BANDERSNATCH: ESPECTADORES, NETFLIX OS HARÁ LIBRES

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Cambia las reglas. Toma los mandos. Hazlo a tu manera. Si el siglo XX fue el del eslogan “el cliente siempre tiene la razón”, en el XXI siempre tenemos el control, o al menos eso nos hacen creer. “Don’t just win the game – change it”, rezaba hace poco el anuncio de la consultora danesa KPMG. También la publicidad de The Legend of Zelda: Breath of the Wild prometía autonomía con su “siente la libertad”. Incluso la política, atrapada como está en la democracia sentimental, se mueve por sus “take back control” y similares (olvidando que la democracia, por definición, es un sistema que nunca satisface plenamente a nadie, pues busca consensos, puntos medios y éticas de mínimos… aunque eso es un jardín para otro texto). Mientras más visible se hace la red de interdependencias amplificada por la globalización y el big data, más punzante resulta el deseo de lo personalizado.

Las industrias culturales de hoy venden (no les queda otra) experiencias privadas. En este contexto, el capítulo interactivo de Black Mirror Bandersnatch revela una cara inquietante: menos hijo del videojuego y de las películas interactivas de los 80 y 90 y más producto de la suscripción, del mundo a la carta y del algoritmo que nos recomienda qué consumir. Algunos lo han acusado de ser un intento cínico de Netflix por vendernos como nuevo un formato que ya ha fracasado varias veces; aunque siendo justos, su guión establece explícitamente una genealogía (que empieza con el librojuego y sigue con las aventuras textuales) en la que se enmarca como heredero actual. Así, que ‘Bandersnatch’ use la metaficción (es una historia interactiva sobre historias interactivas) responde menos a una relación entre forma y fondo que a la promoción del propio formato.

Como ocurre con las sucesivas embestidas del 3D y de la realidad virtual, la tecnología se nos presenta como el siguiente paso en un linaje claro, un salto revolucionario dispuesto a sacudir la ficción y borrar formas antiguas. En 2011, James Cameron anunciaba que para 2016 todas las películas serían en 3D (spoiler: el cine estereoscópico está muerto, otra vez). Demasiado peso para los hombros de un único capítulo, así que aquí vamos a descargarle (al menos en parte) de esa exigencia y vamos a intentar ver qué hace y qué dice realmente ‘Bandersnatch’, tirando más de lectura cercana y menos de futurología, más de recorrer sus senderos que se bifurcan y menos de salir de él proclamando la muerte del cine pasivo.

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 Inglaterra, 1984. Un momento dominado por los microordenadores en el que convivían jóvenes creadores de videojuegos, como Matthew Smith o los gemelos Oliver, con una industria naciente, y en el que la crítica comenzaba a cobrar un papel relevante. Stefan Butler, un chico retraído y torturado por el trauma, lee el librojuego Bandersnatch, un tomo enorme escrito por un autor que perdió el juicio tras acabarlo, e intenta adaptarlo en forma de aventura textual para microordenadores. El desarrollo, en el que nosotros le guiaremos, le lleva a hundirse en una madriguera de conejo donde descubrirá que la misma realidad se ramifica y desdobla como la obra en la que trabaja. Este relato metaficcional y autorreflexivo emparenta con dos ideas cada vez más populares, la replay story y el multiverso.

El primer concepto fue teorizado por Janet Murray como una estructura interactiva en la que el mismo escenario se repite con variaciones significativas, a là Atrapado en el tiempo, Al filo del mañana, Corre, Lola, corre, The Sexy Brutale o la novela Life After Life. El segundo tiene exponentes históricos como las sagas del Campeón Eterno de Michael Moorcock o los mundos de cómic de Marvel y DC, y en la actualidad sirve de motor a series como Rick y Morty o Legion (tampoco olvidemos que Lost y Fringe pusieron estos mundos paralelos en sus centros, y que Hora de aventuras jugó a lo mismo). En Bandersnatch, los mismos acontecimientos se repiten, multiplican y confunden, haciendo del hipertexto un multiverso de repeticiones, pero ¿para qué?

Mediante este multiverso, el capítulo pretende armar un discurso, deudor de Philip K. Dick o Donnie Darko, sobre la (falta de) libertad y el carácter espumoso de la realidad, pero se pierde en divagaciones y guiños más propios de la autoconsciencia de Deadpool (un TV Tropes andante) que de Atrapado en el tiempo. Es, ante todo, una dispersión lisérgica en la que todas las ideas locas acaban cabiendo, como un borrador fruto de una lluvia de ideas cafre, un ejercicio de ingenio donde el norte importa menos que la sorpresa. No sólo vemos diferentes versiones del mismo mundo, sino que Stefan salta a mundos de ficción diferentes entre sí: en un final, todo es una conspiración, en otro existen los monstruos y en uno más la cuarta pared se derrumba. Toda posibilidad es verdad en Bandersnatch, que es casi como decir que nada importa.

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Bandersnatch como narración interactiva

 La última vez que la ficción interactiva prometió relevar al cine tradicional fue en 1995 con Mr. Payback: An Interactive Movie, un corto de 20 minutos que se vendía como “la primera película interactiva del mundo”. Poco importaba que tres años antes los cines Loews estrenasen I’m Your Man, con formato idéntico, o que la verdadera pionera fuese Kinoautomat: A Man and His House, mostrada en el pabellón checo de la Expo de Canadá de 1967. Al marketing sólo le interesa la historia si sirve para vender futuro, sin fracasos, experimentos e iteraciones.

Es injusto considerar a Bandersnatch como una simple demo técnica, pero para Netflix lo importante es exactamente eso, que técnica y tecnológicamente funciona, que demuestra que su plataforma puede darnos a elegir sobre la marcha (no es su primer intento, como ya se ha anotado hasta aburrir: antes llegaron pruebas con El gato con botas y Buddy Thunderstruck). Lo importante de Bandersnatch es que existe donde existe. Brooker ha apuntado en esa dirección al responder a las críticas: “And then there’s some people who think ‘oh, it’s too simple as a game’ or ‘games have done this before’ – well this isn’t on a gaming platform, it’s on Netflix”. Para muchos espectadores, su formato todavía es novedoso.

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Futurama (Episodio 12, Temporada 2, 2000)

A estas alturas, ya se ha hablado mucho de que, visto desde la interactividad, Bandersnatch es pobre. Las decisiones que ofrece son planas, opacas y enmarcadas en un sistema de causas y consecuencias caótico. Mi experiencia con él pasó pronto del entusiasmo a la frustración. Antes de la mitad del capítulo ya había dejado de interesarme en las ramificaciones y, más que sentir que estaba tomando decisiones interesantes, me limitaba a explorar un hipertexto que se multiplicaba sin intención clara. Muchas elecciones son tan obvias y tramposas como en la película interactiva de Todos mis circuitos que Fry y compañía veían en Futurama: “pulse 1 para batalla de lásers o 2 para papeleo tedioso”, Fry aprieta el primer botón con entusiasmo, “ha pulsado usted 2”. Otro problema es su duración. El recorrido medio es largo y de ritmo irregular, lo que no invita a volver a empezar para explorar rutas alternativas (un problema que han tenido propuestas similares desde el lado del videojuego, como The Inpatient o Until Dawn). Por último, el conjunto carece de sentido de la finalidad, sin un eje unificador que aporte coherencia como sí lo tienen multiversos y bucles temporales como los de Bioshock Infinite, Virtue’s Last Reward o Life’s Lottery, novela del escritor y crítico de cine Kim Newman que puede usarse como un “elige o tu aventura” pero que cobra un sentido diferente al ser leída de forma lineal.

Así pues, Bandersnatch no destaca como hipertexto lúdico, pero ¿qué dice sobre el videojuego?

Bandersnatch como (hiper)texto sobre el videojuego

El retrato del momento histórico que hace Bandersnatch es preciso y detallado, lo que nos recuerda que Brooker sabe de lo que habla: fue crítico del medio durante años, su especial para Channel 4 How Videogames Changed The World sigue siendo uno de los mejores productos televisivos sobre el tema y la propia Black Mirror (‘USS Callister’ o ‘Playtest’) le ha servido para analizar y deconstruir el videojuego desde dentro.

Por ello, la trama de Bandersnatch era un caramelo creativo: la cultura del videojuego no ha conseguido todavía definir y problematizar su cuestión del autor, y aquí Brooker tenía una ocasión perfecta para posicionarse. ¿Quién es la voz detrás de un juego? ¿Son éstos productos diseñados al gusto de sus consumidores o ha de dominar la intención autoral? ¿Se diluye su discurso si están hechos en equipo? ¿Puede un videojuego reflejar interioridad? El medio cuenta ya con un star system sin haber hecho didáctica antes sobre sus roles profesionales y sus cargas creativas. Dicho de otro modo: la prensa presenta a Hideo Kojima o Cory Barlog como auteurs sin que acabemos de saber en qué consiste su trabajo.

Ante este punto de salida, sorprende que Bandersnatch se conforme con hacerse eco de relatos mitómanos, presentando un creador que es, ante todo, jugador y fan, y al que el texto eleva pronto a héroe trágico. Stefan Butler es un arquetipo que hemos visto en decenas de historias previas y aplicado a otras tantas formas artísticas. Quizá la decisión responda a movimientos normales de legitimación (el videojuego es arte porque también tiene sus artistas hambrientos, y Stefan sigue los pasos de un autor literario), pero de ahí a tópicos como “si Shakespeare (o Kafka, o Goya) vivieran hoy en día, harían videojuegos” hay un tiro de piedra.

El reverso de este culto al autor es la adulación al jugador, el lema “for the gamers”. El videojuego es un servicio que ha de darle al cliente lo que pide, sin desafiar sus expectativas ni salirse del guión pactado. En estas tierras pantanosas se mueve el sentimiento de propiedad que muchos jugadores se asignan y muchas compañías celebran, y de esas promesas vienen las rupturas: hace unos años, fue infame la campaña de algunos fans de Mass Effect para que los creadores reescribiesen su final (un final, admitámoslo, torpemente escrito, pero dentro de los estándares irregulares de la trilogía). El propio Brooker escribió sobre el tema, refiriéndose a los jugadores como “spoiled little emperors with a mind-boggling sense of entitlement” pero reconociendo también su pasión, que debería poner celoso a cualquier autor. Recientemente ha sucedido algo similar con un capítulo adicional de Assassin’s Creed: Odyssey que fuerza el arco narrativo de su protagonista, ante lo que el director del juego ha tenido que pedir disculpas. Hablamos de narrativas a la carta. El autor ha muerto, lo matamos entre todos.

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Bandersnatch como comentario sobre la libertad (videolúdica)

Bandersnatch, el juego ficticio, es una obra que desborda al propio creador y parece indiferente a sus jugadores, o sea, la excusa ideal para abordar esta relación. Como en la película de John Carpenter In the mouth of madness (y también en Cool World o los juegos Comix Zone o Toonstruck), el autor se ve devorado por su propia obra, un portal a otras realidades, y nosotros con él. Hay algo que el capítulo sí reconoce: que el triángulo entre creador, juego y jugador se construye mediante relaciones de tensión, y que esas tensiones no son un problema a evitar sino el suelo fértil del medio. ¿Nos pertenece Bandersnatch a nosotros, más allá del reclamo? ¿Tenemos los jugadores derecho a decidir sobre la obra? Manejamos a Stefan, pero ¿nos maneja el juego a nosotros?

Desde que el desarrollador Clint Hocking acuñara en 2007 el término “disonancia ludonarrativa” para referirse al conflicto entre ficción y mecánicas, muchos lo usan como axioma para descartar juegos enteros (un abuso tan torpe y primerizo como el totalitarismo de la teoría del flow), como si el medio hubiera de esconder en todo momento su naturaleza so pena de perder nuestro interés. La ilusión de agencia es un bien frágil y una libertad que nunca rompa el mundo de ficción es la principal virtud de un juego. Nada más lejos de la realidad: es precisamente por esas grietas mediales por donde se filtra la luz, y es en las idas y venidas a través de esa extraña cuarta pared (porosa, circular, en forma de umbral) donde todo cobra valor. Los mejores momentos de Bandersnatch se dan en esas claves.

En el juego hay tanta fantasía de poder como sometimiento a un Otro fantasmal (un gamemaster invisible), y nuestros avatares son tanto marionetas como desdoblamientos siniestros. Para Gadamer jugar era siempre “ser jugado”, un ejercicio de antisubjetividad. Basta ver cómo han explotado esa frontera obras clave como The Stanley Parable, The Beginner’s Guide o Stories Untold. En Bandersnatch, Stefan es prisionero de nuestras elecciones pero ¿podemos salirnos nosotros de ellas?

En la visual novel Save the Date, se nos permite confesarle a un personaje que sabemos lo que va a pasar porque estamos jugando a un juego y ella nos pregunta si estamos diciendo lo que queremos decir o nos limitamos a escoger entre opciones predefinidas. Los jugadores somos esclavos (hemos decidido serlo, al menos temporalmente) de la interfaz. Nuestra voz es la voz que nos ha dado Brooker: empujamos a Stefan a romper un ordenador o cometer un crimen de distintos modos pero no podemos prevenir que lo haga. Para colmo, no podemos elegir no elegir, pues Bandersnatch funciona en piloto automático si no interactuamos. El multiverso continúa su expansión aun sin operador.

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Bandersnatch como promoción ingeniosa de Netflix

Las carencias estructurales, el ritmo irregular, los personajes grises y las elecciones pobres se perdonarían si Bandersnatch apuntalara esta reflexión sobre la libertad con un cierre potente, aunque fuera en forma de convergencia entre caminos. En el reciente cómic interactivo Tú eres Masacre, Deadpool acaba explotando las ramificaciones a su favor y elimina todas las líneas temporales negativas encerrándolas en el propio cómic que tenemos entre manos. Es un último gesto formal obvio y autoindulgente, pero al menos pone un lazo que a Bandersnatch le falta. En mi recorrido, el primer final que vi me llevó a una cadena de finales en bucle que no sumaban, como si hubiera reproducido las escenas eliminadas en los extras de un DVD.

Eso es, en última instancia, Bandersnatch: un conjunto de escenas alternativas y posibilidades narrativas que nosotros, interactores, montamos mediante un sistema técnico eficiente. En este bufé libre hay un final y un mundo de ficción para cada uno. Lo importante es la libertad del consumidor que se funde, como un cyborg frívolo, con el algoritmo que guía su consumo cultural. Bandersnatch no aspira a ser un videojuego ni pretende haber inventado nada, sino que, como veíamos arriba, su diferencia es la plataforma en la que se ofrece: está en Netflix, y Netflix se adapta y adelante a tus gustos y necesidades, dejándote incluso que juguetees con una de sus marcas estrella. Es significativo que en uno de los caminos, nos podemos comunicar con Stefan, lo que provoca que el velo caiga y el demiurgo se revele. Pero en la tramoya no vemos a Charlie Brooker, vemos a la compañía.

En un momento obsesionado con la innovación y la disrupción a cualquier precio, Netflix puede lucir titulares en los que, como un Prometeo del entretenimiento, nos regala “la televisión del mañana”. No es la primera vez que la publicidad nos trae algo del futuro: recordemos que nosotros queríamos patinetes voladores y vino una señora a descubrirnos la lejía.

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