EDUARDO COUTINHO: EL ARTE DEL ENCUENTRO

Una tarde cualquiera a mediados de los años ochenta. Un equipo de rodaje se instala a mitad de las escaleras que suben a la Favela Santa Marta de Rio de Janeiro, a la hora en la que sus habitantes vuelven del trabajo a casa. La cámara registra sus idas y venidas cuando de pronto una voz emerge del fuera de campo con una serie de preguntas sencillas, directas y respetuosas dirigidas hacia los transeúntes: es el cineasta Eduardo Coutinho, dispuesto a encontrar a sus sujetos filmados con la cámara por delante. No hay negociación previa, sino un diálogo en pie de igualdad que algunos rechazan y otros aceptan, iniciando una conversación antes que una entrevista, en la que Coutinho, siempre lúcido y atento, pregunta, se interesa, cambia de tema y, sobre todo, escucha a aquellos que quizás podrían convertirse en protagonistas de su película. En este caso, se trata del mediometraje Santa Marta – Duas Semanas no Morro (Eduardo Coutinho, 1987), pero esta escena, mil veces repetida, aparece en todos los trabajos de este director, uno de los grandes entrevistadores del cine documental y, sobre todo, un auténtico virtuoso del arte del encuentro.

 El ‘Método Coutinho’

Hace dos años, Punto de Vista le dedicó una de sus dos retrospectivas temáticas a la representación post-colonialial del otro cultural (aquí hablamos de ella en su día). En aquella sección, llamada ‘Tupi or Not Tupi. Caníbales contra Vampiros’, el festival incluyó hasta tres películas brasileñas –Triste Trópico (Arthur Omar, 1974), Tigrero (Mika Käurismaki, 1994) y Serras da Desordem (Andrea Tonacci, 2005), revelando así un interés especial por esta cinematografía que continuó en su última edición con la retrospectiva parcial dedicada a Eduardo Coutinho, el documentalista mejor conocido de este país.

Los cinco títulos elegidos (demasiado pocos, por desgracia) abordaban su obra atendiendo a dos bloques muy alejados en el tiempo: por un lado estaban aquellas películas en las que el brasileño perfeccionó su habilidad para el encuentro mediante un método que mezcla elementos del reportaje televisivo, el cinéma-vérité y el documental reflexivo; y por otro lado había un par de títulos posteriores en los que Coutinho ya no sale en busca de los sujetos filmados, sino que crea un espacio abstracto en donde son estos los que acuden a su encuentro. A la primera fase pertenecen su obra maestra Cabra Marcado para Morrer (Eduardo Coutinho, 1964 / 1984), la mencionada Santa Marta – Duas Semanas no Morro, el título en el que Coutinho comenzó la sistematizar su método, y finalmente Boca de Lixo (Eduardo Coutinho, 1992), la obra en la que mejor aplica sus hallazgos. Después, tras un salto de dos décadas, la retrospectiva se completaba con Moscou (Eduardo Coutinho, 2009), una película centrada en las grietas de lo real que se filtran en el mundo del teatro, y As Canções (Eduardo Coutinho, 2011), su último trabajo, que lleva la exploración de lo que Jean-Louis Comolli llamó ‘auto puesta en escena’ al terreno de la memoria musical (1).

Cabra Marcado para Morrer (Eduardo Coutinho, 1964 / 1984)

Todos estas películas comparten, en mayor o menor medida, cuatro características que Maria Campaña Ramia considera definidoras del ‘método Coutinho’: “Uno, poner de manifiesto las condiciones del rodaje y reconocer la presencia de la cámara como una mediadora pública (…). Dos, restringir la localización como un espacio cerrado (…). Tres, tomar la entrevista ‘como prisión y regla que delimita el juego’. Cuatro, preservar el presente del rodaje en el montaje” (2). Por ejemplo, incluso el título que antecede la este método, Cabra Marcado para Morrer, parte también de un ‘espacio’ delimitado a pesar de tener numerosas localizaciones: las imágenes que Coutinho filmó en los años sesenta para una película de ficción homónima que nunca pudo terminar por culpa del golpe militar de 1964. Aquel metraje, protegido de la destrucción durante la dictadura en un laboratorio de Rio de Janeiro, se convierte en un mapa para reconstruir aquella experiencia con la ayuda de sus protagonistas: los actores no profesionales con los que el cineasta intentó reconstruir la vida y muerte del líder campesino João Pedro Teixeira, asesinado en 1962 por los mismos terratenientes que combatía.

 Veinte años no es nada

Cabra Marcado para Morrer propone un cuádruple encuentro que marcó la trayectoria del documental brasileño de los últimos treinta años –su influencia, por ejemplo, puede encontrarse en un título tan aparentemente alejado de sus temas como Santiago (João Moreira Salles, 2007), el retrato nunca acabado del mayordomo argentino de la familia Salles que, quince años después, derivó en el autorretrato de su principal responsable visto como ‘el hijo del patrón’ (3). El primero de estos encuentros es el del documentalista con su propia creación: las viejas imágenes que había filmado en vísperas del golpe militar. Esos materiales le permiten retomar el contacto con los participantes en aquel proyecto, entre los que destacan la viuda del protagonista, Elizabeth Teixeira, y sus diez hijos. La búsqueda de toda esta gente establece un tercer encuentro con el pasado reciente del país, de manera que Cabra Marcado para Morrer no sólo es un documental metacinematográfico sobre una película que nunca existió, sino, sobre todo, una crónica del tiempo que pasó entre una época (los sesenta, tan politizados como represivos) y otra (los ochenta, caracterizados por el deseo de pacificación y normalización). Por último, la presencia de Coutinho como narrador y personaje central señala un último encuentro entre el cineasta ya maduro con el hombre que fue en su juventud, un ajuste de cuentas con su propia biografía en el que el legado del cinéma-vérité deriva imperceptiblemente hacia el registro autobiográfico.

El siguiente proyecto de Coutinho fue Santa Marta – Duas Semanas no Morro, un trabajo en el empleó los recursos y técnicas del cine-encuesta para capturar la vida cotidiana de la favela. Esta vez, la cámara recorre ese espacio en busca de sus habitantes, ofreciéndoles también la posibilidad de acercarse ellos a la cámara a través de un pequeño estudio instalado en una de las chabolas de la favela. A través de este dispositivo, la denuncia de la precariedad de las condiciones de vida en este hábitat se funde con el retrato intimista de las preocupaciones y de la alegría de vivir de sus vecinos, o al menos de aquellos dispuestos a entrar en el juego propuesto por el cineasta.

Boca de Lixo (Eduardo Coutinho, 1992)

Cinco años después, el interés por los excluidos de la representación oficial del país llevó a Coutinho a rodar Boca de Lixo en el basurero de Itaóca, a 40 kilómetros de Río de Janeiro. En este lugar, cientos de personas malvivían a comienzos de los noventa rescatando restos de vidrio y metal que después vendían para su reciclaje. Su primera reacción ante la llegada de la cámara a su territorio era huir de ella para proteger su imagen, pero la perseverancia de Coutinho permitió establecer una relación de confianza con algunos de ellos que, finalmente, abrieron las puertas de sus casas para reivindicar desde allí su derecho a articular su propia representación mediática. De esta forma, más allá de las convenciones del cine-encuesta y de los excesos de la porno-miseria, el director sirve aquí de mediador para que sus personajes puedan retomar el control su imagen pública.

 Ponerse en escena

De Boca de Lixo a Moscou, la retrospectiva dejaba una laguna temporal casi tan larga como la que separaba las imágenes de Cabra Marcado para Morrer. Entre una película y otra, hay que nombrar al menos tres títulos ausentes en Iruña: Babilonia 2000 (Eduardo Coutinho, 1999), un trabajo bastante parecido a Santa Marta – Duas Semanas no Morro en el que el cineasta volvía a subir a una favela carioca; Edifício Master (Eduardo Coutinho, 2002), una adaptación al cine documental de la propuesta narrativa de Georges Perec en La Vie mode d’emploi (1978); y por último Jogo de Cena (Eduardo Coutinho, 2007), la película que ensaya y anticipa el dispositivo adoptado por Moscou y As Canções.

Los protagonistas de Edifício Master son los habitantes de la casa del mismo nombre: un bloque de 12 pisos, 23 apartamentos por piso, 276 apartamentos y unos 500 residentes situado en Copacabana, a una manzana de la playa. En este lugar, Coutinho fue llamando puerta tras puerta durante una semana de rodaje hasta filmar un total de treinta y siete historias. Cada uno de estos relatos supone la transformación de los vecinos del edificio en personajes, siempre según sus propios deseos: ellos deciden qué cuentan y cómo lo cuentan, mientras el cineasta se encarga de darles réplica desde el otro lado de la cámara. En este caso, Coutinho todavía se desplazó al territorio de sus modelos, pero a partir de Jogo de Cena, casi todas sus películas van a tener lugar en un espacio neutro y abstracto: el escenario teatral.

Jogo de Cena (Eduardo Coutinho, 2007)

La dinámica de Edifício Master se mantiene casi idéntica en Jogo de Cena y As Canções, pero con dos diferencias importantes: la primera es que esta vez es el cineasta el que recibe a sus cómplices tras convocarlos mediante un anuncio de prensa, como ocurre en Jogo de Cena; y la segunda y más importante es que Coutinho anima directamente a estas personas a que representen su propio personaje ante la cámara. Así, Jogo de Cena parte de una clara invitación a la ficción: primero, ochenta y tres mujeres contaron sus historias de vida en un estudio; después, veintitrés de ellas fueron invitadas a repetirlas en el Teatro Glauce Rocha ante la cámara de Coutinho; y por último, el cineasta invitó la veintitrés actrices a interpretar esas mismas historias como si fuesen las suyas propias. El montaje juega explícitamente a confundir la versión original con su representación, documentando por un lado el proceso mediante el que cada mujer crea su personaje público; y por otro, complementando al anterior, el proceso mediante el que las intérpretes profesionales encarnan a esas personas reales.

Realidad y ficción se vuelven a mezclar en Moscou, en donde los miembros de la compañía Galpão ensayan un montaje de la obra Las Tres Hermanas de Antón Chéjov (Три сестры, 1901) mientras se ponen en escena a sí mismos como individuos. As Canções, por el contrario, supone un retorno aparente a las entrevistas confesionales de Edifício Master, pero la huella de Jogo de Cena se percibe en las repentinas invasiones de la auto-ficción: al margen de la veracidad de sus relatos, los entrevistados emplean la película para construirse como personajes delante de la cámara, como revela el comentario fugaz del viejo marinero que, tras preguntar cómo debe salir de escena, decide por sí mismo que ‘quedaría mejor’ si se va con un aire triste y arrepentido. Este detalle, como muchos otros a lo largo de la obra de Coutinho, visibiliza las estrategias que todos empleamos para crear nuestra propia representación social. Gracias a su sensibilidad, este cineasta ha sido capaz de retratar a sus compatriotas como lo que son, protagonistas de sus propias vidas en un país de contrastes, y también como lo que querrían ser, individuos capaces de cumplir sus propios sueños, al margen de su escala y dificultad: por eso, en una película de Eduardo Coutinho, cualquier brasileño puede ser la estrella, aunque tenga inventarse a sí mismo para conseguirlo.

(1) Comolli, Jean-Louis (2004): Voir et pouvoir. Paris: Verdier, pp. 153-154.

(2) Campaña Ramia, Maria (2013): “Eduardo Coutinho, el documentalista de Brasil”, en Catálogo del Festival de Cine Documental de Navarra 8, pp. 55-56.

(3) João Moreira Salles es hijo, igual que su hermano mayor Walter Salles, del banquero, empresario y político Walter Moreira Salles (1912-2001), que entre otros cargos fue embajador de Brasil en Estados Unidos durante los años cincuenta y ministro de hacienda durante el gobierno de João Goulart (1961-1962). Este cineasta ha dirigido títulos como Notícias de uma Guerra Particular (Kátia Lund & João Moreira Salles, 1999) o Santiago, y además ha producido hasta seis de los documentales recientes de Eduardo Coutinho, entre los que se encuentran Moscou y As Canções.

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