DOC LISBOA 2013 (1/2): PROGRAMAR ES POLÍTICA

Doc Lisboa. Un festival que cuenta con seis salas en las que se están pasando filmes de forma simultánea, y a las que aun se le suman actividades paralelas y otro par de espacios con proyecciones más esporádicas. Un festival en el que llegar de una sala a otra lleva una media de 20 a 45 minutos, aun utilizando el metro. En resumen, un verdadero mastodonte cinematográfico. Lógicamente, imposible ver todo, tópico que se dice en casi todos los certámenes, pero aquí no exageramos. Uno puede quedarse con la sensación de que más es menos, que seleccionar un número tan elevado de documentales puede diluir la propuesta. Sin duda, es un riesgo que Doc Lisboa asume. Pero teniendo en cuenta que Riscos – “riesgos” en portugués – es una de sus secciones más imaginativas, creo que no es una palabra que les asuste.

Honestamente, tras una semana recorriendo las calles y salas lisboetas, y unos treinta filmes visionados, ya no sé a qué sección pertenece cada uno. Poco importa. Lo cierto es que el sentimiento de coherencia de su programación permanece y se asienta días después, con dos líneas muy claras: cine político – vía el documental directo – y el diario filmado – con toques performativos – como herramienta de exploración social. Esta primera crónica del festival se centrará en el primer aspecto. Y en él, hay dos filmes que sobresalen sobre los otros y que van de la mano. Citar estos dos nombres es como establecer una línea de maestro – discípulo que atraviesa todo el cine directo. Nos referimos a Frederick Wiseman y Wang Bing. Sus últimos filmes, At Berkeley (2013) y ‘Til Madness Do Us Apart (2013) no suponen en absoluto ninguna sorpresa, simplemente el asentamiento de una estética – y una ideología – en la que ambos llevan indagando mucho tempo.

Wiseman es el gran cineasta de las instituciones, y en este caso vuelve a las aulas para filmar una de sus obras más completas y complejas. El documentalista se mete en la famosa universidad pública estadounidense para trazar las líneas maestras del desmantelamiento de su identidad. No filma solo a los alumnos. Se cuela también en los consejos de la universidad, en las oficinas del campus, en las protestas contra los recortes, se infiltra en el despacho del decano. Captura durante horas el día a día, observa la realidad tal como se le presenta y después… monta. Es aquí donde reside el genio de Wiseman, en su capacidad para elegir los momentos más significativos que ha registrado, ordenarlos con coherencia y establecer un discurso. Un profesor de Física explica bien lo que el cineasta pretende. ¿Cómo percibimos el tiempo? Precisamente porque nuestro cerebro identifica unidades mínimas de repetición. Esto es, si guiño un ojo varias veces seguidas, estableceré una secuencia por la que puedo medir el tiempo que ocupa que yo cierre y abra el párpado, precisamente porque lo comparo con toda la estructura. Si muevo el brazo arriba y abajo, puedo establecer otra secuencia, y medir cuánto me lleva realizar tal movimiento con respecto a una serie. Como el profesor explica a sus alumnos, hay dos metáforas del tiempo: la línea y el círculo. En el caso de Wiseman, los planos y la secuencia. Cada parte del filme expone unas ideas, una idea lleva a otra, acaba, y la siguiente enlaza con una anterior. Un círculo. El círculo de Wiseman en este filme, de estructura musical y poética, por muy narrativa que aparentemente se presente, es la larga secuencia del consejo rector, en el que se deciden los drásticos cambios que se van a realizar por la situación económica de la universidad. Baja la inversión pública, hay que facer algo para garantizar la supervivencia. Da realmente miedo lo que se propone: despido de profesores, subida de tasas, aumento de capital extranjero con más estudiantes internacionales… Y todo queda justificado por el rector con la excelencia como principal argumento. ¿La excelencia a qué precio? Si los fundadores de Berkeley pueden estar orgullosos de algo es de proponer y ser capaces de desarrollar una universidad diversa y para todos, frente a los modelos anglosajones más tradicionales y puramente privados de Harvard o Cambridge. Se trata, en el fondo, de una cuestión ideológica, y lo que Wiseman documenta, a lo que asiste el espectador, es al verdadero desmantelamiento de este sistema, más justo, y su sustitución por uno en el que reinan las crudas leyes del mercado. Está ocurriendo en todo el mundo y somos conscientes. La grandeza del filme radica en que lo explica con claridad meridiana, y que liga todo este proceso al ámbito en que se circunscribe, el norteamericano: inserta sus imágenes en la cultura de todo un pueblo. Y por eso es relevante.

La China que el régimen no quiere enseñar

Tanto como ‘Til Madness Do Us Apart. Ese “hasta que la locura nos separe” del título es ya toda una alegoría de Wang Bing contra una realidad funesta que está teniendo lugar en la China de hoy en día. Donde ya filmara su anterior Three Sisters (2012), en la provincia de Yunnan, Bing visita ahora un centro psiquiátrico, donde en el fondo acaban todos los contrarios al régimen actual cando éste necesita apartarlos de la vida pública. Una tortura peor que una cárcel tradicional, en la que muchos acaban por perder la conciencia de lo que un día fueron. Esta horrible maquinaria de opresión queda registrada por el realizador como es habitual en su sello. Se acerca a todos los pacientes que considera importantes para capturar lo que acontece allí dentro, se gana su confianza, y los sigue a todas partes. El modelo es el mismo que el de Wiseman, pero podríamos decir que evolucionado, pues donde el norteamericano coloca varias cámaras y establece una puesta en escena previa en el espacio que va a filmar, Bing está solo e improvisa, construye el filme sobre la marcha. Él es el camarógrafo, el sonidista y el editor de todas sus obras. En resumen, el autor total, uno que puede serlo gracias a las pequeñas cámaras digitales, que mete donde le da la gana y con las que logra, seguramente, establecer un mayor nivel de intimidad con los personajes que no alcanzaría con el 16 mm. propio del cine directo clásico.

Pero hubo otras propuestas interesantes, más allá de estos dos peliculones, respecto de la capacidad del cine como dispositivo político. Una de las más radicales fue la de James Benning en Stemple Pass (2013). La cinta consta de cuatro partes de idéntica duración – media hora – correspondientes a las estaciones del año, en las que queda registrado el paisaje del valle del título. Esta lenta observación del territorio permite fijarse en cómo la luz incide sobre las superficies – las hojas de los árboles, los troncos, las montañas del fondo… Más allá de este placer contemplativo, un off sacado de diarios e informes de hombres que atentaron con bomba, buscando una vuelta a nuestros orígenes naturales y repudiando la alienación que puede generar el avance tecnológico; confiere a la cinta una vertiente política, que condiciona la lectura de unos planos a priori limpios de significado. Benning reflexiona de este modo sobre la propia naturaleza de la imagen para crear discurso.

Nación… ¿qué nación?

Fuera de los grandes nombres, hubo un conjunto de propuestas que compartieron una misma preocupación por el concepto de la identidad nacional. En todas ellas, los valores asociados a un Estado, y el propio estatuto legal de ciudadano, se situaban en un limbo de difícil definición. Volviendo a China, en ese país uno necesita un permiso de residencia para poder quedarse en la zona del Estado que le corresponda y, fuera de ella, es tratado prácticamente como un emigrante ilegal. Esto, evidentemente, lleva a abusos del poder y violación de los derechos humanos, como muchos activistas han denunciado. Zhu Rikun es uno de ellos. En The Questioning (2013) coloca una cámara oculta en una habitación en la que la policía entra a hacer un control. El filme es eso, un único plano en el que se desarrolla sin cortes la conversación mantenida entre el cineasta y el agente de la ley, en el que queda al descubierto la perversión de esa excesiva burocracia.

En Kelly (Stéphanie Regnier, 2013) asistimos con la entrevista como principal mecanismo de la película, a los múltiples e infructuosos intentos de una emigrante peruana en Marruecos para pasar a Francia. Habiendo sido criada en la Guayaba Francesa, con un francés casi impoluto, y sintiendo la idea de la República y de la Metrópolis, ¿qué es lo que hace a Kelly no francesa? ¿O por qué es más peruana que gala? Avi Mograbi tiene el mismo dilema en Dans un jardin je suis entré (2012) – análisis más profundo en nuestra crónica del FID Marseille – cuando va en busca de sus orígenes familiares. Es israelí, sin duda, pero también árabe. El protagonista de Eclipses (Daniel Hui, 2011), ¿es norteamericano o realmente de Singapur al ser hijo de emigrante? Sobre esto reflexiona una historia que divide las dos identidades asociándolas a ficción y documental de un modo nada obvio, que se va desplegando conforme avanza la trama. Eric Baudelaire habla en The Ugly One (2013), su primera ficción, en esencia, de la incapacidad de hacer una revolución, pues esta es un levantamiento – el palestino – que no termina de concretarse precisamente por su difusa – o múltiple – identidad nacional.

Parte de la cuota lusa también estuvo muy marcada por la política. En el mismo espíritu de cine directo de Wiseman o Bing, Tiago Afonso rodó en la cárcel de Guimarães Tempo / Espaço (2013) sobre un conjunto de reos que realizan actividades ocupacionales de todo tipo para paliar su situación de exclusión social. En la sinopsis pinta mejor de lo que el filme realmente es. A diferencia de los autores con los que abrimos este artículo, Afonso no logra ir más allá del simple registro de estas situaciones, y al filme le falta discurso. Todo lo contrario que le ocurre a Redemption (Miguel Gomes, 2013) y O Corpo de Afonso (João Pedro Rodrigues, 2013), cortos políticamente muy dirigidos, juegos cinematográficos que blanden la sátira como principal arma. Gomes sigue un poco la estela de Jay Rosenblatt en Human Remains (1998), al montar con imágenes de archivo offs de corte personal, extractos de diarios, que en los créditos descubrimos designan a Angela Merkel, Nicolas Sarkozy, Silvio Berlusconi y Passos Coelho. Una burla de la troika que habría sido más efectiva de provenir de textos reales. Todo es una invención, y eso le resta alcance a la propuesta, sin invalidar, eso sí, un ejercicio de montaje muy trabajado. Rodrigues es más irregular, pero también valiente en O corpo de Afonso, el primer rey de Portugal, del que nunca se ha hallado su cadáver. Partiendo del dicho gallego de que “de una puta y un vigués, nació el primer portugués”; Rodrigues toma a varios cachas de gimnasio, precisamente del área de Vigo, para representar el cuerpo del monarca. El filme es un casting sobre fondo de chroma, en el que el director pide a sus modelos desvestirse – en una exploración del cuerpo bastante homosexual – y les hace leer en portugués, con un acento atroz de gente mayoritariamente castellano-hablante. El ejercicio es irregular, sí, pero divertido. Y asombra lo mucho que Rodrigues puede hacer con minúsculos recursos.

Por último, hubo al menos dos filmes que, en esta línea política, optaron por la vía del feminismo. Noces rouges (Guillaume Suon, 2013) sigue el modelo de dar voz a mujeres en áreas rurales que han sufrido maltratos propio de Tria Minh-ha. En concreto, habla sobre los matrimonios forzados por los khemeres rojos en Camboya. El filme deriva del documental de testimonios al performativo, al convertir a la protagonista en entrevistadora inquisitiva, al estilo Michael Moore. Nada que ver con la larga entrevista de Portrait of Jason (1967). El clásico de Shirley Clarke, una de las muchas fotógrafas presentes en esta edición de Doc Lisboa, deja que su entrevistado, un negro homosexual, vaya contando poco a poco su historia, pasando de un relato de aparentes conductas superficiales a una terrible confesión de cómo experimenta, aterrado, su condición de raza y sexual. Un retrato que, por extensión, habla de todo un colectivo y lo reivindica.

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