EL AMOR Y LA MUERTE, de Arantxa Aguirre

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No es demasiado usual que en el cine hecho en España se mire hacia grandes figuras culturales y aún menos hacia su eco en la práctica artística actual. Sin embargo, Arantxa Aguirre ha hecho de esta constante la razón de ser de su carrera. Del ballet al teatro o ahora la composición musical, la directora que cosechó un notable éxito con Dancing Beethoven (2016) lleva más de una década dotando de entidad al documental sobre arte, así como progresando con el paso de los años hacia una mayor riqueza formal. Hija del cineasta Javier Aguirre (Vida/Perra), emblema del cine vanguardista en la España de los setenta, y de la actriz Enriqueta Carballeira, su inquietud por las artes escénicas y el lenguaje fílmico viene de familia. Quizá esta doble herencia explique la sana vertiente de referencias que impera en sus trabajos más recientes, tan inclinados a relatar grandes biografías como a escapar de la comodidad académica a la hora de hacerlo.

El amor y la muerte se abre con una sostenida toma del oleaje marítimo al amanecer, acompañado por unas notas de piano. El gesto termina revelándose como funesto presagio de la imagen circular que clausura la película, ahora al final del día, después de haber contemplado la vida y obra del compositor pianístico Enrique Granados no sólo como trayecto inevitable desde el nacimiento hasta su muerte desdichada en el océano, sino también como recreación de una carrera entonces incompleta que hoy sigue vigente gracias a la labor de músicos y estudiosos. Poco después, tras relatar de forma sucinta la mezcolanza cultural de las raíces del autor, el investigador estadounidense Walter Aaron Clark, autor de su biografía Poet of the Piano, termina resumiendo su motivación por el músico catalán en las siguientes palabras: “cuanto más sé sobre algo, más lo disfruto”. En esa declaración inicial queda resumido el espíritu de la presente película, que equipara saber a gozo y enseñanza a búsqueda.

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Si la vida del responsable de Goyescas tuvo como escenario un cambio de siglo coincidente con los albores del medio cinematográfico, Aguirre opta por evocar ese tiempo existencial carente de imágenes de archivo a través de las ilustraciones de Ana Juan. La naturaleza cándida de estos dibujos o fotografías levemente animadas parece apuntar a los orígenes del cine, evocados para retratar de forma singular los avatares de Granados en su lucha por huir de la pobreza o su relación con Amparo Gal, con el fondo de las voces en off de Jordi Mollà o Emma Suárez en la piel de los protagonistas. Pero El amor y la muerte no se conforma con la recreación biográfica, sino que pretende dotarla de vida mediante la muestra de su persistencia en el día de hoy, a través de las variadas interpretaciones que figuras como los pianistas Rosa Torres-Pardo y Evgeny Kissin o el cantaor flamenco Arcángel –al más puro estilo de un documental sauriano, no obstante Aguirre trabajó como asistente del director aragonés– hacen de la obra de Granados. Si esta serie de momentos musicales son destacables, no puede decirse lo mismo de los breves fragmentos de entrevistas a cámara, quizá más adecuados para otra clase de documental, que por momentos quiebran la fluidez de la mixtura.

Pese a ello, esta marcada voluntad de hablar desde el presente es la que acaba señalando hacia el propósito último de esta película, menos sencilla de lo que su ejecución logra aparentar. Y no es otro que mostrar que si el rico legado de Granados, en su día crucificado por el infortunio, sigue latiendo hoy, es gracias al continuo ejercicio del arte. Durante cien años hasta ahora, su figura ha sobrevivido a esa lamentable desdicha final, la muerte por ahogamiento cuando un submarino alemán de la I Guerra Mundial torpedeó el buque en el que volvía de Londres tras empezar a degustar el reconocimiento. Mediante este homenaje paralelo a la figura del autor y sus intérpretes, asunto medular en su obra, Aguirre convierte en pieza de valor un material altamente susceptible de haber caído en una vaga recreación hagiográfica, hablando en cambio de la transmisión de saber como cadena a mantener, la cultura como puntal de una sociedad y la necesidad de no olvidar el contexto de las personas tras las obras. Todo ello inserto en un cuadro ameno y didáctico, capaz de recubrir ambos términos con la dignidad que siempre reclaman, así como de situar lo inmenso y despiadado de una época y lo íntimo de una existencia a la misma altura minuciosa.

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