BOYHOOD, de Richard Linklater

Boyhood

Entre lo comercial y lo autoral, el cineasta norteamericano Richard Linklater lleva casi tres décadas compartiendo con el espectador su concepto sobre el séptimo arte. Si internacionalmente su reconocimiento llegaría en 1991 con Slacker (1991) –una película experimental en la que retrataba 24 horas en la vida de varios personajes del paisaje urbanístico de Austin–, para quien estas líneas escribe su primer encuentro con el director se produjo cuatro años más tarde con Before Sunrise (1995). Ganador del Oso de Plata en el Festival de Berlín, con este relato romántico fuera de todo convencionalismo, Linklater subrayaba las constantes que han vertebrado su trayectoria como autor: el azar, las heridas surgidas de la interacción humana, el inexorable paso del tiempo y la dificultad, en definitiva, de las relaciones interpersonales. Luego llegarían otros experimentos formales y narrativos como Waking Life (2001) o comedias más convencionales como School of Rock (2003), hasta que un año después el cineasta tejano decidiera retomar la historia de amor entre Jesse y Céline con Before Sunset (2004), revelando el lema último de su filosofía fílmica: la plasmación de la erosión provocada por el tiempo. Lo que muy pocos sabían es que Richard Linklater ya había iniciado en 2002 otro ambicioso proyecto con la intención de reflejar de una manera más fidedigna cómo se genera y modula la personalidad a través del tiempo: Boyhood (2014). Con el apoyo imprescindible de IFC Films, quien accedió a participar en tan insólita empresa con tan solo un borrador, Linklater se embarcó en un rodaje de doce años con un pequeño equipo técnico y artístico. La idea era sencilla: capturar la vida cotidiana de un niño desde los seis años –cuando se empiezan a almacenar de forma regular los recuerdos– hasta la mayoría de edad –cuando, con una personalidad ya definida, sale a enfrentarse al mundo exterior. En un obligado secretismo, el rodaje se realizaba una vez al año durante un corto periodo de unos 4 o 5 días.

Para llevar a cabo semejante hazaña, el cineasta se puso en contacto con dos de sus colaborados más estrechos: Sandra Adair –su montadora habitual desde Before Sunrise, quien aquí hace además las veces de coproductora– y el actor Ethan Hawke. Sumó después nuevas incorporaciones con la presencia de la intérprete Patricia Arquette e, incluso, de su propia hija, Lorelei Linklater, con la esperanza de preservar cierto control dado el dilatado periodo de tiempo que requería la producción; a Linklater le obsesionaba la idea de que alguien abandonara el proyecto o no pudiera adaptar su agenda y el hecho de tener en casa a una de sus actrices le permitía darse un respiro. Por último, para el papel protagonista, se decantó por Ellar Coltrane, un niño de mirada magnética, hijo de artistas y originario de Austin.

boyhoodLa unidad del fondo y la forma

Más allá de su evidente y extremo valor como obra experimental, con una plasmación de lo cinematográfico sin precedentes, el valor de Boyhood radica en la habilidad de su cineasta para dar una forma atrayente a lo ordinario. No nos referimos solo a que la trama del film sea sumamente sencilla –el retrato de la niñez, adolescencia y entrada en la edad adulta de un muchacho de clase media–, sino a su capacidad para ensamblar como un todo una serie de pequeños retazos del día a día y, al mismo tiempo, mantener la atención del espectador en todo momento. Aquí no nos enfrentaremos a grandes tragedias o situaciones inverosímiles de las que el héroe deba salir indemne, sino que Mason –el niño protagonista– será testigo en primera persona de cómo sus dramas familiares –en ocasiones insignificantes y en otras devastadores–, sus amistades, sus aficiones y sus amores le irán transformando hasta convertirle en adulto, momento en el que la cámara le abandona para que siga su propio camino. Con esta historia simple y sumamente compleja a la vez, Linklater quería reflexionar sobre el paso del tiempo, pero también quería capturar la forma en la que una determinada cultura y una temporalidad concreta inciden en la configuración del carácter. Así se trasluce en la mención a iconos culturales como Britney Spears –en uno de los momentos más divertidos del metraje-, Harry Potter, Lady Gaga o Bola de Dragón; sumado a la presencia de los videojuegos, de la cultura de las armas o la mención a eventos históricos como la invasión de Irak o el debate electoral que enfrentó a Barak Obama y John McCain. Así, el cine encuentra su sentido en mayúsculas, en la ejecución de un rodaje sumamente arriesgado, desde un punto de vista técnico y narrativo, que se sirve de una historia concreta para reflexionar sobre qué es el individuo y, a una macroescala, sobre cómo le modela la sociedad en la que vive.

Con todo, si abandonamos las profundas reflexiones a las que invita la película, la narración en sí misma es todo un prodigo. Desde una concepción formal del relato, pero que huye de toda simplicidad estructural, Linklater articula los pequeños episodios en solución de continuidad. Quiere esto decir que el transcurso del tiempo no se notifica nunca a través de textos insertados en la imagen o frases declamadas para la ocasión, sino que los cambios físicos de los personajes dan siempre la pista de que ha habido un salto temporal. A razón de unos quince minutos por año, aproximadamente, la vida de Mason se ha configurado en estrecha colaboración con el elenco de actores. Si bien en un principio, cuando era demasiado joven, Coltrane tenía que guiarse por las estrictas directrices del cineasta, con el paso del tiempo Linklater fue dejando cada vez más espacio a la improvisación, permitiendo que Mason fuera adoptando rasgos del actor; en gran medida porque el peso completo de la acción recae sobre él y sobre su evolución física e intelectual. Desde un primer momento, Linklater deja constancia de que el punto de vista siempre será el de Mason y en este sentido, al igual que en la vida real, conoceremos de los personajes que le rodean sólo lo que a él atañe, a medida que estos van entrando y saliendo de su vida de forma regular o esporádica.

Esta unidad narrativa se ve apoyada sustancialmente en una puesta en escena sumamente meditada y homogénea. Resulta casi milagroso que a lo largo de doce años el metraje mantenga una identidad tan marcada sin resentirse por los cambios técnicos ni las modas cinematográficas. La decisión de filmar toda la película en 35 mm, con todos los problemas que supuso en la recta final con la progresiva extinción de este, es uno de los motivos principales para la obtención de esta dilatada coherencia visual. No obstante, es indiscutible que, más allá de las elecciones técnicas, los grandes responsables de esta proeza son el propio realizador y sus dos directores de fotografía habituales: Lee Daniel y Shane F. Kelly.

Retrato de la evolución del yo como nunca hasta ahora lo habíamos visto, Boyhood se ha ganado por méritos propios un puesto de honor en la historia del cine; no solo por su reflexión sobre las relaciones familiares, la creación de la personalidad y la erosión del tiempo, sino por la profunda meditación que se esconde tras su supuesta sencillez y su arriesgada e inédita apuesta fílmica. El tiempo y su inclemencia forman parte vital de la obra del cineasta Richard Linklater y no dudamos de que en un futuro próximo vuelva a incidir sobre este tema, ya sea con un nuevo experimento narrativo o con la continuación de su serie Before. Después de todo, como decía Jorge Luis Borges y Linklater nos recuerda: «El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río».

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