CLERMONT 2019: LABO(RATORIO) DIVERSO Y REFRESCANTE (2/2)

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marfa

Gran nivel de la animación

En un festival donde la animación tuvo un alto nivel, había un par que hacían de ponte entre el cine de lo real y el dibujado. Marfa (Myles McLeod, Greg McLeod, 2018) era el mejor ejemplo de esto. Concebido como un grupo de estampas de esta localidad tejana, los autores logran con apenas unos simples trazos sobre fondo en blanco componer un retrato ligero y fragmentado, pero muy complejo, de los tipos que habitan este pueblo ganadero. El formato de pantalla ni siquiera es un 4:3, sino que se trata de uno más vertical propio de un teléfono móvil, por lo que uno se inclina a pensar que el proceso de grabación bien pudiese haber sido con uno de estos dispositivos y después pasado a lápiz y tintas. En todo caso, todo tiene aspecto de bosquejo ligero en esta concatenación de retratos con las voces en off de los entrevistados mientras vemos pasar uno y otro con un estilo que podría recordar al de Guy Deslile o Adrian Tomine. La tradición es claramente la del cómic underground, aunque estamos lejos de la pluma más visceral de Robert Crumb, que abraza claramente Love he said (Inès Sedan, 2018), la lectura de un poema de Charles Bukowski hecha por el propio escritor, pues se emplea material de archivo sobre el que se pinta por encima y se añaden fragmentos más abstractos para ilustrar algunos fragmentos. El resultado es una delicia, que recuerda en el trazo por momentos a la exquisita y reciente novela gráfica Lo que más me gusta son los monstruos (Emil Ferris, Reservoir Books, 2018).

Un habitual del festival en esta área es el belga Bruno Tondeur, que regresa a Clermont-Ferrand con Sous le cartilage des côtes (2018), una comedia negra sobre un hipocondríaco patológico que vive obsesionado con una enfermedad que no tiene. Más allá de comunicar muy bien el estado de ansiedad de esta persona, el virtuosismo del filme consiste en combinar a la perfección tres grados de animación. Por un lado, el mundo real, con una ameba gigante rosa imaginaria pegada continuamente a nuestro protagonista, está dibujada en un estilo en dos dimensiones, podríamos decir que tradicional, aunque con colores fluorescentes en ciertos pasajes que lo apartan por completo de lo ordinario. Ya en el interior del cuerpo del protagonista, se nos muestran los órganos interactuando en stop-motion, machacados por la acción del tabaco o las drogas y, por último, en un nivel microcelular, entra en juego una animación abstracta y experimental. Todo combinado con un ritmo endiablado que no deja respiro al espectador, pues tampoco lo hay para este pobre hombre angustiado.

Son solo tres ejemplos de una animación de notable nivel que tuvo otros filmes destacables, desde esa especie de Jardín de las Delicias – la parte del Purgatorio – en movimiento que es La Chute (Boris Labbé, 2018); pasando por la desintegración en stop-motion de un cuerpo mecánico que nos presenta Le Sujet (Patrick Bouchard, 2018); por la chagalliana y apocalíptica The Flood is Coming (Gabriel Böhmer, 2018); o por esa suerte de homenaje al Kubrick interestelar que es Solar Walk (Reka Bucsi, 2018); hasta las más anecdóticas Quiet (Sonja Rohdeler, 2019) y Fest (Nikita Diakur, 2018).

Pero no solo de la animación viven en Labo. Ya es tradición en este programa reservarse un espacio para aquellas ficciones que juegan con los mecanismos del género para proponer narrativas que prescindan por completo de ellas, dando por supuesto que el público ya las conoce y que los cineastas pueden retorcerlas a estas alturas y masticarlas, regurgitarlas, a veces en ejercicios de pura cinefilia como The Boogeywoman (Erica Scoggins, 2018). En esta ola de dar la vuelta al género por partida doble que vivimos tras el éxito del Me Too, este filme no debiera tener problemas en colarse en programaciones de todo el mundo. La propuesta es tan sencilla como atractiva. Ambiente de slasher de instituto, una chica tiene su primera regla y para ella y sus amigas es todo un acontecimiento. Esto tiene algo de rito, paso a la edad adulta y esas cosas y obviamente va vinculado al acto sexual, del que estas pipiolas aún no saben nada, pero no dejan de hablar. Es una ficción que podría construirse a través de otras ficciones, como veis. Resuenan aquí Carrie (Brian De Palma, 1976) y tantas otras de esta línea, quizás ninguna en particular, aunque la fijación de Scoggins por los primeros planos y la insistencia en la carne nos remita al primer David Cronenberg. Todo ocurre en un baño y apenas en una pista de patinaje donde las chicas comparten con los chicos un momento de diversión. Lugar cerrado y lúgubre, corre por ahí una leyenda de una “boogeywoman”, una “mujer del saco”, y se sugiere que la protagonista podría tener una conexión con ella. A partir de aquí, el ambiente que se desea recrear podría parecerse más al de Twin Peaks (Mark Frost, David Lynch, 1990-1991). A fin de cuentas, The Boogeywoman no cuenta apenas nada, es todo artefacto evocador que se sirve de un cine pretérito sobre el que construye conciencia de género en unos tiempos del Me Too en los que debiera irle bien entre los programadores de festivales. En cierta medida, toma aquí el relevo de una Jennifer Reeder que brilló aquí en pasadas ediciones y que estrena en estos días en la Berlinale su largo Knives and Skin (2019).

The-Passage

Artefactos de género

También son artefacto, no cuentan nada, y construyen todo además alrededor de un plano Wild Will (Alan King, 2018) y Nursery Rhymes (Thomas Noakes, 2018). En el primer caso, se trata de un primer plano de un hombre detenido en una comisaría, estático, y la gracia está en imaginar qué pasa fuera de cuadro cuando éste se mueve. El sonido juega un papel muy importante en el fuera de campo para comprender la historia. El segundo caso es justo su contrario. Un hombre recita una canción con nerviosismo y eso es lo que genera en el espectador. Está desnudo y ante una extensión verde con cabezas de ganado. Sabemos que algo extraño ocurre, hay algo que la cámara no nos muestra. Aquí el sonido, esa canción, sirve en este caso para ocultar otra información sonora que la cámara mostrará cuando haga una panorámica sobre la carretera en la que el hombre se encuentra. Con un giro de 360 grados, cuando la cámara vuelve a su posición original, el chico ha dejado de cantar, y ya contamos con toda la información, el misterio está resuelto. Dos ejercicios de suspense que juegan con el fuera de campo, ocultando información a través del encuadre y los sonidos que deciden mostrar.

Pero la sorpresa en esta liga la encontramos en The Passage (Kitao Sakurai, 2018), merecidos premios Canal + y del público, uno de los filmes más insólitos de toda la competición. Coescrito por el director y Phillip Burgers, quien también la protagoniza, el principal acierto de la cinta está en este intérprete, que se presenta como un perfecto Buster Keaton contemporáneo. No habla, y los demás lo hacen en distintos idiomas, pero se prescinde de subtítulos intencionadamente. Persecución ridícula, no nos hace falta saber por qué lo persiguen, puede ser un ajuste de cuentas pero eso da igual. El caso es que van detrás de él, y el tal Burgers irá pasando por distintos escenarios, siendo ayudado por variopintas personas que encuentra en su camino, sin que el espectador pueda anticipar qué va a suceder al minuto siguiente. Este tipo debe sentirse como Peter Sellers en El guateque (The Party, Blake Edwards, 1968), en el sentido de que esta cinta comparte este mismo espíritu de que podría entrar en escena cualquier cosa y sería verosímil, o no, pero seguramente arrancaría carcajadas en la sala, como de hecho hizo en Clermont. Un antídoto contra el aburrimiento.

Esta es la típica película que aligera cualquier sesión con rigor, como también lo hacía la Paquita Salas arty Ève (Agathe Riedinger, 2018), tras propuestas estrictamente experimentales como las que cerraban la sección Labo. Es común reservar también un espacio para los ensayos, y esperados eran los de Clément Cogitore y el dúo Matthias Müller y Christoph Girardet. El primero firma con The Evil Eye (2018) un trabajo de apropiación que explicita al numerar las imágenes que utiliza en una esquina de la pantalla. Todas ellas salen de descartes de campañas publicitarias y otros tantos detritos de la sociedad de consumo que fagocitan a la mujer como objeto. Cogitore intenta elevarla en amazona deificada, sacralizarla y empoderarla, sobre los escombros dejados por las imágenes del patriarcado. Así parece marcarlo una voz en off y una selección de imágenes que lo emparientan por la vía espiritual con los trabajos más recientes de Terrence Malick. Por su parte, Müller y Girardet tiran también de archivo en Screen (2018) para desarrollar algo más terrenal. En este caso la memoria es cinéfila, pues el material de partida son cintas preexistentes y el esqueleto de la película un ejercicio de hipnosis en el que se usan voces en off sacadas de experimentos reales y, en la imagen, juegos lumínicos, partículas flotantes y los elementos: fuego, agua, tierra y aire.

Esta técnica de apropiación también se aplicaba a L’Espace commun (Raphaële Bezin, 2018), una curiosa pieza donde se mezclaban grabaciones en ciudades con extractos de películas filmadas en las mismas y se montaban para hacer coincidir los lugares registrados desde estas distintas procedencias, resultando en una arquitectura fílmica de la ciudad al juntar varios de estos extractos, en la que se reflexionaba sobre la urbe como espacio cinematográfico y sobre el impacto del cine en el imaginario colectivo de las ciudades. También sobre las urbes iba Erebeta (François Vogel, 2018), con planos de ciudades japonesas acompañados de música de koto e intervenidos por un proceso de morphing al son de esta música. Así se completaba, como decimos, uno de los programas más diversos, completos y de mayor calidad en la sección Labo a los que hayamos asistido en los últimos años.

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