DECLARACIÓN DE GUERRA, de Valérie Donzelli

El escritor venezolano Carlos Yusti escribe sobre la definición de “lo cursi” lo siguiente: “Se podría denominar que lo cursi es una exageración empalagosa por el artificio, es una inclinación en superlativo por el mal gusto. Posee una lógica entre lo solemne y lo caricaturesco. Lo cursi no es el paraíso, sino su añoranza con soponcio y telele incluido. Es la Miss Venezuela electa, quien sobreactuando su sorpresa por ser la ganadora se baña en lágrimas de cocodrilo y reparte besos, mientras las perdedoras la saludan cuando en verdad quisieran asesinarla”. Todo esto, lo cursi, nos viene a hablar de hasta qué punto la realidad y la ficción se han venido a mezclar y a desdibujar, hasta convertirse en un amasijo de gestos predeterminados: la verdadera emoción se extrae para ser ocupado su lugar por convenciones que son, cómo no decirlo, cursis.

Desde ese punto de vista, lo cursi es algo que contamina tanto la vida como los productos audiovisuales, en un perpetuo y estéril camino de ida y vuelta. Así como en las ficciones cinematográficas y televisivas se está triste, enamorado, furioso, consternado o sorprendido de maneras muy concretas, es difícil esquivar el cliché en el trascurso de la existencia, en especial cuando no se siente lo que se supone que se debería sentir en un momento determinado. Esa risa nerviosa que ataca en los funerales, esa furia subterránea que provoca la risa forzada en las celebraciones protocolarias. Es una mordaza de la que pocos se atreven a liberarse, y ese liberarse es lo que hace especial a una película como Declaración de guerra. El enfrentarse, como personaje y como cineasta, a una situación difícil sin afectación, de una manera genuina y refrescante. Como ya hiciera (aunque más inclinada hacia la comicidad y el disparate) en La reina de corazones, sin escatimar el dolor mezclado con ridiculez y aspavientos inherente una ruptura amorosa.

Valérie Donzelli lidia, en el film, con la enfermedad de su hijo de dos años: tiene un tumor cerebral. Y ya desde el primer momento, aborda su historia de una manera honesta. No explota la sensibilidad del espectador, pues enseguida sabemos qué pasará con el niño a largo plazo. El foco de atención no recae sobre el enfermo (del que apenas recordaremos su cara una vez terminado el film), ni se extiende por ella esa manía de atribuir al enfermo sometido a un tratamiento la condición de “héroe” o “luchador”. Gracias damos.

El foco está, entonces, en la forma de encarar el asunto de Juliette, trasunto en la ficción de Valérie. Y está claro que la desesperación, la tristeza, el cansancio, la furia, no tienen maneras predeterminadas de aflorar, del mismo modo que no hay formas predeterminadas de filmarlas. Es así como una cámara en completa intimidad con los personajes y que parece acompañarles en sus estados de ánimo nos demuestra que se puede estar angustiado por la enfermedad de un niño e irse de fiesta, que la confusión y el cansancio pueden convertirse en un musical, y que se puede conservar el sentido del humor y la rebeldía sin rebajar la intensidad emocional. Y la verdad aflora sin importar cuán inverosímiles sean los juegos y las rupturas por las que se pasea Donzelli, algo evidente aún sin saber que la historia que cuenta es la propia historia, y que sus protagonistas (ella y su expareja, Jérémy Elkaïm) son los mismos que antes la vivieron en la realidad. Juegos que nada tienen de amaneramiento, por mucho que recuerden a formas de otros (Truffaut, mucho, por ejemplo) sino más bien de visceralidad. Es por todo esto entonces que Declaración de guerra, en su encanto irresistible y en su colorida energía que no deja de arrastrar al público (véase sus resultados en taquilla en Francia, y el lugar al que llegó en la carrera por los Oscar) es todo lo contrario a lo cursi.

También comparte Donzelli la libertad sin complejos y la alegría revolucionaria (palabra tan desafortunadamente gastada por la publicidad) de extraordinarios colegas (y cómplices a veces) como Serge Bozon y Axelle Ropert, que desde posiciones disímiles provocan un desgarrado entusiasmo en el espectador. Y que no podemos menos que retomar como arma arrojadiza en los tiempos que corren, en los que parece que ya no queda lugar para lo bello y lo sublime. Pues al igual que Donzelli le declara la guerra de su particular manera a lo cursi, a lo ajado, no nos queda más remedio que resistir aún cuando se nos arrincona y se nos intenta disgregar, cuando se nos arrebatan esos lugares donde el nosotros aún es posible, donde el pensar y el sentir fluyen. Y a la banalidad y a la vulgaridad sólo podemos responderles, entonces, continuando con la fiesta. Siempre fiesta, sin necesidad de pedirle permiso a nadie para celebrarla. Y en lugar del manido gesto de abatimiento, del lamento repetido hasta la saciedad, cantaremos a gritos, correremos y bailaremos. Llega el momento de ponerse en marcha. La guerra no ha hecho más que empezar, y con un exultante gesto de entusiasmo combativo por las cosas que nos importan, difícilmente nos vencerán a base de tristes imitaciones de la emoción auténtica que nos ha movido, y nos mueve.

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