CESARE DEVE MORIRE, de Paolo y Vittorio Taviani

LA FORMA DEVORADA POR LA FÓRMULA

Los presos de la cárcel de Rebibbia son tan buenos actores que se merecen esta película. Uno de ellos, Salvatore Striano, el intérprete de Bruto en esta versión carcelaria de Julio César, se queja en una escena de sus dificultades con un parlamento: “Si presento mal esta línea, tendré problemas”, reflexiona. “Entiendo lo que Shakespeare trata de decir, ¿pero cómo se lo puedo transmitir al público?”. Su preocupación revela una de las claves de Cesare deve morire, una película que intenta ser muchas cosas a la vez pero que se queda siempre a medias: antes que nada, se trata de una adaptación tardomoderna de Julio César, pero también de un documental sobre su montaje en esa cárcel, una reflexión sobre la creación artística o la enésima ficción documental que diluye las fronteras entre lo real y su representación. Esta polisemia, en lugar de ser una virtud, limita las posibilidades de la propuesta al anteponer la teoría a la práctica: al margen de la potencia del texto literario y de las ganas que le ponen los actores, las mejores secuencias de esta película están atrapadas por la rigidez de su dispositivo, que encierra dentro de los encuadres aquello que el teatro previamente había liberado.

 Un Julio César carcelario: la sumisión a la puesta en escena

 Hace una década, el director teatral y contador de historias Quico Cadaval advertía, parafraseando a Fernando Fernán-Gómez, que la modernidad no era “montar ‘Don Juan Tenorio’ en una cancha de baloncesto o ‘Muerte de un viajante’ en un supermercado” sólo para que se viese que director había puesto algo nuevo en la obra. En este sentido, los Taviani se han dejado cegar por sus ansias de actualizar Julio César llevándolo a la prisión de Rebibbia. Cierto que su taller teatral ya existía antes de que ellos llegasen, y cierto también que el texto de Shakespeare permite el diálogo entre intérpretes y personajes gracias a los paralelismos entre sus experiencias criminales pasadas y los sentimientos abordados en la obra. Estos materiales daban sin duda para una gran película, pero el problema es su disposición final: la cámara de los Taviani se impone a los intérpretes con la misma autoridad que uno capo mafioso, estableciendo una jerarquía vertical que restringe la fluidez del proceso retratado. A fin de cuentas, ¿para quién actúan los intérpretes? Uno quiere pensar que para ellos mismos, pero lo cierto es que en demasiadas secuencias la planificación delata que su interpretación se realiza mayormente para la cámara.

Cesare deve morire debería contar la historia opuesta a Reality (Matteo Garrone, 2012), una película protagonizada también por un presidiario real, Aniello Arena, que interpreta en la ficción a un pescadero napolitano prisionero de su propia obsesión: participar en la edición italiana de Gran Hermano. En esta película, Arena se ‘liberó’ durante el rodaje al salir de la cárcel para encarnar a un personaje que quiere entrar en la versión postmoderna del panóptico carcelario, mientras que los reclusos de Rebibbia también se ‘liberaron’ metafóricamente a través de este montaje teatral. Por desgracia, los Taviani exigen a sus intérpretes un nuevo tipo de sumisión que no aparece en  Reality: la sumisión a la puesta en escena. Por este motivo, la paradoja feliz de Reality, en donde Garrone desplaza la cámara alrededor de Arena según convenga, se convierte en una paradoja triste en Cesare deve morire, dado que sus intérpretes son doblemente prisioneros del sistema penitenciario y del sistema de representación ideado por los cineastas: así, la libertad que ofrece el director teatral Fabio Cavalli cuando le dice a Striano “debes encontrar otra posición, tú eliges” desaparece cuando los Taviani priman la frontalidad y el plano contra plano por encima de otras elecciones estéticas en las que la cámara estuviese claramente al servicio de los reclusos y no al contrario.

Fabio Cavalli (izquierda) dirigiendo a Salvatore Striano (centro): «Debes encontrar otra posición, tú eliges”

Cesare deve morire Vs. Julius Caesar: la trampa del academicismo

 Teniendo en cuenta el texto del que nace la película, el recuerdo de Julius Caesar (Joseph L. Mankiewicz, 1953) es inevitable. En aquella adaptación, las convenciones del Hollywood clásico determinaban una puesta en escena que no envejeció precisamente bien, ya sea debido a su registro pomposo, a sus encuadres solemnes o a su ambientación de cartón piedra (ganadora curiosamente del único Óscar que se llevó la película). La devoción de Mankiewicz por el texto literario, así como su subordinación a la suntuosidad exigida desde la industria, lastran una película que fue muy aplaudida en su época pero que ahora resulta bastante kitsch por culpa de sus excesos y su afectación.

Este problema, sin embargo, no existe en otra de las películas teatrales de Mankiewicz, All About Eve (Joseph L. Mankiewicz, 1950), ni tampoco en su obra más suntuosa, Cleopatra (Joseph L. Mankiewicz, 1963). Del mismo modo, el trabajo más famoso de los Taviani, Padre padrone (Paolo y Vittorio Taviani, 1977), sigue siendo un precedente valioso para posteriores ficciones documentales, ya que reconstruye una historia real sin llegar nunca a vampirizarla. En estos ejemplos, tanto Mankiewicz como los Taviani desarrollaron unas formas cinematográficas que resultaron adecuadas para crear una lectura perenne de esas historias. Por el contrario, Julius Caesar y Cesare deve morire, salvando las distancias, comparten un mismo defecto: sus respectivos modos de producción ahogan la emoción que transmite un texto y unas interpretaciones virtuosas, anclando la inmortalidad de la obra de Shakespeare en la época de su adaptación. De nada sirve entonces que los Taviani integren varias enseñanzas vanguardistas en su película (el arte como proceso en vez de como resultado) si después las emplean como dogmas de fe de un nuevo academicismo: de este modo, en Cesare deve morire, la fórmula se confunde con la forma en una desafortunada digestión del tocino con la velocidad.

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