LA POÉTICA DE LA MIRADA EN LA OBRA DE FRIEDL VOM GRÖLLER

Friedl vom Gröller presentando os seus filmes no CGAI. Foto: María Meseguer

Friedl vom Gröller presentando sus películas en el CGAI. Foto: María Meseguer

Este texto fue elaborado en el Seminario de Crítica Experimental del (S8) Mostra de Cinema Periférico

– ¿Con quién hablas?

– Con el espectador1.

“Allá donde voy miro especialmente las caras de la gente”. Las palabras de la propia Friedl Vom Gröller, en apariencia baladíes, dicen sin decir mucho más de lo que en un primer momento pudiéramos pensar. En un primer momento. Quizás solo consista en eso, en pasar al otro lado del primer momento a través de la unión de dos miradas; la mirada que mira y la mirada que es mirada. Difícil identificar el lado en el que cada uno, cineasta y “modelo”, con el permiso de Robert Bresson, se encuentran.

Pero empecemos por el principio.

Friedl Vom Gröller, fotógrafa y cineasta autríaca nacida en Londres en 1946, comenzó su carrera como fotógrafa. Como fotógrafa, podemos destacar sus Year’s Portraits, en los que cada día, durante un año, se fotografía a sí misma. Este proceso lo repite cada cinco años. La búsqueda de uno, uno que se mira a sí mismo. También la búsqueda del otro, a través de retratos de cineastas de vanguardia como Peter Kubelka o Jonas Mekas. Y luego vino el cine, aún con los aires de la nouvelle vague, su primera pieza data de 1969, aunque es a partir del año 2000 cuando desarrolla el grueso de su producción. Nuevamente el retrato, la búsqueda, una búsqueda a 24 fotogramas por segundo.

“El ojo de la cámara siempre se las arregla para expresar el interior de un personaje”, decía Pier Paolo Pasolini, ese ojo de la cámara como extensión del propio ojo de la cineasta que usa para conocer al otro, para conocer el mundo y para conocerse a sí misma. Esa búsqueda que intenta zambullirse en lo más profundo de la retina como si a través de ella pudiéramos conquistar el interior del otro, el interior de un niño, Toni (Erwin, Toni, Ilse), que podría ser cualquiera (aunque en este caso sea su propio hermano) que en 1968 juega con una pistola, pistola que muy bien podría sostener hoy en día y mirar y ser mirado de igual manera. Entonces como hoy.

De la función mágica de ese ojo cinematográfico se ha hablado mucho. Chris Marker lo sabía, la buscaba y la esperaba mientras filmaba aquellos rostros femeninos que se encontraba en Guinea Bissau. No consistía más que en eso, en esperar. Quizás los tres minutos de los que disponía Friedl Vom Gröller no fueran mucho o no fueran poco pero eran lo suficiente para que ocurriera. Y la función mágica aparece y la poética del rostro se revela y todo un universo de pensamientos, de reflexión y de sensaciones a (re)descubrir aparece.

“Movimiento del exterior hacia el interior2”. De esta manera, Robert Bresson explicaba la manera de proceder de sus modelos. Puesto que hay un movimiento, el espectador, al establecer contacto ocular con quien mira, queda atrapado en ese movimiento hacia el interior y ambos emprenden un viaje juntos. Conociendo a Erwin, a Ilse o a Toni, uno se conoce a sí mismo, pues ese viaje ya no es más en solitario. Partimos al encuentro íntimo con ellos y con nosotros mismos (re)descubriendo el lenguaje, pues es en ese silencio donde más se habla, aunque esa… sea otra historia.

“Una película no se acaba con la palabra fin (…) Tras el final, en el momento en que se apaga la pantalla y se encienden las luces, el espectador comienza su propio viaje a través de las imágenes y escenas que recuerda de la película3”.

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Y así es. Esa unión establecida durante la proyección, perdura. Siempre me gustó desvirtuar la propiedad de la persistencia retiniana y creer que al cerrar muy fuerte los párpados, esas imágenes se quedan ahí, para siempre, en algún lugar en nuestro interior y poco a poco se transforman y nos transforman y así nos convertimos un poco en lo que vemos (y en lo que escuchamos y en lo que tocamos). Y a veces los recuerdos se confunden, igual que Delphine de Oliveira se confunde con Ilse. La dialéctica de los recuerdos. Nana es Jeanne, Patricia es Cécile (que es Patricia aunque un tiempo antes)…

Decía Sam Fuller que la vida es a todo color pero el blanco y negro es más realista. La casi totalidad de la obra de Vom Gröller es en blanco y negro. Más realista, más cercana, más humana, como sus coqueteos en Passage Briare.

Y para Warhol, el voyeurismo es la descripción del trabajo de un director y de un artista. Nuevamente el poder de la mirada. Del placer de la mirada. Del estar y no estar al mismo tiempo. Como cuando su silueta o la silueta de la cámara se intuyen en algún reflejo de la imagen o cuando se autorretrata a sí misma desnuda, o cuando se autorretrata día a día… Diferentes yos. El placer de la(s) mirada(s). El placer está nuevamente en observar al otro pero también en observarse a uno mismo y en nosotros observar. La dialéctica de la mirada. Y precisamente Susan Buck-Morss insiste en la necesidad de entrenar al ojo para que restaure su perceptibilidad. Los ojos “ven demasiado y no registran nada”4. Hemos desaprendido a ver y quizás buena parte del problema esté ahí. Ya casi nadie nos mira y ese movimiento hacia el interior se ha roto. Ya no hay lugar para la reflexión ni para el pensamiento.

Jean Rouch siguió a un grupo de jóvenes nigerianos para descubrir su verdad y descubrió el cinéma vérité. Quizás la verdad no consista más que en eso.

(1) GODARD, J-L: Pierrot le fou, 1965

(2) BRESSON, Robert: Notas sobre el cinematógrafo, Árdora Ediciones, Madrid, 1997, p. 16

(3) RANCIÈRE, Jacques: Las distancias del cine. Ponte Caldelas, Ellago, 2012, p.152

(4) BUCK-MORSS, Susan: “Estética y anestésica” en Walter Benjamin, escritor revolucionario. Buenos Aires, Interzona, 2005, p. 190

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