Cannes 2023 (III): la ficción invade la realidad

Cerrar los ojos, de Víctor Erice

Mediados de los años cuarenta, una mansión en medio de un bosque, Triste-le-Roi, en las afueras de París. Un hombre corpulento, un tal Franch, con una gabardina que le da aires de detective (José Coronado), es recibido por un sirviente chino y conducido a hablar con un viejo y moribundo sefardí, el sr. Lévy (Josep Maria Pou). Éste le encarga al primero, anarquista que ayudó a muchos judíos a cruzar los Pirineos tras la guerra civil española, que le traiga a su hija, fruto de la unión con una china tiempo atrás que huyó a Shanghai con la chica. Como única pista, una fotografía.

Así arranca el último largometraje de Víctor Erice, Cerrar los ojos (2023), el primero que realiza desde El sol del membrillo (1992), documental sobre el pintor Antonio López. Estamos, por lo tanto, ante todo un acontecimiento cinéfilo, un proyecto muy esperado. Es bien sabido que la experiencia de El sur (1983) causó en Erice un efecto traumático que de alguna manera le ha impedido encarar una nueva ficción en todo este tiempo. El productor Elías Querejeta decidió sacarla al mundo cuando solo estaba rodada la primera mitad y nunca conoceremos la versión completa. Durante años, Erice continuó en activo, e incluso intentó levantar otro largo, La promesa de Shanghai, que nunca vería la luz. El guion puede encontrarse editado por Areté.

Los nombres de Lévy y Franch ya aparecían en la novela de Juan Marsé en la que se basa este guion, por lo que uno intuye que Erice por fin ha decidido rodar este proyecto truncado y se prepara para ver una de aventuras. Pero el director vasco ejecuta algo mucho más ambicioso en lo que se presenta como o su particular (Federico Fellini, 1963). Elipsis y vamos al Madrid de 2012. Miguel Garay (Manolo Solo), un director de cine, acude a un programa de televisión para hablar de la desaparición de su amigo actor, Julio Arenas, ese que daba vida a Franch y que se esfumó durante el rodaje del filme en 1990. Así, ese prólogo se revela en escena de ficción rodada por Garay, el alter ego de Erice en esta película en la que exorciza todos sus miedos pasados cuando se acerca ya al final de su vida. El gran realizador de Euskadi ya pasa de los ochenta, y seguramente este sea su testamento fílmico.

Cerrar los ojos es una película que propone rimas internas entre sus tres partes bien diferenciadas, haciendo que pasado y presente dialoguen a través de la magia del cine, que se presenta como mecanismo de memoria e identificación. Debemos conocer antes el pasado de Garay para comprender a qué se enfrenta el personaje en su tiempo, pero si uno sabe algo de la historia personal de Erice o ha visto sus obras, se da cuenta de hasta qué punto está realizando una autoficción en la que reconstruye su vida y revisita algunos fantasmas. Sí, el prólogo es una parte de su filme truncado. Sí, tras la presentación de los personajes y hechos, Miguel vuelve al sur, aquí sí se da ese viaje, tanto geográfico como sentimental. Y después está Ana Torrent, que da vida a la hija del desaparecido Arenas y que juega un papel muy relevante en el desenlace del filme. En una de las escenas de este último acto, se da una proyección de cine y Ana mira la pantalla absorta. Recordemos una escena similar de El espíritu de la colmena (1973), ópera prima de Erice que Torrent, siendo niña, protagonizó. Pero donde en aquella se producía un descubrimiento, aquí lo que se da es un reconocimiento y se convoca la capacidad del cine para conmover, aun existiendo la posibilidad de estar desmemoriados.

Así, Cerrar los ojos es un generosísimo ajuste de cuentas por parte de Erice consigo mismo, pero también una reflexión universal sobre la cuestión de la identidad. ¿Quién es Víctor Erice / Miguel Garay? ¿Qué los define? El sr. Lévy dice ir ya por el cuarto nombre para esconder sus orígenes judíos, mientras que el personaje de Torrent dice no reconocer ya al padre entre tantos papeles y tras tanto tiempo sin verlo. Es un recuerdo difuso y el cine no le puede ofrecer la identidad real de su progenitor. Pero, de alguna forma, ese Franch o todos los personajes que interpretó también son Julio Arenas. La película reflexiona así sobre la capacidad de las historias, aun siendo ficcionales, de poder asentarse como verdades. Porque, ¿no hay algo de verdad en una ficción? Una persona es un relato que varía dependiendo de quién te lo cuente. Ya lo comentábamos en nuestra anterior crónica con respecto de lo último de Todd Haynes, May December (2023).

Anatomie d’une chute, de Justine Triet

Este tema de la identidad y de quién controla el relato está también muy presente en otro título muy notable de esta edición del festival de Cannes. En Anatomie d’une chute (2023), Justine Triet revitaliza el drama judicial de una manera bien distinta a la de la cartesiana y también excelente Saint Omer (Alice Diop, 2022). Como acusada, también una mujer, en este caso enfrentándose al cargo de homicidio de su marido.

La cinta se abre con un intenso prólogo que presenta los hechos. Casa en las montañas, cerca de Grenoble. Es el hijo de la pareja, un chico de 11 años con problemas de visión, quien encuentra el cuerpo del padre tras volver de un paseo con su perro. Yace sobre la nieve, dibujando un charco carmesí, al haber caído desde el último piso mientras hacía unas reparaciones. ¿O ha sido empujado? Ante la imposibilidad de determinar qué ha ocurrido, se abre una investigación y la madre acaba en los tribunales para defender su inocencia.

Sin móvil aparente y con pruebas no concluyentes, ambos abogados, el de oficio y el defensor, ofrecen posibles hipótesis en beneficio de cada uno sin que los hechos puedan ser probados. Asistimos así a todo un juego de ficciones que Triet decide poner en escena con diferentes recursos que recuerdan a la aproximación de Akira Kurosawa en Rashomon (1950). El perro del chico juega un papel importante en la trama y hay un par de secuencias rodadas con lo que parece ser una GoPro o algo similar, como casi a ras de suelo y una imagen que no acaba de estar definida en los bordes, con una lente anamórfica muy pronunciada. ¿Son los recuerdos del perro, del niño? Los puntos de vista se multiplican y a veces uno teme que esta exuberancia se le vaya a ir de las manos a Triet, pero siempre logra contenerse con estos recursos y usarlos para ofrecer un relato tan ágil como austero. Sin duda, una manera muy enérgica de filmar un juicio que parece innovadora.

A nivel argumental, Anatomie d’une chute también se muestra muy moderna al invertir los roles de género tradicionales en la pareja. Es ella la que trabaja, es él el que se siente frustrado en la casa, con una trayectoria profesional truncada; ella tiene una visión muy liberal del sexo y se ha acostado con otras personas sin sentirse culpable, él le reprocha su actitud autoritaria en el lecho matrimonial. Y algunas sutilezas más que van sirviendo de caldo narrativo para los giros del guion y que hacen que la judicatura no acabe por verla como una persona agradable. Precisamente, porque es una mujer libre y desafiante, y eso hay quien no lo lleva bien. El filme muestra un respeto muy grande por el sistema judicial, pero también apunta a sus posibles fallas, al estar abogados y jueces influenciados por su ideología en la toma de decisiones y en la presentación de los hechos.

Al público le gustó mucho en Cannes. No veía una respuesta tan entusiasta desde Toni Erdmann (Maren Ade, 2016), en la que la protagonista también era Sandra Hüller. Está estupenda una vez más, pero la estrella acaba siendo el joven Milo Machado Graner, que defiende con una madurez sorprendente un papel dificilísimo y que cuenta con uno de los grandes monólogos del juicio. Al remate del mismo, el Gran Teatro Lumière, que contenía el aliento, estalló en sonoros aplausos. Y sí, al llegar a los créditos, más de uno y más de dos debimos recurrir al pañuelo. Un filme tan preciso como emotivo, y bien relevante, en una época en la que el concepto de justicia parece haberse distorsionado con tanto apedreamiento mediático express.

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