Curtocircuíto 2022: Supernova

Abismo, de Rubén Suárez

Abismo, de Rubén Suárez

Dentro de la programación de Curtocircuíto, Supernova es una sección que siempre aplaudiré y que deberían adoptar muchos festivales de cine que pretendan dejar espacio para todas esas obras que están a medio camino entre lo profesional y lo amateur. En varios de los títulos de crédito de las piezas seleccionadas en el encuentro compostelano observamos cómo los nombres se repiten, un buen síntoma de que el audiovisual nace del compañerismo y de la amistad. “Hoy por mí, mañana por ti”. Esto es algo más importante y bonito de lo que parece. Supernova es un bienvenido lugar de encuentro para nuevas cineastas que empiezan a experimentar con el medio. Este año, asistimos a una sección algo irregular, hermética y un tanto fría, donde el intimismo y la introspección cobran protagonismo una vez más, algo que al espectador aguerrido de Curtocircuíto ya no debería sorprenderle. Sin duda, sigue siendo una sección NECESARIA. Sí, en mayúsculas: NECESARIA. Vamos a profundizar un poco en las piezas presentadas en esta edición.

Comenzamos con Abismo, de Rubén Suárez. En el corto nos encontramos con un joven prisionero de un trauma que no le permite avanzar. Con una fotografía cenicienta y un metraje algo dilatado, la pieza intenta transitar entre varios géneros como el terror y el drama más intimista. Coquetea con el fantástico para hablar de una pesadilla real y tangible y logra salir airoso, pero la mezcla de géneros embarra algo el ritmo del relato y rompe muchas veces la acción al no resultar tan orgánico el paso entre unos y otros. Los cambios son algo precipitados y bruscos, aunque no deja de ser una obra disfrutable, con las carencias normales de las primeras producciones, pero con unos destacados efectos visuales en sintonía con la historia y una clara y bienvenida voluntad de estilo.

Continuamos con una pieza que también habla de prisiones y traumas, aunque en este caso con connotaciones muy distintas. Manifesto, de Eire Cid, es el título con más personalidad de la sección y también en el que se deja ver una cuidada estética y fotografía. La protagonista es una chica llena de miedos impuestos que la hacen vivir en una cárcel interna fruto de un constructo social que le niega el derecho a parar. Ella cuestiona injustamente su imagen y ritmo de vida para llegar a un clímax, lleno de rabia bien canalizada, donde la película rompe la cuarta pared para hablarnos de la liberación de la mujer. La obra juega con distintos formatos con acierto y seguridad, aunque nada que no hayamos visto antes —similar a lo que hace Xavier Dolan en la angustiosa Mommy (2014)—. Manifesto es un corto con un buen ritmo, que a pesar de desarrollarse casi completamente en un único espacio, sabe emplearlo a la perfección adornándose con una dirección de arte que también brilla con luz propia.

En Carlos foi vivir ao mar, de Fernando Areal, encontramos otras cárceles y un personaje que también parece estar encerrado, aunque aquí de forma voluntaria, en una sola localización alejada de todo. No es un filme emocional, aunque quizás no pretende serlo. La atmósfera de esta pieza está muy bien conseguida y tiene algo especial esa narrativa tibia que sabe tomarse su tiempo para cocinar todos sus elementos. La monotonía, la tranquilidad del personaje, esas rutinas trazadas mil veces, en vez de reiterar, inciden y ayudan a construir tensión y transmitir pesadumbre. Se genera una falsa sensación de calma que incendia el relato para llevarlo a un lugar donde parece que existe una amenaza invisible y donde cualquier cosa puede ocurrir. El ambiente es poderoso y existe un misterio latente que vive gracias a las imágenes de una fotografía contrastada y que tira sabiamente hacia el azul. Un mar embravecido al fondo parece reflejar el reflujo interno de un protagonista tranquilo y calculador que recuerda por momentos al personaje de Antonio De La Torre en Tarde para la ira (2016), e igual que en la película de Raúl Árevalo, en algún momento la calma explota, se produce la tormenta y las olas ganan altura.

Por el contrario, Breogán Xague, en Para ver o mar ás veces é mellor pechar os ollos, abre su pieza con un mar en calma y desenfocado. Su propuesta íntima y críptica no llega a trascender y queda en terreno de nadie. Es de reconocer su apuesta, su salto al vacío, la intención de experimentar y de buscar diálogo entre las imágenes, pero se me antoja un prototipo de algo que no sé muy bien lo que es ni a donde podría llegar. Hay algo valiente en ella, algo con lo que no acabo de conectar, pero que puedo reconocer como una semilla en una tierra húmeda y propicia que está a punto de crecer y comenzar a dar sus frutos en un futuro.

Manifesto, de Eire Cid

Manifesto, de Eire Cid

Sedimento, de Noa Costas, nace y quiere ser un hermoso aunque gélido homenaje de la cineasta a su abuela. La historia que nos cuenta la directora, ese sueño que tiene en el que su abuela vuelve de entre los muertos para una última cena en familia, es increíble y está llena de posibilidades. El material de base es muy bueno, pero el camino elegido es demasiado introspectivo. Las imágenes estáticas, aunque disfrutan de simbolismo e intención, junto con el deber de leer el relato, adormilan y estiran mucho una narrativa bidimensional pero pobre. No hay una conexión clara en esa pantalla dividida entre imágenes y texto. No hay un diálogo natural que justifique la presencia de ambos recursos. No siento orgánica la pieza, sino más bien forzada y distante.

Por otra parte, en DEMASIADO*JOVEN*PARA*MORIR, de Víctor Soho, también asistimos a una especie de homenaje a una amistad orquestada con un sinfín de colores adulterados, chispazos que pueden dejarnos catatónicos y deformaciones para nada sutiles de las imágenes. Crea un mundo tan particular como hermético e indolente, que nos sacude y devuelve a la orilla si queremos entrar en él, complicando el hecho de conectar con ese dolor existencial que quiere transmitir la pieza. El autor se encarga desde los primeros segundos de dejarnos fuera de ella, agobiándonos con un galimatías de imágenes y rimbombantes colores que parecen más una excusa que una razón. Tampoco ayuda una voz agresiva y perdida en sus propias quejas, como un trompo atascado en el infinito. Al final todo parece un arrebato adolescente que, más que reflexionar, escupe lo que lleva dentro, algo un tanto desconcertante. Aun así, la integración de algunos efectos produce imágenes interesantes que funcionan como pequeñas islas dentro de ese discurso visual algo excesivo, pero en el que sí se intuye cierta orden en el caos.

En O que queda, de Alejandro Rodríguez, encontramos a un cineasta sin miedo a la exposición, que regala una obra para el recuerdo, y nunca mejor dicho, ya que la pieza habla de cómo construimos nuestra memoria en la actualidad, en un mundo que vive en la dictadura de la imagen y generamos contenidos casi sin querer. Ante todo este vértigo y fluidez visual, la imagen pierde su valor y la democratización en la que se asienta hoy es un arma de doble hilo. Estamos en una época en la que esta saturación de imágenes, muchas veces hechas sin intención, azarosas, precisan siempre de un contexto para poder situarlas, sin lo cual pueden no significar nada. O que queda es una reflexión que se sumerge en lo personal para transmitir algo universal, que saca épica de lo cotidiano y alumbra con una voz certera y que dirige una narración dinámica que nunca se atasca. Nueve minutos que saben a poco y dejan un poso importante. Un nombre a seguir.

Supernova vuelve un año más a cumplir su cometido de dar voz y ser plataforma de difusión, ofreciendo una sección en la que, aunque echamos en falta otras exploraciones más abiertas y accesibles, géneros más diversos, consigue trazar un mapa de las inquietudes autorales de los nuevos cineastas gallegos, con obras bastante diferenciadas entre sí, pero con cierto hilo conductor que las hace caminar, de alguna forma, juntas.

O que queda, de Alejandro Rodríguez

O que queda, de Alejandro Rodríguez

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