueblo que no encontró el camino para seguir adelante, por lo que se perdió en la historia y se encerró en su nostalgia por el pasado.

Transnistra (Anna Eborn, 2019)

Transnistra (Anna Eborn, 2019)

El homo post-sovieticus en transición

El documental Heat Singers, de la directora ucraniana Nadia Parfan, también parece atrapado entre el pasado y el futuro. Durante tres años, la cineasta se dedicó a observar y registrar las jornadas laborales y las iniciativas artísticas en la primera empresa de calefacción central en la ciudad de Ivano-Frankivsk (fundada por su abuelo), una entidad clave para un país como Ucrania, donde el invierno dura medio año. Cuando comenzó el proyecto, siguiendo los ensayos del coro de la empresa, la directora esperaba encontrar allí los clásicos homo sovieticus: empleados estatales engañando a sus jefes, fingiendo participar en las actividades musicales en lugar de trabajar. No obstante, se sorprendió al descubrir que los coristas no solo podían cantar bastante bien, sino que también ponían mucho esfuerzo y trabajo duro en algo totalmente inútil desde un punto de vista pragmático. Además, se sienten felices por estar juntos  —un resultado de la vida común que ha superado la frustración habitual causada por las pésimas condiciones laborales—. Por otra parte, la película retrata una empresa pública que todavía no se ha adaptado a las necesidades del exigente consumidor del mundo capitalista, una entidad en transición que inevitablemente perderá algo de su espíritu a la hora de adecuarse a la realidad. En este sentido, Parfan logra capturar con persistencia, pero también de manera intuitiva, los momentos efímeros que marcan una transformación social y que después permanecen en la historia, descritos en apenas un párrafo. Heat Singers conserva el tejido temporal de aquellos momentos, los esfuerzos y sacrificios personales y, sobre todo, los sonidos y las voces que unen la tradición con la modernidad.

Sunny (Mziuri), dirigida por la directora georgiana Keti Machavariani, es quizás la película más serena y positiva de las cinco —una energía que transmite desde su título—. “Soleada” es la traducción del nombre de la heroína principal, Mziuri. Así se referían también a Georgia los ciudadanos de la URSS durante la era soviética. Mziuri es una jubilada que se mantiene activa y en contacto con el mundo a través de su trabajo como entrevistadora para estudios sociológicos. El trabajo es exigente e interesante. Además, las entrevistas cara a cara son una práctica cada vez más rara —para el espectador occidental, el hecho de que los entrevistados dejen entrar en su casa a la desconocida Mziuri, sin cita previa, puede resultar inconcebible—. Hablan de temas importantes, como los problemas sociales, la ocupación de los territorios, la salud, la religión, las minorías, las tradiciones, etc. De esta forma, conocemos de primera mano las opiniones del homo post-sovieticus georgiano. A través de conversaciones controvertidas, nos enteramos de sus miedos, sueños y esperanzas, y nos acercamos a su devoto patriotismo en un momento decisivo y transitorio, cuando se debaten las posibilidades del país de unirse a la Unión Europea. Según la directora, Mziuri, con su historia personal de trabajadora incansable y con un hermano emigrante y desaparecido en Alemania, es un buen símbolo de la sociedad georgiana. Mientras proporciona un estudio antropológico sobre la mente de las personas entrevistadas y una descripción etnográfica de sus hogares, la película lleva a la audiencia a un viaje perspicaz a través de los valores de los georgianos contemporáneos y sus actitudes hacia el mundo que los rodea.

Aunque el libro de Svetlana Aleksiévich, publicado hace 7 años, proclama el fin del homo sovieticus, la guerra en Ucrania, con todas sus consecuencias devastadoras, incluida la renovación de la Guerra (todavía) Fría entre el Este y el Oeste, podría dar una nueva vida a este fenómeno mítico o a alguna versión contemporánea del mismo. Al final, el homo sovieticus es sobre todo un hijo de la ingeniería social y la propaganda integral y metodológica que, lamentablemente, no desapareció con el colapso de la Unión Soviética. Con el impacto global y masivo de los medios de comunicación y las redes sociales en nuestras mentes, sus métodos solo se actualizaron y están en acción, en ambos lados de la barricada.

Sunny (Keti Machavariani, 2021)

Sunny (Keti Machavariani, 2021)

Referencias:

[1] TATU, M. (1983). “Bulgaria, algo más que un satélite de la URSS”. Disponible en: https://elpais.com/diario/1983/01/08/internacional/410828403_850215.html

[2] VENELIN, G.I. (2017). “The spectre of Homo post-Sovieticus”. Disponible en:  https://neweasterneurope.eu/2017/10/19/spectre-homo-post-sovieticus/

[3] PINILLA, R. “Cold City”. Disponible en: https://www.rafaelpinilla.com/textos 

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