BLUE JASMINE, de Woody Allen

ALLEN 2.0

Es habitual escucharle decir a Woody Allen que no le gustan sus filmes, y que dirige de manera despreocupada, optando siempre por la puesta en escena más vaga. Hay un poco de verdad y otro tanto de mentira en estas afirmaciones. Esto se viene confirmando en los últimos años de su carrera de una manera muy evidente. Por una parte, debemos precisar que el autor neoyorquino, más que detestar sus películas, quiere mejorarlas. Los ejemplos son diversos, a veces volviendo a territorios comunes de su obra anterior, en otros casos haciendo prácticamente remakes: Match Point (2005) sobre Delitos y faltas (1989), Si la cosa funciona (2009) sobre Poderosa Afrodita (1995). De lo segundo también hay mucha verdad. El poco cariño que Allen mostró por sus aventuras europeas – Vicky Cristina Barcelona (2008), uno de sus filmes más incomprendidos, aparte – demuestra la capacidad del autor, en la última década, para manufacturar churros que se venden con su particular marca de humor inteligente. Construir eso, y ganar cada vez más público, es bien difícil, así que no le vamos a quitar el mérito de un trabajo de décadas – el cinismo es fácil de vender, y queda bien en las críticas – pero sí nos gustaría ver más Match Points y menos maldiciones de escorpiones o scoops anabólicas.

Blue Jasmine (2013) pertenece a la primera categoría, y cumple perfectamente con las dos afirmaciones. Puede leerse como una reversión de Melinda y Melinda (2004) sobre el filtro estético e interpretativo de La rosa púrpura del Cairo (1985). El nivel de intimidad que Allen llega a alcanzar aquí con una mayúscula Cate Blanchett solo lo había conseguido antes con Mia Farrow en esta película. El problema de la entregada Radha Mitchell (Melinda) era que las dos partes de ese filme, la comedia y el drama, estaban totalmente descompensadas. Aquí se propone una variación que integra los dos estados de ánimo, la alegría y la depresión, en una única diégesis. Cate Blanchett interpreta a Jasmine, recientemente viuda y engañada por un marido infiel y estafador, que decide suicidarse en la cárcel cuando le desmontan el chiringuito. Arruinada, del mayor lujo a casi la indigencia, la protagonista decide mudarse por una temporada a la casa de su hermana en San Francisco – lo que pagarían los de la film comission de turno, que hay puente para rato – y rehacer allí su vida.

No entraremos en la metáfora de la crisis económica, muy evidente, que se aprecia ya en la sinopsis, y que sobrevuela todo el metraje. Lo importante no es que Jasmine personifique a todo ese colectivo que miró para otro lado cuando los señores de Lehman Brothers jugaban con sus numeritos. Lo que importa es que, en su mundo de yupi, donde comprar un Mercedes o un traje de Dolce & Gabanna es tan común como ir al súper; también hay espacio para la desidia. Blanchett da vida a una mujer rota y desequilibrada, histriónica, que habla con ella misma de manera nerviosa y que puede, en un mismo plano, pasar de la alegría más grande a la mayor miseria. Estos cambios de tono suelen venir acompañados de variaciones narrativas, introducidos en forma de flashbacks, como recuerdos de una Jasmine que rememora con cariño hasta los peores momentos de la relación con su marido. Ahí era alguien, tenía algo; no el vacío que ahora la invade. Jasmine es un personaje patético y muy humano, frágil y atractivo, con el que Blanchett hace lo que quiere. El abanico de registros interpretativos parece no tener fin, algo que queda acentuado con la puesta en escena – en efecto, la más sencilla y directa – de un Allen muy próximo a los rostros de los actores. La panorámica, la profundidad de campo, y un control milimétrico de la distancia focal le permiten rodar las escenas a veces en una sola toma, o en tomas muy largas, intercaladas en los momentos más dramáticos con primeros planos de los actores. La acción fluye de principio a fin en cada secuencia, sin cortes, y ayuda a los intérpretes a interactuar con más naturalidad. Blue Jasmine es, como todos los de Allen, un filme de guión. Pero, sobre todo, es una película de actores. La puesta en escena está concebida para que ellos puedan dar lo máximo de sí mismos, para favorecer su concentración y la del espectador. El concepto se lleva a toda la propuesta con una coherencia que no veíamos desde Match Point. La cinta es un excelente estudio de personajes – Blanchett/Jasmine y los que la rodean – con una interpretación de esas que marcan una carrera, que quedan para la historia del cine. El último plano de Mia Farrow en La rosa púrpura del Cairo, en el que rompe a llorar emocionada ante un filme que adora, es casi análogo al titubeo de Cate Blanchett en la última toma de Blue Jasmine. Pocas actrices soportan planos así, durante todo una película. Chapeau.

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