Álvaro F. Pulpeiro: “Para evitar el exotismo tienes que desmaterializarte, deconstruirte”
Tras su paso por el festival danés CPH:DOX, conversamos por videollamada con Álvaro F. Pulpeiro (Foz, 1990) con motivo de la presentación de su último largometraje documental, Un cielo tan turbio (2021): una road movie observacional que recorre los diferentes paisajes industriales que componen las zonas fronterizas de Venezuela, y que se detiene a conocer a aquellos que los habitan. Pulpeiro nos cuenta más sobre esta película que, si bien escapa de emitir juicios morales, está inevitablemente marcada por el conflicto civil que atraviesa el país.
¿Cómo nació Un cielo tan turbio?
Tuvo un periodo de gestación bastante largo. Partió tanto de una serie de sensaciones personales como, sobre todo, de Nostromo de Joseph Conrad, en el que una de las líneas principales es el contrabando de una serie de lingotes de plata por parte de una suerte de parias, personajes apátridas, que no son piratas per se, pero son en cierta forma agentes geopolíticos que contrabandean y llevan este producto fuera del país, que está sumido en una crisis política profunda.
Lo que me interesaba era la idea de movimiento, de transgredir límites geopolíticos cuando un estado está en medio de un conflicto civil y, de alguna forma, salvar o rescatar ciertos elementos de lo que es ese pulmón económico industrial. Me interesaba el tipo de personaje apátrida, que no es siervo de ningún estado, que no representa ninguna bandera. Es como un mercenario. Y, sobre todo, que es huérfano de un estado que ya no reconoce a sus propios hijos. Eso surgió hace mucho tiempo, como también esa obsesión por la idiosincrasia americana en un país realmente mestizo y por la realidad fronteriza que representa este tipo de contexto. Fue una semilla donde no había imágenes, ni realidades, ni posibilidad de cine, pero que de forma fortuita se empezó a materializar.
Yo estaba viviendo en la costa entre Colombia y Venezuela, donde se empezó a gestar la crisis migratoria a partir de 2016. Por un viaje casual a la zona de la Guajira entro en contacto con una serie de personas que trafican con gasolina, que es algo muy común, pero que se estaba haciendo en un momento en el que existe un bloqueo marítimo, así que eran agentes geopolíticos que estaban transgrediendo una guerra económica de una forma pirata, dentro de ese tipo de dimensión que yo estaba buscando. A partir de ahí la película se fue construyendo como un puzle.
Defines a este conjunto de personas que encuentras en tu camino como una estirpe. ¿Fue algo que descubriste mientras rodabas, o apareció en el proceso de montaje como una herramienta narrativa?
En el momento de escritura. Es una figura teórica con la que intento encontrar un significado frente a algo que me es imposible entender. No es que sea una estirpe como tal, no es una militancia política donde todos están bajo un lema, pero sí que es una forma de movimiento, una forma de habitar el espacio y, sobre todo, de hacer suyo ese purgatorio, esa frontera, a través de un movimiento. Es cinética, no es una ideología. Obviamente, yo estoy forzando para crear una coherencia narrativa, que no es una coherencia prosaica, sino lírica, para conseguir crear un engranaje con otras imágenes que se relacionen con las suyas, sin la necesidad de meterlos en ese rol de personaje prosaico o dramático, con el cual el espectador promedio occidental consigue relacionarse, identificarse. Quise borrar cualquier posibilidad de identificación, porque es una película de paisaje donde el cuerpo es también un paisaje. De ahí viene un poco crear esos vínculos líricos.
Leí que conviviste durante tres meses con los contrabandistas de gasolina a los que retratas, y que llegaste a ejercer como tal.
No es para nada espectacular ni valioso, de hecho me parece algo bastante banal. Es lo mismo que vivir en un pueblo en Galicia. Es diferente a vivir en una ciudad, eso sí, pero es muy similar a la idiosincrasia de pueblo… Lo que es irte a tomar una caña o un Ribeiro, en vez de hacerlo en el bar, me iba al patio. Me fui allí también por cierto hastío con la monotonía de la ciudad y por una serie de consecuencias derivadas de hacerme padrino de un niño que vive en esta zona. A partir de ahí se me abrieron las puertas a este mundo donde yo en un principio no tenía un interés real. Uribia, este pueblo, es feo, no tiene nada que ver, no es turístico, la gente pasa por allí solo para echar gasolina, es cero espectacular. Empecé a pensar que había una posibilidad de hacer algo.
Yo había escrito una película imposible de hacer, porque una vez llegas allí tienes que adaptarte al ambiente, a una suerte de temporalidad donde no tienes control de nada, entonces lo que hice fue encontrar el papel que se me imponía a mí dentro de todo esto. Empecé a entender cómo el tiempo pasaba dentro de cada espacio. No quería crear líneas narrativas en plan Gianfranco Rosi, en las que coges al niño más guapo del pueblo y vas a su casa, conoces a su madre y filmas con él… Quería crear una película territorial más que de personajes. Y el contrabando surgió igual que ir a pelar patatas. Mi rol se transformó en uno muy específico y ahí se justificó que yo pudiese sacar una imagen. Mi única labor era la de especulador. Yo lo que les decía era esto: “Ojo, porque esto se va a acabar, hay un bloqueo marítimo colosal y los petroleros de Venezuela no pueden exportar ni refinar nada. Guardad barriles, que se os va a acabar el chollo”. Cuando la cámara entra en juego ahí todo cambia. La cámara es una máquina que crispa y se volvió más difícil. Hubo que grabar muy rápido, pero dedicar mucho tiempo a la planificación.
¿Cuál es tu actitud como director al filmar áreas marginales y precarias? ¿Hay algún momento en el que sientes que no debes estar allí?
Sí, y eso siempre pasa. Ya el hecho de vivir en Colombia no solo como extranjero, también como extraño, te convierte en un agente que tiene una carga, más que colonial, de privilegio. Es algo que siempre te cuestionas, pero por eso también desarrollas una ética de la imagen. Estoy convencido de que todos tenemos derecho a filmar lo que nos ganamos. Una persona judía de Brooklyn puede grabar una tribu en Ruanda, pero tiene que tener claro que son diferentes puntos de vista. A mí me cuesta mucho darle a REC o sacar una foto. Tienes que preocuparte mucho de no llevar a cabo ciertas fórmulas de reducción y de domesticación, y no reducir un sujeto, en mi opinión, a una suerte de personaje, en el que la identificación se vuelve lo primario para crear una posible narración. Intenté evitarlo a toda costa. Son contextos muy heavies, a los que podría ir la CNN o la BBC y hacer un documental para que el público diga: “Qué radical es esta gente, qué dura es…”. Para definir esto, sobre todo a cineastas como Luis Ospina y Carlos Mayolo, en Colombia se usa mucho la palabra ‘porno-miseria’, los vampiros de la pobreza, del espectáculo y de lo exótico. ¿Cómo evitas el exotismo? A través de destrozarte a ti mismo. Tienes que desmaterializarte, deconstruirte. Yo lo que hago al principio es un trabajo de campo muy grande, escribo un guion en términos potenciales y después desarrollo mapas satélite. Cuando llegas allí se descomponen por completo, porque no es lo mismo el paso del tiempo para mí que para el lugar, entonces vas encontrando cuál es tu papel, cuál es tu lugar y, sobre todo, qué te puedes permitir, y tienes que adaptarte a eso. No es un límite pacífico, todo acaba explotando. Nunca dices “Oh, he conseguido compenetrarme…”. Siempre es una dialéctica en la que nadie tiene el control, un tira y afloja constante. Es violento en cierta forma. Lo bonito es cuando no sientes que estás reduciendo todo eso a una realidad caprichosa. En esa zona también se filmó Pájaros de verano (2018) de Ciro Guerra y Cristina Gallego. Fueron con un talonario enorme y así claro que compras a todo el mundo. El problema ahí es que nunca sientes la fragilidad de tu posición frente a eso, y justamente creo que es lo más importante.
Siento que durante toda la película hay una preocupación por retratar no solo a las personas que rodean estas zonas de tránsito, sino también a los propios medios de transporte, y que estos funcionan como un elemento de cohesión entre los distintos lugares que visitas. ¿Sabías antes del rodaje que Un cielo tan turbio iba a ser una road movie?
Para nada. El primer rodaje fue en noviembre de 2018 en la frontera entre Brasil y Venezuela. No teníamos recursos, solo cámara y trípode. La realidad fue que volamos desde Bogotá hasta Leticia, en el Amazonas. Cruzamos la frontera hasta Tabatinga, allí cogimos un avión de hélice hasta Manaos. De Manaos volamos hasta Boa Vista, y de allí cinco horas en coche hasta el norte en Pacaraima. Un viaje absolutamente demencial con el director de fotografía, cargando con el material. Queríamos filmar bien, pero no teníamos presupuesto para discos duros, así que teníamos que crear un dogma de filmación que nos permitiera filmar con plástica, en 4K, pero al mismo tiempo con los recursos que teníamos. Llegamos exhaustos. Quisimos ir a la frontera más aislada, no a Cúcuta, porque esa es la típica imagen utópica que no tiene ninguna gracia. En Pacaraima habían ocurrido ataques xenófobos y nosotros sabíamos que la situación podía estar agitada. Un poco con actitud de reporteros. Llegamos y no había nada. Parecía la carretera entre Foz y Burela. Solo pudimos filmar el atardecer y lo sentimos como un fracaso total. Ahí es donde surgió el primer rodaje y descubrimos qué podíamos hacer. Empezamos a filmar y a cuadrar bien el tipo de planos que buscábamos. Queríamos intentar filmar la sensación de un espacio, más que la realidad de ese espacio. Esa sensación se empezó a incrementar y empezamos a filmar sin ruido digital a 400 ISO para conseguir unos negros muy profundos y que los cuerpos parecieran sombras. Empezamos a inventar una realidad que no existía, en un espacio radicalmente banal. Luego ocurrió que no era para nada banal. Empezamos a conocer gente en la carretera y a proponerles escenas. A los mariachis los conocí mientras cantaban en un rodizio y les dije: “Vamos a armar esta escena”, que al principio era una cosa más loca que al final no se pudo hacer. Cambiamos la escena y les propusimos canciones. Yo les decía que me gusta una de Juan Gabriel y empezaron a practicarla. Después nos pusimos allí en la carretera.
En Nocturno (2017) también haces un retrato etnográfico, aunque en esa ocasión centrado en una sola profesión: el marinero. En Un cielo tan turbio registras diferentes colectivos de trabajadores que habitan en un mismo entorno. Da la impresión de que no tenías del todo claro qué te ibas a encontrar a los lados de esa carretera. ¿Cómo crees que te ha ayudado o influido realizar la primera película de cara a la segunda?
Son muy diferentes en términos de ejecución. Mauricio [Reyes Serrano] y yo filmamos siempre de una forma similar, sobre todo en cómo utilizamos el tiempo. Esperamos todo el día, mirando, planeando, y cuando baja la luz empezamos a filmar. No es una cuestión solamente estética, sino también para intentar neutralizar el paso del tiempo. En Nocturno, la realización fue mucho más contenida por los espacios cerrados, e intentamos experimentar de una forma muy adolescente, porque a veces también es bueno hacer cosas de esa manera. Hay mucha gente que tiende al obramaestrismo, a lo tarkovskiano, bressoniano, lo pedrocostiano, sin haber experimentado antes con el mal gusto. En Nocturno me gustó mucho experimentar con eso en, por ejemplo, las escenas del hotel. Fue un buen aprendizaje para saber a qué límites puedes llegar, cómo empujar y sobre todo cómo relacionarte con las incandescencias que habitan la pantalla. En Un cielo tan turbio quería hacer una película paisajística en la que, una vez estás dentro de las personas, la cámara se abre tanto que incluso las pieles se vuelven una suerte de paisaje humano; más que un retrato personal, una forma de expandirlos y estirarlos hasta que se transforman en paisajes tan complejos como los que filma el teleobjetivo. Son películas que ejecuté de forma muy diferente, porque en Nocturno fueron 5 días de rodaje. En Un cielo tan turbio el rodaje requería dos años de preparación, aunque se rodase también en 5 días. Es una película que se fue hilando de forma muy diferente.
A través de la imagen, observamos las consecuencias de la situación convulsa que atraviesa Venezuela, pero tengo la impresión de que es justamente en el sonido, sobre todo, donde accedemos al contexto político de una forma más explícita, e incluso el propio Maduro está presente a través de una voz en off que parece provenir de la radio del coche.
Este recurso aparece cuando fui la primera vez a Maracaibo a investigar. Empecé a coleccionar durante dos años un montón de archivo de radio, tanto del gobierno como de la oposición, y empecé a entender que era como una obra de teatro entre dos personajes o perspectivas enfrentadas, como una batalla de gallos. La idea era crear una radio esquizofrénica que empezase a solapar los diferentes discursos, uno con otro, hasta volverse un solo cuerpo. Las personas que habitan este contexto están atrapadas en el medio, son el ruido que existe entre voz y voz. Era una forma de crear una contextualización política y temporal y a la vez de deshacerla y de deshacer también el tiempo, en donde estas señales de radio vienen de una distancia sumida en una crisis dialéctica a la que las personas que habitan la película no se suscriben; habitan afectadas por ello pero ajenas a la particularidad del discurso.
¿Es intencionada la concatenación de esa escena en la que un padre viaja en el coche con su bebé, el cual no para de llorar, con el monólogo subacuático final, en el que el orador se describe a sí mismo como un huérfano?
Sí, claro que sí. El coche hila de una forma vulgarmente lírica: un hombre y un bebé que llora por la incomodidad de estar en un vehículo que transita por este tipo de paisaje. La voz en off es obviamente del huérfano, posiblemente del bebé, o que el bebé pueda leerse como este cuerpo huérfano que de cierta forma transita siendo golpeado, no solo por la radio, sino también por la indiferencia de ese conductor que lleva un auto transitando por este paisaje.
A mí me pareció una forma interesante de hablar del futuro de ese bebé en relación con el contexto venezolano. Lo entendí como una especie de profecía.
Sí, algo así… Los dos primeros versos de la voz en off pertenecen a un poema de Cernuda (Elegía Española I, Las Nubes), que escribió en Valencia cuando comenzó la Guerra Civil y tuvo que exiliarse a Inglaterra. Para mí está relacionado. Una voz que clama a un progenitor, tanto madre como padre, que ya no lo escucha, que ya no lo reconoce porque ahora lo ve como una sombra. Me interesaba buscar un nuevo equilibrio, forma, patria, que no necesita himno, bandera, ni definición política, sino que exista a través de un movimiento, cinematográfico casi.
La película me recuerda en varios puntos al cine de Aleksandr Sokurov. ¿Cuáles son tus referentes?
Hay muchos referentes que me ayudaron a preparar la energía para la película, sobre todo Sokurov. Él, antes de hacer la Trilogía del Poder (1999 – 2004), hizo Voces espirituales (1995), sobre la guerra de Afganistán. Fue una referencia más bien en relación a una energía con la que filmar, una ética de la filmación, que me interesa mucho más que Pedro Costa o Straub. El Sokurov antiguo es el que más me interesa de lejos. Me pasé varios años buscando sus ópticas, que son muy específicas. Una es la Kinoptic 9.8mm y la otra es la Kinoptic 300mm; la primera es la óptica exacta con la que se filmó Soy Cuba (1964) de Mikhail Kalatozov. Estaba obsesionado con esa óptica porque son angulares que están hechos de una forma completamente diferente a como están hechas las lentes de ahora. Capturan las deformaciones de luz de una forma muy específica. Soy Cuba trata sobre el mito del origen de un estado. Yo quería hacer lo opuesto, un anti-Soy Cuba, donde esa voz patriótica es una voz huérfana. Cuando conseguí las ópticas, Soy Cuba se convirtió en una obsesión bastante grande.
Y para terminar la entrevista: ¿Tienes algún nuevo proyecto entre manos?
Suelo hablar de forma muy críptica sobre mis nuevos proyectos, pero no soy Christopher Nolan, así que el secretismo me parece estúpido. Estoy escribiendo mi primera ficción. Después de un tiempo haciendo cositas, con autoestima, me siento preparado para dirigir la primera ficción que realmente siento que estoy feliz escribiendo y que tiene una justificación. De nuevo va a ser muy vulgar, como una mezcla de Professione: Reporter de Antonioni y Apocalypse Now.