CAROL, de Todd Haynes

 

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Cuando Todd Haynes se despertó, el melodrama seguía estando ahí. El idilio del cineasta con este género denostado ha resultado ser amor verdadero, y todos los espectadores hemos salido ganando de esta unión. Sin duda se trata del registro formal que mejor le permite canalizar sus rasgos autorales, nombradamente su acercamiento postmoderno y transgresor a modelos codificados de la cultura popular y su interés militante por temáticas feministas y/o queer. Además, de momento, no corremos el riesgo de que de tanto acudir a la misma fuente, el cántaro acabe por romperse; cada visita de Haynes al woman’s film hollywoodiense de los años cincuenta ha transitado por sendas inexploradas y ha resultado complementaria a la anterior, conformando un rico corpus de lecturas paralelas sobre un mismo fenómeno. 

La incursión inicial, Far From Heaven (2002), era una deconstrucción a través del pastiche de la filmografía de Douglas Sirk, sacando del armario subtextos intuidos en los referentes originales y fijando el enfoque en problemáticas que la censura del momento no habría permitido tratar. Y tras romper ese molde, decidió arreglarlo. Su siguiente aproximación, la miniserie Mildred Pierce (2011), era en cambio una sublimación reivindicativa de las virtudes melodramáticas. Consistía en una nueva adaptación de la novela homónima de James M. Cain que ya había sido filmada en 1945 por Michael Curtiz, pero despojándola del enfoque noir de este y sustituyéndolo por el ensalzamiento y canonización de la heroína protagonista, una madre coraje imbatible ante sus calamitosas circunstancias.

Su tercera incursión, Carol (2015), podría interpretarse como una síntesis de las dos vías precedentes. Nuevamente Haynes recurre a un texto de la época, en este caso una novela semiautobiográfica de Patricia Highsmith en torno a un affaire entre dos mujeres de edades y clases sociales diferentes, afrontándolo sin ambages y con (engañosa) contención. Sin embargo, es la nueva estructura circular que añade su puesta en escena al material de partida, cuya inspiración confesa procede de David Lean, la que eleva la anécdota hasta cumbres insospechadas. Así, la historia de una relación se transforma por obra y gracia de la catáfora en la rememoración de dicha relación, una evocación emotiva que parte del punto de vista parcial de una subyugada Therese para contrastarlo con la perspectiva defensiva de Carol y así convertirse en un sutil mosaico de momentos clave compartidos por ambas. Más que mediante una sucesión de hechos objetivos, el relato se construye a través de una concatenación de miradas y gestos ambiguos, siempre abiertos a la interpretación de la audiencia, que rellena de significados los huecos de este cortejo. El incidente que propició el acercamiento de las dos mujeres, ese olvido de unos guantes durante unas compras navideñas, ¿fue deliberado o casual? ¿Cuál de las dos es en realidad la presa y cuál la cazadora?

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Lo importante está en los detalles

Carol va creciendo durante su visionado como el propio romance de las amantes. Haynes ha sabido escoger muy bien dónde colocar la cámara, combinando elegantes escenas situacionales rebosantes de exuberancia (aunque siempre comedida; aquí se evita la explosión technicolor de Far From Heaven) con encuadres furtivos a través de cristales y reflejos para plasmar el escondite sentimental de la pareja. Apoyándose en la siempre eficaz fotografía atmosférica de Ed Lachmann, el espectador queda irremediablemente prendado de la odisea de la pareja, con las que empatiza hasta llegar al clímax en la revisitación de la secuencia inicial una vez aprehendida su historia compartida.

Sorprende enterarse de que Haynes por primera vez no firma un libreto (que ha sido adaptado por Phyllis Nagy), pues es completamente coherente con su trayectoria y sus inquietudes. Carol sabe aplicar la memoria histórica post-gay al “amor que no tiene nombre”, echando la vista atrás sin revanchismo pero también con ciertas licencias, como ese final intencionadamente abierto que contrastaría con la cruda realidad de la época. Resulta curioso constatar que los más interesados en etiquetar la relación para poder denostarla son los dos hombres despechados, el marido vengativo y el pretendiente sustituido, incapaces de aceptar que no tienen agencia sobre los sentimientos de sus mujeres. Ellas simplemente se van entregando a su pasión platónica sin intentar clasificarla, en un avance gradual que no culmina hasta que por fin en medio de una escapada, alejadas de las presiones que las constriñen, pueden liberarse del todo. Junto a esta pareja hay una tercera mujer, la anterior compañera de Carol, que aporta a dicho triángulo una mezcla de rivalidad y confraternidad que enriquece el discurso. Haynes vuelve a demostrarnos que uno es él mismo y sus circunstancias a través de un artefacto casi perfecto que deja en evidencia a nuestra sociedad patriarcal, tanto su pasado directamente inquisitorial como la doble moral contemporánea: estoy seguro de que esta cinta habría corrido mejor suerte en entregas de premios y demás saraos si plasmase con la misma maestría un amor hetero en vez de uno lésbico.

Parece imposible no terminar una reseña de esta película sin referirse al espectacular trabajo actoral desempeñado por las dos protagonistas, una telúrica Cate Blanchett y una cómplice Rooney Mara, que obligarían a acuñar un nuevo término a la RAE para lograr definir la química que surge entre ellas. A estas alturas del partido hablar de directores de actrices y universos femeninos es un cliché bastante gastado, pero no por ello podemos dejar de reconocer que Todd Haynes se ha catapultado definitivamente a ese panteón del que también forman parte Almodóvar, Fassbinder u Ozon. Esperemos que la aproximación del cineasta al woman’s film no se quede en trilogía y llegue pronto una nueva correría por estas coordenadas, aunque siempre podremos amenizar la espera reviendo y reviviendo esta cinta, una obra inmersa que seguro seguirá acrecentándose con cada lectura adicional.

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