ANDRZEJ WAJDA. LA GRAN POLONESA

No parece existir en el cine contemporáneo un director cuyas raíces culturales procedan tan claramente del siglo XIX como en el caso de este ‘romántico violento’, como ha querido definirse el propio Andrzej Wajda. Toda su obra expresa un nacionalismo exacerbado que, en una primera etapa, se presenta bajo la forma del romanticismo. Sus películas emergen así del subconsciente colectivo de un pueblo, el polaco, cuya historia ha sido una invitación constante a la rebelión y a la lucha por la independencia.

Los movimientos nacionalistas que se desarrollaron durante la segunda mitad del siglo XIX en Europa provocaron también nuevas olas de grandes talentos en las artes que se agruparon en escuelas de fuerte sentido patriótico. El folclore nacional alcanzó entonces carta de nobleza, y el ideal romántico se identificó con la noción de independencia. Polonia no se abstuvo de una cosa ni de la otra: su espíritu nacionalista se arrastra con fuerza hasta nuestros días, y todo artista polaco que haya trascendido márgenes temporales e incluso ideologías ha portado siempre una carga emocional bajo el signo del más intenso patriotismo, comenzando por el compositor Fryderyk Franciszek Chopin. Dentro de esta tradición, Wajda considera que las luchas sociales son el nivel más sofisticado de la acción, el entramado sobre el que se asientan éstas o cualquier otra actividad humana. Para él, todo es un nacionalismo romántico desarrollado dramáticamente, lleno de grandeza en sus mejores momentos, en el que se halla la razón final de la lucha. Pero ojo, escribo estas palabras sobre Wajda en particular, y no sobre otros cineastas polacos como Andrzej Munk, Jerzy Kawalerowicz, Wojciech Has, Jerzy Skolimowski… o Roman Polanski, nuestro crápula favorito, quien siempre ha manifestado un gran respeto por la obra de su antiguo maestro.

La frustración de los resistentes

Autor de ardientes ‘polonesas’, Andrzej Wajda no se circunscribe únicamente a una visión anclada en el pasado, aunque su raíz decimonónica sirva de arranque para este análisis. Sus primeras películas, por ejemplo, se ven marcadas por una nota existencial propia de la cultura de posguerra. La Segunda Guerra Mundial funciona, en este contexto, como un armazón político perfecto para su cine, puesto que por una parte le sirve para lanzar un discurso lleno de pasión acerca del espíritu independiente de su país tras la invasión alemana, mientras que por otra le permite hablar de sus generaciones más jóvenes. Quizás por este motivo su primer largometraje se tituló, precisamente, Pokolenie (Andrzej Wajda, 1955), es decir, ‘Generación’.

Popiól i diament (Andrzej Wajda, 1958)

Ningún otro director europeo se ha centrado tanto como él en retratar a las generaciones del relevo machacadas por la guerra, despistadas en un mundo que cerrará amargamente las puertas a aquella esperanza tan intensamente vivida por las distintas resistencias. Este tema, la frustración de los resistentes, es un problema que no se ha resuelto en Europa desde el final de aquella monstruosa contienda: mientras que algunos veían como el modelo de sociedad por el que habían peleado se desvanecía, otros se repartían el control de cancillerías y zonas de influencia, cuando no lisa y llanamente esos mismos territorios. En el caso de Wajda, los resistentes reencuentran en la guerra el viejo espíritu de libertad, aletargado pero nunca perdido: los más jóvenes presentan un aspecto externo y un comportamiento cercano al de James Dean, pero sus ideales y su ética de actuación eran bien distintos. Así, los protagonistas de Kanal (Andrzej Wajda, 1957), pero sobre todo los de su obra maestra Popiól i diament (Andrzej Wajda, 1958), acaban luchando en el vacío una vez terminada la guerra, cuando se dan cuenta ya sin remedio de que sus acciones responden a objetivos cruzados. La nueva Polonia, con una reforma social en marcha de carácter prometedor, no entusiasma a estos desclasados, incapaces de readaptarse a un orden social que no parece tener en cuenta los sentimientos de estos poetas de la metralleta y la polonesa.

En aquella primera etapa, Wajda recurría habitualmente a un lenguaje barroco de construcción complicada, que no obstante solía producir resultados intensos y emotivos: utilizando toda clase de símbolos, entre los que destacan los de carácter cristiano, estas películas transmiten una tensión que no está en relación directa con la variedad y características de los acontecimientos. Este paroxismo, fruto de una fuerza interior mal contenida y siempre a punto de desbordarse, se manifiesta a lo largo de su obra, ya sea en escenas de amor o de violencia, dando forma a un expresionismo tardío en el que los juegos de luces y sombras alcanzan resonancias premonitoriamente trágicas.

Un Cine Nacionalista

A partir de la década de los años sesenta, Wajda se concentra en el análisis de los males de su patria desde la perspectiva del siglo pasado. Sus costosas superproducciones, como la extraordinaria Popioly (Andrzej Wajda, 1965), un título ambientado en la Guerra de la Independencia española, expresan su temperamento romántico a través del colosalismo: en estas películas, Wajda reconstruye atmósferas, retuerce el tiempo y sitúa lo onírico en un primer plano, siempre en busca de los sueños frustrados de su pueblo en un pasado imposible. No obstante, el análisis de las convulsiones sociales carece de poder de convicción e incluso desaparece en la confrontación con el ideal nacionalista, sin que se pueda decir que haya algún vínculo entre ellos. Ziemia obiecana (Andrzej Wajda, 1975), una obra desigual y fracasada en muchos aspectos, ilustra bien los límites de este enfoque: mientras que el fervor que inspira la causa patriótica -profundamente interclasista, según la óptica del cineasta- da lugar a un análisis lúcido y coherente, la segunda lectura del film, un análisis del crecimiento capitalista al amparo de la revolución industrial con la consiguiente explotación (pequeños campesinos arruinados y desplazados a las fábricas), no alcanza en cambio cotas de claridad y significación salvo en lo que se refiere a la pervivencia y el desarrollo de la causa nacionalista.

Ziemia obiecana (Andrzej Wajda, 1975)

Wajda ha conjugado el estilo barroco procedente del expresionismo, común a tantos directores europeos, con las novedades de planificación, rodaje y montaje impuestas en la Europa de posguerra. El cineasta llegó incluso a colaborar con la nouvelle vague en un episodio de la película colectiva L’amour à vingt ans (Shintarô Ishihara, Marcel Ophüls, Renzo Rossellini, François Truffaut, Andrzej Wajda, 1962), para el que adquirió tics franceses como la ligereza de la cámara, el rodaje en planos largos o la búsqueda de un tempo musical, que dieron como resultado una simbiosis afortunada con su anterior escenografía del claroscuro. Su estilo barroco encontró un buen campo de actuación en esta libertad de movimientos, de manera que sus siguientes películas se fueron haciendo cada vez más fluidas al tiempo que perdían en majestuosidad: Wajda enloquece con la cámara, y a veces se deja llevar por una facilidad que se puede confundir con la chapucería.

Sus travellings recorren así la Polonia del XIX en gestas heroicas o decadentes novelas de gran belleza, como ocurre en Brzenina (Andrzej Wajda, 1970) o Panny z Wilka (Andrzej Wajda, 1979). De vez en cuando, el director polaco también se complace en la hermosura de los mundos perdidos -las mansiones y soirées de Lotna (Andrzej Wajda, 1959), Ziemia obiecana o Pan Tadeusz (Andrzej Wajda, 1999)- y en determinadas ocasiones su cámara trata de ser invisible y penetrar en el espíritu de los campesinos, como en la enloquecedora fiesta de la excepcional Wesele (Andrzej Wajda, 1972). Intermitentemente, Wajda siente a veces un ramalazo intelectual y trata de hablar de la contemporaneidad desde niveles distintos del resto de su obra, tanto en lo político como en lo estilístico, y es entonces cuando surgen fiascos tan ajenos a su mundo como Polowanie na muchty (Andrzej Wajda, 1969), Smuga cienia (Andrzej Wajda, 1976), Danton (Andrzej Wajda, 1982) o Les possedés (Andrzej Wajda, 1988) (1). Tras estas fugas, el cineasta vuelve sus ojos a los tiempos del nacimiento de las azucareras y se sumerge otra vez, de la mano de una juventud eterna casi siempre protagonista, y desde unos colores tan patéticos como imposibles, en el recuerdo de una época de su país (el lírico caballo blanco llamado Polonia) llena de dolor y esperanza. Estos nuevos capítulos jamás se cierran, sino que se suspenden en el aire, en alguna atmósfera brumosa que cubrirá, bajo un interrogante histórico nunca despejado, a sus tiernos muchachos. De estos episodios, su creador dirá que no sólo son verdad los acontecimientos en los que se ven envueltos los protagonistas, sino también sus propios sueños.

Pasado y Presente

Los grandes frescos históricos y las elegías del pasado darán paso a la rabiosa crónica del presente en los años inmediatamente anteriores y posteriores a la fundación de Solidarność. Wajda, siendo consecuente consigo mismo, se convierte en el cronista oficioso del sindicato católico y anticomunista que lideró Lech Walesa durante los años ochenta, afirmando de nuevo y de manera tajante su nacionalismo con una serie de películas urgentes que proporcionan una imagen no precisamente cordial de la Polonia socialista. Gracias a ellas su fama llegó a lo más alto, hasta el punto de que Czlowiek z zelaza (Andrzej Wajda, 1981) ganó la Palma de Oro en Cannes y fue nominada al óscar a la mejor película en lengua extranjera, la tercera nominación de las cuatro que este cineasta ha recibido hasta la fecha. Sería injusto no reconocer que obras como Czlowiek z marmaru (Andrzej Wajda, 1977), Biez zniezculenia (Andrzej Wajda, 1978) o Dyrigent (Andrzej Wajda, 1980) son tan fundamentales, y tan radicalmente opuestas, como la mismísima Popiól i diament, aunque las habite un histerismo molesto que se sitúa en las antípodas del esplendor visual de su obra cumbre.

Katyn (Andrzej Wajda, 2007)

Finalmente, el declive, la vejez y la estética televisiva amenazaron con desterrar a Wajda de la memoria cinéfila, pero el éxito de Katyn (Andrzej Wajda, 2007) lo rescató del olvido a los ochenta años de edad. Sus veinte minutos finales mostraban con escalofriante realismo cómo 22.000 oficiales polacos fueron ejecutados por el ejército soviético en 1940, cuando el eje Berlín-Moscú-Tokyo todavía estaba vigente. Esa sucesión de disparos en la nuca constituyen una larga y extraordinaria secuencia destinada a fijarse para siempre en las emociones y las retinas de los pobladores de la actual Polonia, y no sólo en ellos: yo mismo confieso haber salido del cine absolutamente conmocionado.

No obstante, a pesar de ese final estremecedor, Katyn no dejaba de ser, por desgracia, una película acartonada en el resto de su metraje. Quizás por eso sorprenda que Wajda volviese en Tatarak (Andrzej Wajda, 2009) al viejo tema de Wszystko na sprzedaz (Andrzej Wajda, 1969), una película en la que homenajeaba a Zbgniew Cybulski, el magnífico protagonista de Popiól i diament, fallecido prematuramente dos años antes en un accidente ferroviario. Tatarak está compuesta por dos episodios que se complementan: en uno vemos al propio Wajda y su equipo filmando un tema de 1950, y en el otro a su actriz fetiche, Krystyna Janda, recitando un monólogo sobre su marido ya fallecido. Esta penúltima película funciona mejor que Wszystko na sprzedaz, pero aún así no ha llegado a estrenarse comercialmente en las pantallas españolas (aunque si en las filmotecas). ¿Y ahora, qué más nos puede ofrecer Andrzej Wajda a sus actuales 87 años? Pues un biopic del líder de Solidarność, Walesa (Andrzej Wajda, 2013), una empresa que quizás, aventurando juicios futuros, pueda resultar algo fuera de tiempo y lugar.

(1) Smuga cienia y Les possedés se basan en las respectivas y extraordinarias novelas de Joseph Conrad (que era también polaco, aunque escribiese en inglés) y Fíodor Dostoievski.

Comments are closed.