CANNES 2018 EP. 7: LA VIOLENCIA DE SPIKE LEE, LARS VON TRIER Y PANOS COSMATOS

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Se tiñeron de sangre las pantallas de Cannes en las últimas horas. Ayer pudimos ver Blackkklansman (2018), el último “joint” de Spike Lee, que se mantiene fiel a sus constantes temáticas y estéticas, eligiendo adaptar el ensayo de Ron Stallworth sobre una investigación que le tocó llevar en Colorado Springs (Colorado) en 1954. Siendo el primer policía negro de la localidad, le asignaron infiltrarse en grupos próximos a las Panteras Negras y acabó por hacerlo en el seno del KuKluxlan con la ayuda de un compañero blanco (y judío, tiene gracia el asunto) que tomó su identidad.

Estos agentes están interpretados en la ficción por John David Washington y Adam Driver, al que veremos dentro de unos días en The Man Who Killed Don Quixote (Terry Gilliam, 2018), y que en el “porro” de Lee funcionan muy bien como dúo cómico. La cinta toma el estilo de la blaxploitation, con citas directas a Shaft (Gordon Parks, 1971) y Superfly (Gordon Parks Jr. 1972), y lo lleva a un tono paródico que recuerda a los títulos más divertidos de los hermanos Coen. Es en este retrato tan grotesco del Klan donde el filme hace aguas, comparando al líder David Duke con Donald Trump de forma directa, haciéndole repetir cansinamente expresiones como “recuperar la grandeza de América”.

La tesis de uno de los compañeros de Stallworth es que Duke está también en la política para, poco a poco, ir ganando poder y llegar a la Casa Blanca, quizás algún día, a lo que el protagonista responde: “el pueblo americano nunca votaría a alguien así para la Casa Blanca”. Pues sí, lo estamos sufriendo, pero no hacía falta subrayarlo tanto, Mr. Lee. Por si las continuas referencias en el guion no fuesen suficientes, el director decide rematar la película con material de archivo sobre los recientes disturbios de Charlottesvile para recordarnos, por enésima vez, que la lucha sigue ahí. Incluso sale Duke, el de verdad y más envejecido, dando un discurso a sus masas.

Así, este “joint” decide quemarse como instrumento de una causa que convencerá a quien se sabe ya la misa de memoria. El valor histórico del ensayo desaparece enterrado por la militancia y, contrariamente a lo que se buscaba, pierde efectividad. ¿No estaba ya claro el mensaje haciendo un filme como este en 2018, con Trump en el poder? Pues eso, los maniqueísmos sobran. Apláudase y a otra cosa.

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Heil Trier

La jornada de hoy estuvo marcada por la vuelta de Lars Von Trier a la sección oficial, fuera de competición, con The House That Jack Built (2018). Vetado durante años en Cannes por unas declaraciones que hiciera que mostraban un aparente apoyo a la figura de Adolf Hitler, ésta es su respuesta, visceral y autorreflexiva sobre su obra. No puedo dejar de verla como una suerte de justificación.

El personaje de Matt Dillon dice en el prólogo que va a contar una serie de cinco “incidentes” que tuvieron lugar a lo largo de doce años, en los que su principal actividad fue la de asesino en serie. Le habla a una persona con acento alemán sobre la pantalla en negro (Bruno Ganz) e intuímos que este hombre va camino del Infierno y cuenta sus memorias delictivas. No es por casualidad que el director elige la palabra “incidente”. Son asesinatos violentísimos de mujeres. Estamos por lo tanto ante una provocación por parte de Von Trier, que cuenta toda la película desde la lógica del asesino. Para él, matar es un arte y un acto que está imbricado en la historia de la humanidad, que nos dota de sentido.

Al o largo de los cinco capítulos, Von Trier se esfuerza por construír el fuero interno de este monstruo ofreciendo toda una serie de argumentos abstractos sobre el acto de matar. Finalmente, queda la sensación de que lo que nos quiere decir es que todos tenemos un monstruo dentro y que, en verdad, adoramos a esos monstruos. ¿Por qué si no la fascinación por este tipo de cine? ¿O por qué convertir a los dictadores en los iconos que son? El personaje de Dillon es un superhombre que se cree más allá del bien y del mal, pero ante todo es una criatura que justifica sus actos con un extremo cinismo. Es como ese niño mimado que piensa que todo puede hacer y, ante la réplica de las adultas, responde: “es que todos lo hacen”. Cortar pechos, disparar a niños, estrangular a gente… Todo está justificado, porque somos monstruos.

Es obvio que Von Trier habla de su obra, no solo por referencias internas en cada uno de los capítulos a películas previas, sino porque, en un ejercicio de egocentrismo sociópata, incluye fragmentos de sus cintas en los momentos que el filme tiene de ensayo ficcionado. Nos está diciendo que se encuentra libre de juicio, que el arte está por encima de eso y que puede hacer lo que le venga en gana por el bien del arte, que es más importante que todo lo demás. Para qué andarse con menudencias. Que te den, Cannes. ¿Querías un Hitler? Toma un canto a los monstruos. Heil Trier.

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Nicolas Cage y la motosierra como mandoble medieval

Por lo menos, la violencia de Mandy (Panos Cosmatos, 2018), siendo igual de gráfica o peor, es simplemente lúdica. Cosmatos mantiene el uso de una fotografía saturada y claustrofóbica de la que ya hacía gala en Beyond the Black Rainbow (2010), con una banda sonora del fallecido y genial Jóhann Jóhannsson que funciona a modo de solo de guitarra eléctrica en esta balada heavy alucinógena, que se convierte en la cruzada personal de un hombre por vengar a su amada.

El hijo de George P. Cosmatos – director de Cobra (1986) o Tombstone (1993) – nos habla del mal inherente del ser humano sin construcciones intelectualizadas, como es el caso de Von Trier. Va directo al grano, como en cualquier buen filme de serie B que se precie. Los personajes de Nicolas Cage y Andrea Riseborough viven tranquilos en una cabaña en medio del bosque en las Shadow Mountains (California) hasta que una secta de la zona decide raptar a la mujer cuando el líder se obsesiona con ella. Acaba por asesinarla y quemarla ante los ojos de su pareja. Obviamente, escapa y, armado hasta los dientes, los va matando uno a uno en una bajada a los infiernos que lo lleva al interior de la montaña, como descendiendo por fases en un juego de rol. Estamos en el mundo de Dungeons & Dragons, inspiración que el realizador cita sin ruborizarse, haciendo gala de su desprejuiciada visión del cine.

No estropeamos la película contando un argumento tan poco original. La gracia está en cómo Cosmatos lo resuelve, recreando un ambiente opresivo, de pesadilla, que es como un mal viaje de ácido. Todo puede pasar en esta película que es como una sinfonía de rock experimental contada también en imágenes (¡y cuánto partido le saca al paisaje de la zona!). Es una locura absoluta, con un descabellado Nicolas Cage que da rienda suelta a todo su repertorio de caretos y que cuenta con escenas antológicas y muy disfrutables como la lucha a muerte con uno de los miembros del clan con enormes sierras eléctricas a modo de mandobles medievales. Mandy logra, sin sermones, transmitir mucho más sobre la maldad del ser humano que los filmes de Spike Lee y Lars Von Trier. Y además es muy divertida.

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