DOCUMENTAMADRID 2018: ALEGRÍA EN ESTA LUCHA

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“Ser libre es no tener miedo”. La cita pertenece a Nina Simone y puede escucharse en el breve inserto que abre Tódalas mulleres que coñezo (Xiana do Teixeiro), quizá la película más pertinente de todas cuantas tuvimos ocasión de ver durante la decimoquinta edición de DocumentaMadrid. Pero también podría servir para ilustrar la filosofía adoptada por un festival que, tras librarse de la losa que en el pasado le supuso cierta voluntad absurda de complacer a un sector mal entendido como “gran público”, a menudo incluyendo simples reportajes de actualidad, ha recobrado al fin una plenitud digna de las más punteras citas dedicadas al cine documental. Uniendo como pilares la voluntad de alumbrar el camino de nuevos autores y la reverencia a grandes cineastas más o menos ocultos –esta vez, tan destacables y complementarios en todos los aspectos como Laila Pakalniņa, Ross McElwee y João Moreira Salles–, estos diez días de mayo que ya son un clásico en la agenda cinéfila madrileña se presentaron repletos de proyecciones y encuentros, mucho más allá de unas secciones competitivas (Nacional, Internacional y Fugas) de por sí ricas. Como ya apuntamos el pasado año con motivo de su oportuno cambio de rumbo, DocumentaMadrid forma ahora parte de un escenario cinéfilo en ebullición dentro de la capital, sin miedo a encajar en su parrilla las obras más variopintas y establecer con ellas un debate político y estético.

I.

La película escogida para abrir el festival, Antígona (Pedro González-Rubio), supuso toda una declaración de intenciones. No tanto por su calado, más bien anecdótico en comparación con lo que vendría en las jornadas posteriores, como por apuntar una serie de líneas que estarían presentes de cabo a rabo en la programación. A través de una representación del clásico griego por parte de un grupo de estudiantes mexicanos, este documental trata de expresar el valor crucial de la pedagogía, la denuncia de la situación de la mujer dentro de la sociedad y, en definitiva, la necesidad de una respuesta firme y solidaria ante los atropellos del poder. Lo hace además entremezclando tiempos y relatos en un dispositivo con cierto riesgo formal, evitando trabajar un terreno ya caduco. Aunque fallida en lo referente a la analogía, su presencia sintetizó de primeras uno de los grandes valores que atesoraba el programa en su conjunto: el acto artístico como arma para dar voz a los oprimidos, la experimentación convertida en antídoto contra los abusos del relato oficial.

En otro extremo, sencilla en lo formal hasta el punto de estar compuesta casi íntegramente por conversaciones en blanco y negro, la obra con la que hemos abierto este texto hizo presente lo fértil que puede resultar cualquier obra con independencia de su formato. En Tódalas mulleres que coñezo, Xiana do Teixeiro otorga la palabra a varios grupos de mujeres, que entre ellas y ante la cámara comparten sus experiencias en torno a los abusos machistas sufridos en el espacio cotidiano. A la vez brillante material pedagógico, limpio de subrayados en su intachable discurso, y vehículo de transmisión pluridireccional –la charla inicial entre amigas pasa a un grupo de mujeres más mayores, para finalmente ser discutida en un aula de instituto–, termina con un hermoso gesto: contra la vergonzosa bandera del not all men, es una adolescente quien recuerda con lucidez que el hombre nunca ha de sentirse ofendido por esta profusión de relatos, sino ayudar con sus actos a construir una sociedad que identifique y condene firmemente estas violencias. El documental es una ilustración perfecta de tal problemática, y logra así interpelarnos a todos como agentes. Sobre una idea de intercambio similar se asienta Lo que dirán (Nila Núñez), mucho menos pulida pero en absoluto desechable. Tomando como partida a dos adolescentes musulmanas y la elección opuesta y personalísima de cada una sobre el uso del hiyab, presenta una fresca reafirmación de sus identidades y, por encima de combatir prejuicios sobre el complejo debate social que presenta, teje la crónica de una amistad incondicional.

El señor Liberto y los pequeños placeres (Ana Serret Ituarte)

El señor Liberto y los pequeños placeres (Ana Serret Ituarte)

II.

En un concurso copado por lo femenino, abundaron los relatos construidos desde la primera persona más íntima. Con El señor Liberto y los pequeños placeres, Ana Serret Ituarte se aproxima a la figura de su padre, un hombre brillante y contestatario que se apaga por culpa del Alzheimer, mediante el choque de grabaciones de super 8 de una infancia feliz con su realidad actual. Así pretende variar el habitual enfoque tenebrista asociado a la enfermedad, apelando con palpable amor y ternura a la memoria de un tiempo mejor, pero el resultado luce a medio gas en todas sus decisiones. Mucho más preciso es el uso de materiales semejantes dentro de Ainhoa: Yo no soy esa (Carolina Astudillo), uno de los grandes títulos del festival. En ella, la directora de El gran vuelo (2014) continúa aquella línea de reconstrucción otorgando nombre y voz a una mujer desaparecida y hasta ahora anónima, Ainhoa Mata Juanicotena, a través de las filmaciones recuperadas de lo que fue su vida hasta su suicidio a los 34 años. El importante riesgo de esta decisión propicia una indagación compleja y lúcida en su existencia, lograda mediante la polifonía: en un peculiar despliegue de talento narrativo, se solapan las voces de la chica muerta, su padre y la propia Astudillo –en ejercicio de introspección–, además de los textos de autoras feministas como Alejandra Pizarnik o Sylvia Plath. Queda así un desgarrador registro biográfico con la singularidad de mostrar a esta mujer como una de tantas, en cuyo profundo sufrimiento en vida nadie reparó.

Por su parte, con un tono más naïf, la colombiana Carmen Torres emprende en Amanecer el viaje en busca de su madre biológica, cuyo hallazgo se traduce en prueba del amor que siente por la adoptiva, y culmina el usual proceso de indagación con un trayecto inverso desde las raíces. Y, por último, Elena Molina narra en Rêve de Mousse su trayecto oceánico hacia Haití acompañando el buque francés del título. La película cuestiona de forma pertinente si la épica justifica una misión humanitaria de dudoso desenlace, aunque sus resultados son desiguales: comienza imbuyéndose con encanto del espíritu aventurero de un viejo documental portuario, con A Valparaíso… (Joris Ivens, 1963) en la memoria, pero más tarde cae presa de la ambigüedad a la hora de señalar una realidad que poco tiene de cándida.

III.

Si la introspección supuso una constante a la hora de proyectar la mirada femenina, el acto de observar hacia terceras no ocupó menos espacio en el programa. En Baronesa (Juliana Antunes), la descripción de una favela brasileña deja latir la violencia fuera de campo para centrarse en dibujar la dignidad humana de la carismática protagonista, una mujer independiente cuya existencia encierra tanta miseria como vitalidad y arrojo impone ante sus golpes. Aunque su enfoque fílmico es menos afilado que el de Antunes, Bixa Travesty (Claudia Priscilla, Kiko Goifman) coincide con ella en mostrarse enérgica ante una realidad brasileña de brutal crudeza, en este caso a través de la figura de la artista transgénero Linn Da Quebrada, que en sus espectáculos desarrolla un potentísimo discurso empoderador circunscrito al cuerpo y su identidad. En una sociedad reacia a la diferencia, su música desata una reivindicación más imaginativa que amarga, contagiosa hacia cada minuto de una obra llamada a ser celebrada.

Además, en consonancia con este predominio de la mujer en la programación, algunos relatos de la masculinidad abundaron en mostrar su colapso, tendencia ejemplificada en la inspiradísima Playing Men (Matjaž Ivanišin). El esloveno comienza retratando en 16mm diversos juegos ancestrales y absurdos que perviven en zonas rurales del sudeste de Europa, algunos tan memorables como el lanzamiento de un queso calle abajo o una versión enfebrecida de nuestro “piedra, papel o tijera”. Pero este cuadro, por entonces intachable, quiebra cuando el propio director irrumpe en escena revelando sus miedos. Con imágenes documentales del recibimiento en Split a Goran Ivanišević tras triunfar en Wimbledon y el mítico y elocuente My Rifle, My Pony and Me de Río Bravo (Howard Hawks, 1959) en la banda sonora, desvía su cuadro inicial hacia una lúcida reflexión sobre la condición crepuscular de estos sujetos. Con la mirada fija en una decadencia semejante, aunque con menor tino, el indio Kabir Mehta plantea en Buddha.mov el presente artificial y efímero de nuestros héroes deportivos. Su opción es reconstruir la delirante apariencia social de un narcisista jugador de cricket a través de la superposición de pantallas digitales, verdadera narrativa de su vida y revelación en última instancia de su vacío.

IV.

Si se entiende un palmarés como representación de la categoría de un festival, dando por sentado que sus decisiones nunca serán más que una anécdota en relación al verdadero valor del mismo, el de DocumentaMadrid 2018, en su concurso de largometrajes, no estuvo a la altura de tal riqueza artística. Sus premios principales fueron a parar a La Grieta (Irene Yagüe y Alberto García Ortiz, Nacional), un pobre retrato de las miserias de dos familias madrileñas a punto de ser desahuciadas, del que únicamente cabe rescatar su noble fondo combativo; O Processo (Maria Augusta Ramos, Internacional), apreciable y exhaustiva crónica del controvertido juicio que expulsó a Dilma Rousseff del gobierno de Brasil; y Fán Dòng (Zhou Tao, Fugas), hueca instalación en forma de mediometraje del videoartista chino. Este último premio distinguía a la película menos honda de una sección consagrada a un cine fuera de los esquemas, que, tras su feliz nacimiento el pasado año, volvió a ser la que más alegrías propició durante el festival.

Good Luck (Ben Rusell)

Good Luck (Ben Rusell)

Además de varias de las citadas en los párrafos anteriores, dentro de esa misma selección de Fugas podrían ser destacadas Good Luck (Ben Russell), acercamiento dual a las miserias del capitalismo global a través del arduo trabajo de dos grupos de mineros en Serbia y Surinam, que actualizan como inalcanzable la utopía de riqueza de los antiguos buscadores de oro; Interior (Camila Rodríguez), incidental y humanista exploración de la sociedad colombiana confinada a una austera habitación de hostal de Cali, pero sobre todo muestra de cómo descifrar con la cámara un espacio mínimo; Silica (Pia Borg), contundente ejercicio de ciencia-ficción documental sobre el paisaje de una mina de ópalo en el desierto de Australia; o The Green Fog (Guy Maddin y otros), desenfadado recordatorio de la doble dimensión lúdica y mítica del cine en un artefacto que rehace Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) a través de fragmentos de otras obras con San Francisco como telón de fondo. Mención aparte merece Becoming Animal (Peter Mettler y Emma Davie), un cautivador ensayo a seis manos entre la pareja de documentalistas y el pensador David Abram. A través de sus minuciosas imágenes de la naturaleza y la constante filosofía animista de su voz en off, se moldea una paradoja: la tecnología nos debe servir para contemplar el medio ambiente con un grado de detalle hasta ahora inédito, pero también nos está privando del contacto original que teníamos con él, citado como un ente con capacidad de observarnos.

En el mismo capítulo, y a tenor de sus riesgos, cualquiera de las películas que recibieron el máximo galardón de cortometrajes en sus respectivas categorías podría haber sido digna parte de esas Fugas mencionadas, no sólo la premiada en la sección Absent Wound (Maryam Tafakory), notable retrato de la mujer en Irán a través de un dispositivo que incide en el peso de lo ritual como condena social. Fue el caso de dos trabajos que coincidieron en mostrarse alérgicos a los estándares, compartiendo entre sí la capacidad de dialogar con los imaginarios que citan y entender desde la lejanía y concisión sus misterios: Wan Xia, la última luz del atardecer (Silvia Rey, Nacional), lynchiana aproximación a un centro de mayores chinos en un barrio madrileño; y Saule Marceau (Juliette Achard, Internacional), en torno a la posibilidad de reproducir una vida de cowboy en una Francia campestre sometida a las inflexibles leyes del mercado.

V.

Como hemos dicho en la introducción, y al igual que en todo buen festival que se precie, la riqueza de DocumentaMadrid se pudo apreciar mucho más allá de sus competiciones. Entre los frutos de la programación, encuentros como el seminario en el que participaron Alain Bergala o Ignacio Agüero, secciones paralelas novedosas como “Natura en Vilo” y “Desde lo femenino” –extensión del comentado protagonismo de la mujer en las secciones oficiales– y, como guinda, la totémica presencia de Agnès Varda con motivo del estreno en Madrid de su celebrada Visages, Villages. Además, sus tres retrospectivas individuales homenajearon a Laila Pakalniņa, con la que pudimos hablar detenidamente en el marco del festival; João Moreira Salles, autor de uno de los mejores documentales de los últimos años, No intenso agora –ya reseñado en nuestra crónica de San Sebastián–, ahora más oportuno si cabe a la luz del aniversario de mayo del 68; y el veterano estadounidense Ross McElwee. Del tributo a este último, consagrado por las aproximaciones autobiográficas que lleva cuatro décadas realizando, cabe destacar la breve pieza de presentación a través de la cual el codirector del festival David Varela estableció un certero diálogo con su cine. En apenas once minutos, el formato se erigió en síntesis del espíritu de un certamen que entiende la propia creación como campo inagotable a la hora de buscar respuestas. Así, y parafraseando el título del último cortometraje de Jean-Gabriel Périot, De la joie dans ce combat, en el que un grupo de mujeres de la banlieue parisina descargan sus penurias a través del canto, en DocumentaMadrid se nos recordó durante diez días que queda mucha alegría por sentir en las arduas luchas que libramos a través del cine.

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