Blanco en blanco, de Théo Court
“¡ESTO TIENE QUE SER ALGO HERMOSO!”
Pocas son las veces en las que la imagen que clausura una película se queda grabada en la retina de los espectadores para su posterior reflexión. Sin embargo, cuando esto ocurre, la satisfacción es tal que incluso si dicha imagen resulta desagradable, la valoración de la obra tiende a ser positiva. Esta es la verdadera fuerza del séptimo arte y, sin duda, este es el caso con la segunda película dirigida por el realizador hispano-chileno Théo Court, premiado a la mejor dirección en la sección Orizzonti de la 76º Mostra de Venecia.
Blanco en blanco se retrotrae a la Tierra del Fuego (Chile) de finales del siglo XIX, una zona amerindia dominada por las fuerzas colonialistas venidas principalmente de Gran Bretaña, Chile y Argentina. Allí, el pueblo selk’nam, con más de diez mil años de historia, fue masacrado en apenas dos décadas por mercenarios a los que se les recompensaba con una libra esterlina por cada oreja que entregaban a los ganaderos ovinos. A este ambiente hostil y violento llega Pedro, un fotógrafo chileno al que un latifundista llamado Mr. Porter encarga el retrato de su joven prometida. Cuando se produce el encuentro con la niña de catorce años, Pedro queda maravillado con su belleza hasta el punto de convertirse en una obsesión para él. No contento con el retrato nupcial, pregunta por la posibilidad de retratar a la joven de nuevo. Esta vez el vestido de novia desaparece pero persiste la sexualización de la muchacha que, semidesnuda, yace dormida sobre una de las pieles pertenecientes a los indios aborígenes. Este es el punto de la película en el que se nos revela que la búsqueda de la belleza es para Pedro el motor de su existencia; ni las pieles robadas ni la mirada arrojada sobre la durmiente alertan al protagonista de la gravedad de los hechos.
El encargo de Mr. Porter pone en marcha la maquinaria para atraer a Pedro a un punto sin retorno que parece absorberlo hasta llegar a ser cómplice del cruel sistema que se ha apoderado de Tierra del Fuego. El kafkiano capataz no aparece en ningún momento de la película y, pese a que el fotógrafo pregunta por él en varias ocasiones, los trabajadores afirman que es un hombre muy ocupado. Esta figura ausente bien podría funcionar a modo de representación simbólica del poder ejercido por las altas esferas a las que, todavía en nuestra sociedad, no podemos poner cara. Para más inri, la segunda fotografía molesta al prometido y Pedro es castigado por cruzar la línea de lo permitido; la niña, el pueblo indígena y la tierra que pisan sus pies son propiedad del latifundista.
Blanco en blanco es una película de capas y contrastes. La historia personal de Pedro abre el camino de lo concreto a lo universal, de la reacción del individuo frente al problema a la exploración del problema en sí. El director explora los conflictos raciales, culturales y de clase entre indígenas y colonos, así como la problemática de género a través de las distintas mujeres que aparecen en la película. Y es que, aunque ocupan lugares distintos en la escala de poder, todas ellas asumen el sufrimiento mediante el silencio impuesto por las circunstancias, convencidas de que poco puede hacerse por mejorar su situación: Sara, la prometida de Mr. Porter, padece desde el paternalismo, las imposiciones de los adultos y la incomprensión del medio que la rodea; Aurora, la cuidadora de la niña, utiliza el alcohol como vía de escape; y las mujeres indígenas no se ven únicamente afectadas por la estructura patriarcal por la que se rige su pueblo, sino por la esclavitud, las violaciones y las vejaciones a las que las someten los británicos. La película deja constancia no sólo de la conquista del territorio, sino de la conquista de la mujer por parte de los hombres.
Además de la violencia física y verbal, la vestimenta ejerce de elemento de control; los colonizadores desprenden de sus pieles a los aborígenes que trabajan para ellos y les atavían con vestimentas occidentales, sometiéndolos a su cultura y costumbres. A su vez, el desnudo de Sara adquiere un cariz bello mientras que el desnudo de los amerindios y las amerindias es visto por los colonos como una suerte de retraso cultural. “Puedes tocarlos si quieres”, dice el personaje interpretado por Lars Rudolph a Pedro en una de sus visitas a una cabaña repleta de indígenas. La curiosidad que siente hacia los selk’nam puede parecer afable a simple vista, pero la manera en la que los toca e inspecciona se asemeja al trato recibido en los zoos humanos de Europa, a los que eran enviados para entretenimiento del público. De esta manera, quedan patentes las jerarquías de poder impuestas por los recién llegados, así como los roles de dominación y sumisión aplicados en la comunidad mediante el uso de la fuerza.
Théo Court filma con destreza la problemática de la Tierra del Fuego, distanciando la cámara del sujeto para acceder a una visión global del conflicto, desde el respeto y el interés por conocer aquello que muchos seguro desconocen. La fotografía firmada por el canario José Ángel Alayón, muy próxima al estilo de Mauro Herce, acompaña la mirada del director en este ejercicio alejado de todo morbo. A su vez, las escenas de carácter más observacional que dan comienzo a la película, como aquellas de montañas nevadas y cabañas en la noche, transportan al espectador a un invisible campo de batalla dominado por la crueldad del invasor.
Destaca con brillantez la interpretación de Alfredo Castro, actor fetiche del también chileno Pablo Larraín, con quien ha colaborado en seis películas: El club (2015), Tony Manero (2008) o Post Mortem (2010), por citar algunas de ellas. El silencio, como comentábamos anteriormente en el caso de las mujeres, es también característico en el personaje de Pedro. Sin embargo, es distinto el tratamiento del mismo; si bien es cierto que existe cierta resignación a la hora de callar frente a las injusticias allí cometidas, la voz del protagonista se disuelve en favor de su agudo empleo del sentido de la vista. La pantalla se torna rojo sangre cuando el protagonista revela las fotografías tomadas en su cabaña convertida en cuarto oscuro, y la palabra revelar adquiere un matiz siniestro. Revelar entendido como mostrar aquello que está oculto a la mirada, en este caso la violencia ejercida contra la comunidad. Pedro se decanta por la comodidad y tranquilidad que le aporta la escenificación creada a través de su cámara, para así evitar el tener que enfrentarse a la crudeza del mundo real. Y es que, a pesar de que la película de Court pueda parecer una ficción por el lenguaje audiovisual empleado, lo cierto es que guarda similitudes con el documental por la temática tratada. La delgada línea entre simulación y realidad se desvanece en esta cinta llena de misterio y denuncia.
El fotógrafo se ve empujado a participar del horror que le rodea pero se ausenta de él para preservar su bienestar social. Pedro no se posiciona en contra de las atrocidades cometidas por el hombre que le ha contratado y termina por mimetizarse con aquellos que ejercen su poder a punta de Winchester. Aquella imagen en la que Sara dormía plácidamente contrasta de manera brutal con la última de las fotografías tomadas durante la película. La belleza que había encandilado a Pedro en un principio es radicalmente opuesta a la que parece encontrar en la fotografía, tomada también por encargo, de un grupo de británicos apuntando sus armas al cielo y mostrando los cadáveres de los amerindios como si de trofeos de caza se tratasen. La duración de este último plano, rodado desde el punto de vista observacional de la lente del fotógrafo, acompaña la meticulosidad y perfeccionismo que Pedro aplica a la toma. Obsesionado con la búsqueda de la belleza, el fotógrafo se enfada y golpea a los colonos en varias ocasiones, frustrado por lo difícil que le resulta componer la imagen a su agrado. “¡Esto tiene que ser algo hermoso!”, grita Pedro en un esfuerzo desesperado por culminar su obra y camuflar el horror de la misma. Finalmente, cuando lo consigue, realiza la habitual cuenta atrás y la instantánea se convierte en el blanco más puro y absoluto.
Así concluye esta película en la que las fotografías capturadas por la lente de Pedro son el testigo de lo vivido en la Patagonia chilena. Unas instantáneas que fueron tomadas con el objetivo de “servir una labor humanitaria por la patria” y que, con el paso de los años, se han convertido en la mejor de las pruebas en contra de los delitos perpetrados por los invasores. A pesar de que el crimen prescriba, las imágenes permanecen y sirven de recordatorio de lo que fue y nunca más debe ser.