ARRIVAL, de Denis Villeneuve

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Tras docenas de blockbusters protagonizados por policías, abogados o médicos, profesiones en teoría mucho más cinemáticas, llega la rara ocasión en que el colectivo que capitanea uno de los filmes de la temporada hollywoodiense es el de traductores y filológos. Más allá de lo mucho que se ha viralizado en el Galitwitter la secuencia del origen del portugués, a priori cualquier espectador con mínimas nociones de lingüística disfrutará con una película cuya premisa mezcla la hipótesis de Sapir-Whorf con extraterrestres. Y los profanos tabimén: Amy Adams (a estas alturas no vamos a descubrirle a nadie el talento contenido de esta actriz) le da mil vueltas a Noam Chomsky haciendo que la gramática generativa parezca sexy.

Que una cinta cuyo principal nudo narrativo sea el aprendizaje de un idioma alienígena resulte interesante para la audiencia tiene mucho que ver con la espectacular puesta en escena de Denis Villeneuve, apoyada en un vistoso diseño de producción (la secuencia de la entrada en la nave es hipnótica) y con una atinada solución visual para la lengua de los invasores heptápodos: esos pictogramas circulares que dibujan como calamares con tinta nebulosa logran transmitir esa inabarcable noción de exótica gramática interplanetaria.

El realizador canadiense ha ido construyendo su carreira más reciente de artesano industrial escogiendo muy bien qué referentes homenagear (o imitar) en sus versiones de modelos fílmicos coma el thriller soderberghiano (Sicario, 2015) o el policíaco fincheresco (Prisoners, 2013), y en este caso se fija en cumbres de la ciencia ficción de hace décadas, de lo evidente (esos ovnis monolíticos tienen una clara inspiración kubrickiana) a lo sutil (se intuyen influencias de Spielberg y de la escuela soviética). En un panorama coma el actual en el que la sci-fi suele infrautilizarse como telón de fondo para filmes de acción sin más ínfulas que una pirotecnia aparatosa, que un produto comercial recupere las posibilidades especulativas del género e intente abordar cuestiones ontológicas hace que automáticamente destaque sobre la media. Tal fue el caso de Interstellar (Christopher Nolan, 2015) el ejercicio pasado.

Una pena que el guionista Eric Heisserer no pueda llevar esta interesante propuesta hasta sus últimas consecuencias hasta el tercer acto del filme, en el que la asimilación del idioma extraterrestre le permite a la tradutora acceder a una nueva, post-humana dimensión fractal de la realidad, propiciando un giro que permite la reinterpretación no linear del argumento y del montaje. En este tercio hay ecos del Terrence Malick iluminado de The Tree of Life (2011), aunque domesticado para el público de multicine: un camino poco frecuentado que habría que transitar más. También es un fastidio que para poder llegar a esta apoteosis haya que aguantar una trillada subtrama militarista de choque de potencias propia de ña serie B con amenaza amarilla incluida (un peaje que habría que pagar en la fase de desarrollo del proyecto y que empaña un poco el saldo). Por lo menos deja un mensaje pacifista a prol del diálogo internacional (“la comunicación es la madre del entendimiento” debería ser la frase promocional) que, tal y como está la cosa política, nunca sobra.

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