AUTORÍA DE GÉNERO, COSECHA 2010-2011

Es habitual en las conversaciones cinéfilas escuchar que la dicotomía entre cine de autor y de género está superada. Cuanto mayor es la necesidad de evidenciar algo, menos cierto suele ser.

El posmodernismo nos trajo ejercicios referenciales y metafílmicos que acabaron por convertir el propio ensayo sobre el género en una huella autoral. Los Coen o Quentin Tarantino son buena muestra de esto.

Por el contrario, Hollywood sigue jugando sobre seguro, y parece que no quiere traicionar estas categorías, tan vendibles como cualquier otra marca bien asentada en el mercado. No quiere decir esto que de vez en cuando no salga un Martin Scorsese o un David Fincher que aproveche el sistema para colar sus mensajes, para imprimir una huella única en cada cinta. Nos referimos habitualmente a ellos como la tercera vía.

En realidad, estas dos vertientes llegan a un punto intermedio desde distintos orígenes. Los primeros son autores que se meten a jugar con el género. Los segundos son ‘filmmakers’, en el sentido más industrial de la palabra, que hacen algo más que ‘movies’. Y, en medio, se encuentran.

Sin embargo, temo que muchos vehementes defensores del cine de autor no salieran en la defensa de estos cineastas. A lo mejor, son sus colegas de profesión los que tienen que ir al rescate.

Desde el estreno el año pasado de Uncle Boonmee y de O Estranho Caso de Angélica, un buen número de películas se han apuntando a una tendencia que toma elementos del fantástico, de la ciencia-ficción o del thriller, pero de una forma más sutil que la del posmodernismo. No se trata de un ejercicio referencial y de acumulación, sino más bien de una refracción de las sombras del género en filmes de marcado corte autoral.

Los personajes de Sono, imbuidos en ambientes marginales, violentos y en situaciones surrealistas, recuerdan mucho al universo almodovariano.

Refracciones fantasmales

Quizás, la cineasta que mejor recoge el legado de Apichatpong Weerasethakul sea Naomi Kawase en Hanezu. Su historia, la de un triángulo amoroso sacado de una leyenda japonesa, es también de fantasmas, pero pisa fuerte en el mundo terrenal y desarrolla de nuevo algunas de las inquietudes presentes en buena parte de su filmografía.

La presencia del otro mundo se concentra en este caso, como en Uncle Boonmee se centraba en la corta aparición del mono, en una escena de resurrección de un muerto viviente con encuadres muy cerrados, que no dejan apreciar la identidad del personaje. Mediante equívocos temporales, el filme desarrolla en clave poética una tesis de eterno retorno alrededor de unas ruinas milenarias en Nara, cuna de la civilización japonesa.

Nación, tierra, pasión y maternidad, son algunos de los temas que vuelven a preocupar a la autora de Shara, que cuenta en la superficie un relato de amor a tres bandas sobre el impacto de los secretos en una relación íntima.

Podemos calificar Beast, de Christopher Boe, de una manera similar, aunque ésta digiera el thriller y el cine de vampiros de un modo más orgánico. Un hombre cornudo quiere beber la sangre de su esposa para sentirse en comunión con ella. Presintiendo que le engaña, la sigue como si de un detective privado se tratase. Esta es la premisa. Después, Boe hace lo que le da la gana, funcionando el filme como una suerte de drama intimista de suspense, en el que lo que importa es la deteriorada relación de la pareja.

Otros thrillers que abandonan esta condición cuando es preciso para hablar de las pasiones amorosas son Guilty of Romance, de Sion Sono; y La piel que habito, de Pedro Almodóvar. Curioso que coincidan en el tiempo dos cineastas que tienen mucho en común en cuanto a la representación de un personal esperpento se refiere. Los personajes de Sono, imbuidos en ambientes marginales, violentos y en situaciones surrealistas, recuerdan mucho al universo almodovariano.

Thriller, y muy alemán, es también Hanna, de Joe Wright. Con Wenders y Fassbinder de paleta y como música de fondo, el director parece olvidarse de los motivos iniciales de una niña asesina, para acabar contando una poética historia de adolescente en la búsqueda de su propia identidad, de descubrimiento del cuerpo y del mundo.

Y en las Antípodas de este cine de autor, haciendo de la temática apocalíptica su punto de anclaje, encontramos Melancholia, de Lars von Trier; y 4:44 Last Day On Earth, de Abel Ferrara. La colisión de un astro con la Tierra o la desaparición de la atmósfera son solo excusas para desarrollar la concepción de la humanidad de sus autores.

Pudiendo interpretarse como la versión nihilista de The Tree of Life, Trier hunde discursivamente en Melancholia al agnosticismo, personificándolo en una hermana débil y dubitativa, interpretada por Charlotte Gainsbourg; mientras que Kirsten Dunst, fiel seguidora del Nietzsche más radical, muestra otra decisión y magnetismo. Lo que no funciona en el filme es precisamente esa falta de equilibrio.

Por su parte, Ferrara, de vuelta de todo, arremete contra los falsos ídolos de la sociedad moderna, en los que no encuentra respuesta, para refugiarse en las imágenes de nuestra civilización; el único legado para él, junto con el arte, que dejará la humanidad cuando desaparezca.

'Bellflower' es una sana terapia posmoderna contra el mal de amores.

Mezclar y agitar

En los terrenos subterráneos del género, quedan después esas propuestas más próximas al juego posmoderno de las referencias, pero con un pie en la autoría. Este lugar intermedio tiene su mejor ejemplo este año en Bellflower, de Evan Glodell. Propuesta extrema de un debutante que habrá que seguir con atención, toma la buddy-movie y el cine más trash de los 70, y lo cruza con la comedia romántica indie y Vanishing Point. Añádasele un poco de American Psycho a la coctelera y listo para servir. En realidad, detrás de este popurrí, Bellflower no es más con una sana terapia contra el mal de amores. ¿Quién no tiene días en los que se despierta con la idea de construir un lanzallamas para quemar a su chica? En sentido figurado, claro, ¡no me vayan a detener por apología de la violencia de género por culpa de este artículo!

Se comentaba mucho en la pasada edición de Sitges, donde se presentó este filme, que es una película para hombres menores de 35 años. Será verdad, porque ganó el premio del Jurado Joven, galardón que recayó el año pasado en Rubber, de Quentin Dupieux, con la que comparte ciertas similitudes.

Entramos aquí ya en el terreno del ensayo metafílmico en forma de ficción. Ejercicio de estilo próximo a Duel (Steven Spielberg, 1971), Rubber prueba que se puede mantener la tensión durante 80 minutos con algo tan simple y ridículo como un neumático que se dedicar a hacer explotar cabezas. La anécdota sirve, al fin y al cabo, para hablar de un concepto del cine. En el filme, unos espectadores observan el espectáculo con unos prismáticos, mientras son envenenados por el regidor de este macabro circo. Ataque a la industria y reivindicación de la esencia cinematográfica, en un ejercicio paródico, divertidísimo y con mucha clase.

Que el cine negro no pasa de moda lo prueban cuatro filmes que poco tienen que ver entre ellos, salvo por hacer un análisis deconstructivo del género. The Invader, de Nicolas Provost, logra fundir con éxito el cine social y el de mafiosos a través de la historia de un inmigrante sin papeles, extorsionado por la organización que lo trajo al país. En este punto, podríamos encontrar un nexo con The Yellow Sea, de Na Hong-jin, aunque éste pertenezca claramente a la tercera vía antes comentada.

Pero volviendo a estas cuatro pruebas de buen cine negro, la que juega un papel más importante a nivel metafílmico es Road to Nowhere, de Monte Hellman. Ficción de un rodaje sobre una filmación, contada en flashback desde un reportaje; el filme acaba jugando con hasta cuatro niveles de narración. El juego del cine dentro del cine se multiplica de tal forma que el espectador acaba siendo incapaz de distinguir realidad de ficción con total seguridad. Que todo comience con la entrevista de una periodista y termine así, da un poco de miedo.

La tailandesa P-047, de Kongdej Jaturanrasamee, funciona de una manera similar, solo que a través de la historia de unos peculiares ladrones de viviendas. Francis Ford Coppola hace algo semejante con el cine y la literatura fantásticas, concretamente de terror, en Twixt. Su problema es que no logra quitar a tiempo el pie del acelerador paródico, estampándose a alta velocidad contra el muro de la ridiculez.

Es lo mismo que le ocurre a William Friedkin en Killer Joe, con la que ya no le deben quedar roscas de las que pasarse.

'X-Men: First Class' es una peli de espías con mucho ritmo, flema británica y dos actores protagonistas impagables.

Tercera vía comic-book

Y, en un cine que podríamos insertar tanto en esa tercera vía como aquí, cobran una relevante posición las adaptaciones de tebeos. Marvel se ha puesto por fin las pilas en 2011, y ha entregado dos filmes que van más allá de la corrección. X-Men: First Class, de Matthew Vaughn; y Captain America: The First Avenger, de Joe Johnston, son dos gratas sorpresas.

La primera es una suerte de relectura de los primeros filmes de James Bond, además de un ensayo a conciencia sobre las múltiples interpretaciones sociológicas de los dos personajes principales. Volviendo a los orígenes, a los 60, en plena lucha de clases y conquista de los derechos civiles; se puede leer en Magneto, el mutante vengador, y el Profesor X, con una postura pacifista hacia los homo sapiens; una metáfora de Malcolm X y Martin Luther King.

Traer a los soviéticos de vuelta es otro acierto, ya que permite hacer una lectura de la política internacional actual, al introducir la necesidad de un tercer enemigo común en un nuevo contexto. Para Occidente, siempre habrá un Eje del Mal. Nos hace falta.

Independientemente de estas lecturas, habrá quien disfrute del filme por tratarse de una peli de espías con mucho ritmo, flema británica y dos actores protagonistas impagables, James McAvoy y Michael Fassbender, que con Shame, A Dangerous Method, Haywire y Jane Eyre circulando por ahí, es sin duda el actor del año.

Ritmo trepidante tiene también Captain America. En lo visual y en su espíritu, es una reivindicación de los filmes de aventuras despreocupados del período de entre-guerras. Los efectos digitales resultan una oda pop a la estética pin-up. Sin embargo, trata al personaje con la malicia suficiente como para no caer en el maniqueísmo. Retratado siempre desde el estereotipo y con una cierta distancia, la mejor secuencia del filme consiste en el Capitán intentando vender bonos del Estado a un grupo de soldados, subido a una ridícula tarima, y con un traje de goma-espuma bastante penoso. La propaganda pueril, para los idiotas y los menores de 7 años; parece querer comunicar Johnston a un país que, en otros tiempos, demostró un irracional alarde imperialista.

Por último, en Scott Pilgrim vs. the World, de Edgar Wright, lo meta llega a multireferencial, bebiendo directamente de la novela gráfica en la que se basa, de la música pop, de los videojuegos, del diseño gráfico, y de la comedia romántica. Ordenada narrativamente por fases que el protagonista debe superar para llegar a su amada, con enfrentamiento contra jefe final incluido, es también, al fin y al cabo, una personal terapia contra una ruptura sentimental.

En definitiva, con tanto multi y meta, autor y género, uno ya no sabe qué cóctel elegir. A lo mejor no es tan importante obsesionarse con las secciones de la carta, como degustar el combinado. El que nos toque, que los hay ricos de todos los sabores.

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