DOCUMENTAMADRID 2019: CON UÑAS Y DIENTES

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Antes de encarar la decimosexta entrega de DocumentaMadrid, tercera bajo la dirección de Andrea Guzmán y David Varela, cabía intuir en ella el signo inequívoco de la consolidación. Reto importante, dado el satisfactorio vuelco que el certamen madrileño, consolidado en la oferta cultural de la capital, experimentó dos años atrás hacia una diversidad bien asumida, para recuperar con ello el espíritu de sus combativos inicios a mediados de la década pasada. Lo hacía con la remozada Cineteca como espacio central totalmente propicio para mostrar la competición, otra vez estructurada en tres bloques de programación distinguidos: Nacional, Internacional y Fugas, dedicado este último a un documental menos encorsetado en el caduco sentido tradicional del término, si bien tampoco se podía acusar a las otras secciones de conservadurismo –de hecho, en muchos puntos se encontraban tan cercanas que en el texto posterior hemos considerado innecesario hacer distinción entre ellas–.

El equilibrio sobre esa línea, por tanto, se presentó como nota dominante de un festival que apostó por continuar la misma senda de las dos ediciones previas: seguir de cerca a realizadoras emergentes, homenajear a maestros olvidados y no despreciar las formas cinematográficas por las simples temáticas de actualidad. Las tres figuras homenajeadas en paralelo daban testimonio de estos afanes: Ruth Beckermann (The Waldheim Waltz, 2018), cronista mediante diversos métodos de lo sociopolítico ligado al relato personal; Sarah Maldoror (Sambizanga, 1972), crucial pionera del cine panafricano y anticolonialista; y Carlos Casas, artista visual con un pie en el ámbito performativo y museístico. De nuevo, DocumentaMadrid parecía querer dar cabida a prácticas variopintas, pero en ellas no entraba negociar ni un ápice de la esencia.

Hasta que las nubes nos unan: Guardiola - Diola (Lluis Escartín)

Hasta que las nubes nos unan: Guardiola – Diola (Lluis Escartín)

I.

La intuitiva búsqueda de Lluís Escartín en Hasta que las nubes nos unan: Guardiola – Diola conecta los últimos coletazos de una comunidad rural en el Penedés catalán con el ritmo vitalista y ancestral de una aldea senegalesa, milagrosamente inmune al paso transformador de la religión. El resultado es una película libre que se deja contagiar de esa misma respiración, ajena por completo al cine de hoy, para ofrecer el único retrato posible del África profunda: un documento capaz de poner en tela de juicio nuestra concepción de la vida, pero que gracias al espíritu desprejuiciado del director, discípulo de Mekas, parece elaborado desde los ojos del otro. El trabajo de Escartín, sin duda entre las mejores obras a concurso a pesar de su vacío en el palmarés, mostró con más ahínco su pertinencia al lado del programa dedicado a la invitada Sarah Maldoror, quien consagró su incendiaria obra a relatar, no sólo en la dirección sino también asesorando trabajos tan fundamentales como la olvidada Festival Panafricain d’Alger (William Klein, 1969), la resistencia revolucionaria de la cultura africana ante la invasión colonizadora europea. Medio siglo después, parece que es el cine lo que está determinado a conservar su pureza en cualquier margen posible ante el avance de fórmulas decididas a homogeneizarlo y empaquetarlo.

No fue el de Escartín el único relato de comunidades aisladas o al filo de la desaparición dentro de una realidad globalizada. En la leve pero coherente Una corriente salvaje (Nuria Ibáñez), dos únicos hombres acompañan su masculina desazón en el bello paisaje de la Baja California mexicana, al que la fotografía de Diego Romero Suárez-Llanos contribuye a retratar como un lugar casi fuera del mundo; en la esquiva sencillez de la irregular Cerro Quemado (Juan Pablo Ruiz), cuyos momentos más inspirados se asemejan a una versión andina de los viajes de Kelly Reichardt, se trata de la última habitante de una comunidad expoliada; y, abandonando el naturalismo, la odisea de muy evidentes aires tarkovskianos Out of the Gardens (Quimu Casalprim) se traslada a una estación de la Antártida donde el desarraigo es norma condicionante. De forma más destacada, Fordlandia Malaise (Susana de Sousa Dias) convierte las cada vez más habituales y desmedidas tomas aéreas de un dron en uno de los vehículos para retratar el abandono de una ciudad artificial creada por William Ford en el Brasil de los años 20. Así, las que inicialmente parecen mostrarse como antiguas estampas en blanco y negro, teñidas de atemporalidad, revelan su carácter mecánico y presente a partir del mínimo movimiento de alguna figura dentro del cuadro.

Fordlandia Malaise (Susana de Sousa Dias)

Fordlandia Malaise (Susana de Sousa Dias)

II.

Si el retrato de lo lejano como llave de acceso al conocimiento de nuestras sociedades fue una constante en el programa, otra serie de películas abundaron en explorar caras ocultas del espacio urbano propio para hacerlo. En el hermoso y breve ensayo The Common Space (Raphaëlle Bezin), la intrincada superposición de imágenes fílmicas en torno a Roma apunta a la capacidad del mito para fagocitar la vida cotidiana en las ciudades, generando nuevas lecturas sobre ellas y anclándose para siempre en sus rincones superpoblados. En otro registro, Charleroi, le pays aux 60 montagnes (Guy-Marc Hinant) propone un viaje, a ratos tan fascinante como siempre libre y desmesurado, a las entrañas de la ciudad belga en la que nació, revelando la tremenda resonancia del transcurso de la Historia no sólo en la configuración de sus calles, sino también en la propia visión del cineasta hacia un espacio común que le resulta tan íntimo.

Por su parte, La ciudad oculta (Víctor Moreno) apuesta por una creciente abstracción subterránea hasta borrar casi toda huella concreta del lugar retratado. En esta otra radiografía urbana, el imponente entramado de túneles y cloacas reproduce los fantasmas subconscientes que anidan en toda ciudad, no con ánimo de purgarlos sino de elaborar una inquietante sinfonía de luces y sonidos con este imaginario de lo desconocido. En Selfie (Nayra Sanz Fuentes), la cineasta canaria, habitual del festival en los últimos años y no en vano coguionista de la película de Moreno, también encuadra en formas alteradas y distópicas lo que parece el dispositivo de seguridad de cualquier centro urbano. De este modo revela, a través del ojo que todo lo ve pero sobre todo del de la directora para jugar con su presencia, el aterrador control de unas masas convertidas en figuras robóticas. Como ocurre en la suiza Shooting Crows (Christine Hürzeler), el misterio latente no parece emanar tanto del objeto retratado como del posible sentido de la vigilancia sobre él.

The Common Space (Raphaëlle Bezin)

The Common Space (Raphaëlle Bezin)

III.

Si seguimos el empeño de encontrar triunfadoras en los festivales, Madame, primer largo en solitario del también helvético Stéphane Riethauser, fue tal vez la película que más se asemejó a tal merecimiento en este DocumentaMadrid. Así lo hizo indicar no sólo el palmarés, que le otorgó el premio a Mejor Largometraje Internacional, sino antes el elogioso boca-oreja tras cada una de sus proyecciones. Y lo cierto es que no hubo muchos trabajos más logrados en cualquiera de las competencias. En el arrojo con el que el cineasta escarba desde el presente en su archivo personal, para narrar el doble relato solapado del propio descubrimiento de su homosexualidad y la loa a la figura olvidada de su abuela materna, mujer independiente en la que se apoyó durante una adolescencia convulsa, se destapa un autor con capacidad para elaborar a partir de la mirada hacia sí mismo discursos universales y nada complacientes.

En el mismo sendero autobiográfico, aunque en este caso tratándose de un cineasta consagrado, se situaba Journal de septembre (Eric Pauwels), estreno mundial en el festival madrileño. La nueva obra del autor de La deuxiéme nuit (2016), puntal del cine-ensayo europeo, le presenta explorando las infinitas posibilidades del formato mediante un diario en primera persona, en el que se muestra maravillado y rendido ante la misma realidad que le rodea. “Cuantas más películas hago, más me baso en la duda”, revela en un momento del metraje, mientras lo que nos llega a través de la pantalla es una confiada y entrañable exploración, en apenas hora y cuarto, de las infinitas posibilidades que el cine ofrece para retratar nuestro entorno inmediato, subvirtiendo a golpe de imaginación la pretendida rigidez del diario mensual.

También Yo siempre puedo dormir, pero hoy no puedo (Andrea Morán, Fernando Vílchez) establece un vínculo entre el medio fílmico, en este caso a través de la textura particular que ofrece la película de 16mm, y el entorno cotidiano de los directores en las calles de Madrid. Las imágenes y textos proponen mediante su cálida fusión con el celuloide un uso terapéutico del medio fílmico, pero también, como en el caso de Pauwels, resaltan su carácter de celebración de la vida, en esta ocasión poniendo en escena a una serie de amigos de los cineastas con motivo de la superación de un suceso traumático. Un relato personal que, aunque de naturaleza diferente, en Las casas que nos quedan (Rocío Morato) centra la atención y fija los espacios: la abuela de la novel directora, que abandonó la casa familiar, se muda a ella para recibir cuidados junto a su hermano y sus padres, y el vuelco que produce en la crispada vida de la familia propicia explorar a un palmo las dinámicas interpersonales entre cuatro paredes. Así, del amateurismo de la propuesta emerge un sugestivo retrato de la figura materna como sostén.

Aftermath (Mike Hoolboom)

Aftermath (Mike Hoolboom)

IV.

En otro extremo, con nula representación en el palmarés, Aftermath (Mike Hoolboom) se erigió como la película más estimulante a concurso, no sólo por su capacidad para elaborar un apabullante ensayo sobre la trascendencia y el desasosiego a partir de cuatro relatos existenciales independientes, sino sobre todo por fundamentar su impacto en el aterrador vacío entre imagen y texto en primera persona. Las vidas contadas de los artistas Fats Waller, Jackson Pollock, Janieta Eyre y Frida Kahlo apelan a un calvario de sufrimiento y aceptación; hoy, en cambio, el legado estético de todas ellas, aquí plasmado en una extraña suerte de collage visual hipertrofiado, tan querido al autor de We Make Couples (2016), señala hacia un lugar muy distinto a sus ideales. Por otro lado, La bala de Sandoval (Jean-Jacques Martinod, premio exaequo a Mejor Cortometraje Internacional) intenta traducir a imágenes un limbo entre la vida y la muerte, partiendo del relato oral de un campesino ecuatoriano con un proyectil alojado en el cuello. Pero el irregular resultado, pese a su atractivo, sólo confirma la dificultad de empresas como la de Hoolboom.

Algo similar, en un grado de inconcreción muchísimo mayor, revela Mitra (Jorge León, primer premio de la Sección Fugas). Mientras sus imágenes intentan plasmar la locura como reducción y condena impuesta por la sociedad, en un relato laberíntico que parte de la figura de una doctora iraní confinada en un psiquiátrico, la vulnerabilidad con la que la cámara retrata a estos pacientes en la segunda mitad, plagada de estampas vacuas, niega tal discurso. Por fortuna, su proyección fue acompañada del nuevo cortometraje de Maryam Tafakory, una de esas jóvenes autoras emergentes por quienes el festival está apostando con fuerza. Si su irrupción con Absent Wound (2017) fue una de las grandes noticias de la edición pasada, en I Have Sinned a Rapturous Sin demuestra que no hacen falta ideas enrevesadas para llegar a una certera fusión de lo personal y lo político. Así, este sencillo pero contundente poema visual traduce en imágenes un texto de Forough Farrokzhad, para enterrar con la fusión de la creación de ambas autoras, literata y cineasta, las absurdas y anacrónicas declaraciones de diversos mandatarios de su país sobre la sexualidad femenina.

I Have Sinned a Rapturous Sin (Maryam Tafakory)

I Have Sinned a Rapturous Sin (Maryam Tafakory)

V.

En Selfie (Agostino Ferrente), el director cede el peso de la autoría a sus protagonistas, dos jóvenes de un barrio marginal napolitano, para que elaboren con un móvil el propio retrato de su vida cotidiana, limpio de injerencias mediáticas, pero sin duda influido por la estética colectiva que les ha sido inculcada. El resultado de la operación, tierna imagen de una juventud predestinada a la tragedia, se ve sin embargo levemente afectado por cierta tendencia autoral al impacto y el subrayado dramático. Algo que no existe en la mirada del veterano Nicolas Philibert, invitado al festival con su última De chaque instant, película sincera que demuestra la pertinencia, mayor que nunca, de un enfoque cercano y humanista en el arte. En tiempos en los que tantos cineastas se obsesionan por estudiar el germen del mal, el autor de Le pays des sourds (1992) sigue mirando hacia una humanidad muy distinta, preocupada por mejorar la existencia del prójimo y afectada por dudas sobre su propia fragilidad. La ausencia de aditivos en la quirúrgica aproximación a un grupo de jóvenes que se preparan para ejercer la enfermería, homenaje a la dedicación de quienes entregan su vida a los demás, revela lo poco común que es encontrar una capacidad para escuchar al otro como la de Philibert, que sigue siendo más conmovedora que la mayoría de autorretratos.

La virtud de la contemplación también late en la interesante Caballerango (Juan Pablo Ruiz), en su caso tiñendo las imágenes con el hermetismo de la ausencia para hablar de lo que se calla en el día a día, el creciente número de suicidios en un pequeño núcleo rural mexicano. Y, en otras latitudes pero también explorando el tétrico significado de lo que se cuenta y calla en un pueblo, Lantsky Papa’s Stolen Ox (Elene Naveriani, Thomas Reichlin) revela el peso de la transmisión oral en torno a la leyenda negra que anida desde tiempos soviéticos en una aldea georgiana.

Teatro de guerra (Lola Arias)

Teatro de guerra (Lola Arias)

VI.

En el texto de presentación del festival, sus directores hacían hincapié en el hecho de que, por motivos del calendario, éste hubiera quedado encuadrado entre dos comicios electorales. Se aludía a la distancia entre el lenguaje inmediato de las noticias políticas y la reflexión propia del cine documental, inclinado a propiciar una mirada crítica con la que iluminar zonas oscuras ajenas al discurso mediático. En esta intención, azarosa o no, la retrospectiva integral de los cuarenta años de trayectoria de Ruth Beckermann sirvió como anillo al dedo. Su último y más popular largometraje, The Waldheim Waltz (2018), logra penetrar con un lenguaje convencional pero ejemplar en el subconsciente colectivo de un país como Austria, cuyas contradicciones resumen el bucle de un relato histórico mucho más global. Para demostrar la variedad de registros de la curtida directora en sus propósitos no hace falta ir más allá de la justamente previa y radicalmente distinta The Dreamed Ones (2016), austero encuentro de dos fantasmas del pasado con las figuras que recitan sus correspondencias en el presente.

En otro trauma nacional, el de la contienda de las Malvinas, se sitúa Teatro de guerra (Lola Arias), singularísima película que propone un espacio real para que un grupo de excombatientes argentinos y británicos revivan la experiencia frente a frente y purguen sus penas: de no ser por la calculada puesta en imágenes, que subraya continuamente su carácter de escenificación y lo que de ello brota, el sugestivo material que aparece en pantalla podría parecer un programa terapéutico filmado para la ocasión. Más memoria histórica recuperada por sus protagonistas hay en Les tombeaux sans noms (Rithy Panh), pero la insistencia del cineasta camboyano en reescribir con diferente caligrafía un lamento sobre la barbarie de los Jemeres Rojos malogra un trabajo esta vez hipertrofiado. Basta con acudir a los múltiples logros de la magnífica y concisa L’image manquante (2013) para saber por qué la profusa descripción del horror que vemos aquí, aunque sobre el papel luzca igual de impactante, no funciona de un modo ni remotamente similar.

En cualquier caso, la presencia en el programa de cada uno de los cineastas mencionados, empezando por el mismo Panh, merecedor de retrospectiva hace dos años, permite una reflexión sobre las coordenadas en las que pretende fijarse el certamen, que parecen felizmente asentadas. Por elocuentes en su búsqueda de una mirada crítica hacia el cine y la sociedad, el deseo compartido de que puedan darse muchos años más resulta evidente. Sirva para plasmarlo el discurso encendido de la casi nonagenaria Sarah Maldoror, con un siglo de la historia de África a cuestas, que aportó una inigualable lección de la vitalidad necesaria al poner en pie un arte tan combativo como el suyo, resumida en “levantarse, luchar y hacer cine”. Ninguna receta más sencilla y contundente para defender con uñas y dientes el espacio crítico que hoy propugnan festivales como DocumentaMadrid.

Comments
One Response to “DOCUMENTAMADRID 2019: CON UÑAS Y DIENTES”
  1. Mia dice:

    Gran y breve texto, tal vez un poco demasiado conciso, de todas maneras un texto muy afilado. Ojalá hubiéramos podido ver más películas. GRACIAS!