CINE Y CICLISMO. CUESTIÓN DE RITMO

El rato más emocionante del pasado Tour de Francia no fueron los avances de Chris Froome dejando atrás a su compañero Bradley Wiggins, ni los ataques de Vincenzo Nibali en la montaña, ni siquiera las victorias de los ciclistas murcianos Luis León Sánchez y Alejandro Valverde. Más allá de los resultados, hubo un rato mágico en la etapa que acabó en Foix, antes siquiera de los pinchazos masivos bajando el Mur de Péguère, en el que en plena ascensión de ese puerto, con la carrera sumergida en los bosques pirenaicos, las cámaras de la televisión francesa se empañaron produciendo una imagen insólita y sorprendente: los bordes del encuadre quedaron difuminados, creando un efecto iris que enmarcaba a los ciclistas en una aura de humedad. Viendo esas imágenes, yo sentí un escalofrío en pleno verano zaragozano, donde estaba viendo esa etapa, y me acordé de las imágenes de bordes distorsionados de Post Tenebras Lux (Carlos Reygadas, 2012). Por pura casualidad, la televisión francesa había conseguido un efecto semejante al buscado por Reygadas que le daba un nuevo sentido a la retransmisión del evento, potenciando la sensación física de estar allí. La emoción de una carrera ciclista, por lo tanto, no sólo procede del resultado, sino también de la inventiva de su dispositivo de representación.

Ilusión de transparencia

El verano pasado, mi amigo Marcos Pérez Pena, director del periódico Praza Pública, me comentó que con la emoción del Tour de aquel año se había puesto a revisar en youtube vídeos de Miguel Indurain. Tirando del hilo, enlace tras enlace, vio también imágenes aun más antiguas, de los tours de Pedro Delgado, de Bernard Hinault o de Eddy Merckx. Su sorpresa fue que esas imágenes del siglo pasado eran, tanto en términos narrativos como de puesta en escena, casi idénticas a las actuales. En las últimas cuatro décadas, las tecnologías de la comunicación han cambiado por completo la estrategia de la carrera mediante la interconexión entre ciclistas y directores deportivos, mientras que sus imágenes han quedado momificadas en unos protocolos rígidos. Las únicas diferencias visuales entre una carrera de los setenta y una actual se encuentran en la textura de la imagen, que se ha ido haciendo más clara, así como en la inserción de datos estadísticos dentro de ella, como los tiempos que separan a los ciclistas entre sí o la distancia que falta por recorrer hasta la meta. Nada de cámaras subjetivas, y mucho menos efectos visuales como ese iris involuntario del Mur de Péguère. En realidad, la última novedad formal realmente importante en el ciclismo debió ser la incorporación de los planos cenitales tomados desde las cámaras omniscientes de los helicópteros.

Las retransmisiones deportivas priman siempre la función fáctica por encima de cualquier innovación formal: su perfeccionamiento pasa por mejorar una ilusión de transparencia basada en la estabilidad de ciertas convenciones visuales. Así, a pesar de que la televisión y el cine se llevan retroalimentando desde los años cincuenta, el ciclismo parece confinado en un dispositivo televisivo muy codificado que ningún realizador se atreve a desafiar. Mientras, la filmografía sobre ciclismo es bastante escasa y no especialmente atractiva, ni para los cinéfilos ni para los aficionados a este deporte. Quizás, el mejor filme sobre el ciclismo podría ser Vive le Tour (Louis Malle, 1962), un cortometraje documental que aplica la estética pop de Zazie dans le métro (Louis Malle, 1960) al día a día de la carrera francesa. Este costumbrismo parece ser el único enfoque posible para trascender la estética televisiva, pero hasta ahora los pocos títulos que abordan el ciclismo desde esa perspectiva resultaron ser bastante mediocres, tanto en el campo del documental –Pour un Maillot Jaune (Claude Lelouch, 1965)- como en el de la ficción –Le vélo de Ghislain Lambert (Philippe Garrel, 2001)-. El desafío para los realizadores televisivos y los directores de cine aficionados al ciclismo, por lo tanto, se encuentra en la necesidad de desarrollar nuevas formas de ver las carreras, aunque sea en diferido. El maravilloso efecto iris del Mur de Péguère confirma que aún quedan muchos recursos por explorar.

Diálogos genéricos

El diálogo entre ciclismo y cine se encuentra restringido a los paralelismos entre sus respectivos géneros. El ejemplo más claro son las etapas de montaña, que procuran una narrativa a medio camino entre la épica (cuando alguien ataca, y sobre todo cuando su ataque persevera) y el melodrama (cuando uno escapado es finalmente capturado, o cuando uno de los favoritos no puede seguir el ritmo de los mejores): el énfasis de la realización televisiva en el sufrimiento de los ciclistas remite al exceso propio de los melodramas de Douglas Sirk o Rainer Werner Fassbinder, mientras que la celebración de las victorias, cambiando el plano de una cámara a otra según el ciclista se acerca a la línea de meta, tiene mucho que ver con la mística del héroe, bien sea el héroe clásico en los westerns de los cuarenta y cincuenta o el héroe reaganiano en el cine de acción de los ochenta. Ese concepto de ‘acción’ como espectáculo plástico también se refleja en las llegadas al sprint, que por momentos están editadas como los tiroteos coreografiados de John Woo: primero un plano frontal del sprint original, luego su repetición ralentizada, un breve inserto de la foto finish y por último a veces otra repetición más en plano cenital desde el helicóptero.

La emoción del sprint final. Una edición al modo de los filmes de 'acción'.

El ralentí, la repetición de acciones desde distintos ángulos, conectan con las batallas coreografiadas de John Woo.

El caso de las etapas contrarreloj es algo más complejo: ya que en estas tiradas los corredores repiten mecánicamente la misma acción durante todo el tiempo que tardan en completar el recorrido, una buena referencia visual para ellas podrían ser los filmes rodados en un único plano, como Sleep (Andy Warhol, 1963), Empire (Andy Warhol, 1964) o incluso Russkiy kovcheg (Aleksander Sokurov, 2002), pero el miedo de los realizadores televisivos a mantener un mismo plano por más de un minuto, así como el deseo escópico de la polivisión, obliga a alternar permanentemente las imágenes entre diferentes corredores. La verdadera emoción de estas etapas no está en el terreno visual, sino en el de los datos estadísticos, es decir, cuánto tiempo marca cada corredor en los diferentes puntos intermedios, y sobre todo qué significa ese tiempo con respeto a las clasificaciones. Por este motivo, la realización televisiva de las contrarrelojes intenta ser más imaginativa que la de otras etapas para no resultar rutinaria, esforzándose por visualizar la abstracción de los datos mediante el recurso a planos de detalle: imágenes del ritmo de pedaleo, de las sombras en el asfalto, de la manera de trazar las curvas, etc.

Se ha sido posible materializar las emociones de las contrarrelojes a través de imágenes, también debería ser posible darle otro sentido al aburrimiento de las etapas llanas sin escapadas ni abanicos. ¿Cuál sería el resultado de rodar una de esas tiradas empleando el estilo cinematográfico del slow cinema? Imaginad, un día pedaleando por las explanadas de Castilla o de Aquitania rodado como Gerry (Gus Van Sant, 2002) o como El cant dels ocells (Albert Serra, 2009). La narrativa, entonces (quién va en cabeza, quién puede ganar, quién queda retrasado), perdería importancia por el proceso, por la circunstancia, por acompañar a los ciclistas en su andadura, haciendo que un dispositivo cinematográfico le dé sentido, e incluso emoción, a lo que la retransmisión televisiva no puede, como sí fue capaz de hacer el grupo alemán Kraftwerk en su canción Tour de France

La lección del fútbol: Zidane, un portrait du 21eme siècle

El precedente para este tipo de experimentos no se puede encontrar en el mundo del ciclismo sino en el del fútbol: Zidane, un portrait du 21eme siècle (Douglas Gordon & Philippe Parreno, 2006) mezcla un dispositivo vanguardista basado en las infinitas posibilidades de captura que ofrecen las nuevas cámaras digitales con la narración de un evento tan codificado como un partido de fútbol. El 23 de abril de 2005, durante el partido Real Madrid – Villarreal, hasta diecisiete cámaras de alta definición se despreocuparon del balón para seguir los movimientos de Zinédine Zidane en el campo. En ese partido, Zidane no entró demasiadas veces en juego, limitándose a ir de una banda a otra del campo, enviarle un centro a Ronaldo para que cabeceara el primero de los goles que marcó esa noche el Madrid (el encuentro acabó 2-1), y provocar su expulsión por cartulina roja al agredir a un jugador contrario. La explosividad de Zidane, para lo bueno y para lo malo, quedó recogida en el filme, pero la mayor parte de su metraje se centró más bien en los tiempos muertos que se alargan entre sus intervenciones, atendiendo a su gestualidad, e incluso proponiendo una suerte de monólogo interior a través de unos subtítulos que recogen algunas declaraciones suyas.

El dispositivo ideado por Gordon y Parreno ofrece una experiencia de inmersión en lo que es un partido de fútbol a través de uno de sus protagonistas, dejando fuera de campo los goles (el penalti que marca el Villarreal es totalmente invisible) y manteniendo todo el tiempo un curioso diálogo entre la imagen analógica de la retransmisión televisiva real y la imagen digital de las cámaras cinematográficas. La edición de Hervé Schneid, el montador de Europa (Lars von Trier, 1991) o Amélie (Jean Pierre Jeunet, 2001), asegura la continuidad narrativa entre unas cámaras y otras, mientras que las virtuosas mezclas de sonido del equipo supervisado por Selim Azzazi establecen un fuerte contraste entre la polvareda que se escucha desde ‘fuera’ de campo (en la retransmisión) y lo que se escucha ‘dentro’ (en la imagen digital). El resultado muestra un partido como nunca antes se había visto, llevando la experiencia de ‘ver’ el fútbol a las salas de cine (cosa que ya ocurre con algunas retransmisiones televisivas en directo), pero también a las salas de los museos, dadas las trayectorias como videoartistas de Gordon y Parreno.

Otro ‘cine-ciclismo’ es posible

¿Podría aplicarse la experiencia de Zidane, un portrait du 21eme siècle al ciclismo? Cuestión de voluntad: la idea podría ser la misma (seguir a un único corredor en vez de toda la carrera), pero haría falta diseñar un dispositivo de captura que no interfiriera en el desarrollo de la competición, teniendo en cuenta que el ciclismo es un deporte que no está acotado en el espacio como el fútbol. En caso de que alguien llevara a la práctica el dispositivo ideado por Gordon y Parreno, las imágenes resultantes contarían historias bien distintas a las de la televisión (Zidane, un portrait du 21eme siècle se describe varias veces como ‘un paseo por un parque’ en sus subtítulos). Así, si tomamos como ejemplo el último Tour, el triunfo de Bradley Wiggins podría conseguir una dimensión introspectiva y épica al mismo tiempo: sería la historia de un ganador capaz de convertir las estadísticas en resultados que visualizaría -desde dentro- tanto la precisión de sus victorias contrarreloj como los sustos provocados por los avances a destiempo de su compañero Froome.

En caso de que este dispositivo se centrara en algún otro corredor, la historia de este Tour cambiaría por completo: sería la historia de la sumisión respetuosa (o de rebeldía frustrada) de Chris Froome, de los esfuerzos impotentes de Vincenzo Nibali y de Jurgen Van den Broeck, de la derrota anunciada de Cadel Evans o de la perseverancia no recompensada de Haimar Zubeldia. Siendo muchos los documentales que siguen la evolución de un personaje a lo largo de un proceso, pocos se atreven a mostrar su percepción desde dentro, y rara vez saben aplicar al cine de lo real aquel famoso monólogo interior que cerraba The Loneliness of the Long Distance Runner (Tony Richardson, 1962). Dado que este verano la alternativa visual a The Dark Knight Rises (Christopher Nolan, 2012) y Prometheus (Ridley Scott, 2012) pasa por las retransmisiones de un montón de eventos deportivos (la Eurocopa, el Tour, las Olimpiadas e incluso una Vuelta a España galleguizada durante cinco etapas), hace falta pensar sus imágenes para ser conscientes de las múltiples posibilidades formales que el modo de representación televisivo ha dejado fuera.

 

Comments are closed.