Festival de Sevilla 2021: Tapas cinéfilas

Tras un año pandémico en que el Festival de Sevilla se hizo solo para el público local (más allá de actividades online para industria), pudimos volver a las salas en una edición que estuvo muy cargada emocionalmente, pues por fin nos veíamos y tocábamos tras año y medio comunicándonos a través de pantallas. Las del cine nos dieron muestra de que el séptimo arte goza de buena salud. Es esta una crónica parcial, de visita breve, en la que sin embargo encontramos una concentración de joyas en pocos días.

Los dos títulos que destacaban en la sección oficial eran Memoria (Apichatpong Weerasethakul, 2021) y ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? (Ras vkhedavt, rodesac cas vukurebt?, Alexandre Koberidze, 2021). La primera es una nueva obra maestra del tailandés, con elementos tan reconocibles como novedosos en su filmografía. Entre los primeros, la querencia por el plano largo y sosegado, el interés por la memoria personal e histórica y la marcada espiritualidad. Entre los segundos, el hecho de que es la primera vez que filma un largo en el extranjero, usando el inglés y el español como lenguas vehiculares. Tilda Swinton interpreta a una botánica establecida en Bogotá que está experimentando problemas para dormir porque escucha un extraño sonido, que solo ella parece oír, un ruido misterioso que ella define “like a rumble from the core of the Earth” (como un temblor que llegase del núcleo de la Tierra). Este sonido, que escuchamos ya en la primera escena, va a actuar como una suerte de Macguffin que moverá la escasa trama del filme. A Weerasethakul le gusta pararse en lugares de la capital colombiana que filma con una intensa curiosidad. Swinton literalmente deambula por estos sitios por motivos profesionales y en busca de este sonido. Y así nos sumergimos en el bullicio del barrio de los electrodomésticos de contrabando, locales conocidos localmente como los “San Andresito” – qué travelling tan desatado en términos weerasethakulianos, pocas veces ha ejecutado un movimiento como este, con tanta precisión –; nos detenemos en puestos de comida en la calle o en bailes urbanos que conquistan el espacio público; o convivimos con un diseñador de sonido que ayuda a Swinton a reproducir ese misterioso ruido. Es aquí donde el filme hace sus hallazgos estéticos. Sin entrar en los pocos detalles de la trama que fastidiarían la experiencia, digamos que en el último acto comienza a hacerse necesario jugar con el fuera de campo a través del sonido. La manera en que este inunda la sala constituye una nueva concepción espacial que expande las posibilidades expresivas del cine como arte audiovisual que es. Todo en Memoria es perfecto, pero ese último acto es simplemente, desde ya, historia del cine.

Si Weerasethakul es ya maestro experimentado, Koberidze es la estrella en ascenso de este 2021 (con permiso de Ryûsuke Hamaguchi). No es para menos. Su filme ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? es una original actualización de las sinfonías urbanas disfrazada de ficción romántica. Una chica se cruza con un chico por azar varias veces en una jornada, se da un flechazo y deciden citarse en una cafetería al día siguiente. Pero durante la noche, debido a una suerte de maleficio, su aspecto físico cambia y son incapaces de reconocerse. Será la magia del cinema la que logrará reunirlos de nuevo. Koberidze concibe el dispositivo fílmico como una herramienta de unión entre las personas. Tan interesado está en sus dos protagonistas como en el contexto urbano que los rodea. Es un filme rodado en el espacio público, en el que el georgiano se detiene en rostros, objetos y paisajes con un gozo por la observación poco frecuente. Es un filme río con extensos afluentes que no tiene miedo de bifurcarse cuando le place y que se siente libre y bello. Puro cine.

Grandes autores en horas bajas

Al lado de estos dos, otros grandes autores europeos parecían patos mareados. Nanni Moretti toma sin duda riesgos en Tre piani (2021), un filme que bordea el ridículo demasiado a menido, pero que acaba siendo salvable por su arresto y unos actores entregados. La historia gira en torno a cuatro familias más o menos conectadas por la trama en un edificio burgués de Roma. Mediante los dramas que, de forma tan irónica como sádica, les hace pasar Moretti a sus protagonistas, el italiano logra componer un fresco en torno a lo reaccionarios que pueden llegar a ser los lazos sanguíneos. Hay algo que me molesta a menudo en estos intensos dramas sociales coma los de Ken Loach o los hermanos Dardenne, que tiene que ver con la idea de la fatalidad. Si algo puede salir mal, saldrá. Parece que los personajes no tuvieran escapatoria. Pero aquí no hablamos de obreros, sino de burgueses, y Moretti es muy consciente de eso, por eso inserta en Tre piani una mala baba y una cierta ligereza que se agradece entre tanto dramón. El filme es muy italiano, tiene algo muy impulsivo. Puede que el juez al que interpreta el propio Moretti sea la única persona racional en este laberinto de pasiones. Cuando la cinta se muestra más contenida y delicada, logra emocionar. El esquematismo de los personajes, con hombres malísimos con sus parejas, padres de familia terribles y mujeres apocadas, no ayuda mucho a comprarle la propuesta, pero al final la honestidad y valentía con la que Moretti despliega sus argumentos acaban por salvarlo de la quema.

Me remueve menos un filme tan correcto como Bergman Island (2021), que me gustó más, pero que seguramente ya habré olvidado en pocos días. De la de Moretti me quedarán escenas, aquí nada. ¿En qué momento Mia Hansen-Løve decidió que iba a hacer filmes bonitos sin mayor trascendencia? Solía ser una de mis cineastas favoritas hace una década, pero ahora se encuentra inserta en una deriva que no la lleva a ninguna parte. Sin duda hay algo personal (como siempre) en esta visita a la casa de Ingmar Bergman en la isla de Fårö, donde decide colocar a Tim Roth y Vicky Krieps, pareja de cineastas que van allí a inspirarse y que atraviesan una crisis conyugal no explicitada. El momento en que se hace más obvia es cuando ella le relata a él un guión que está escribiendo. Aquí hay una ficción dentro de la ficción. Krieps es alter ego claro de Hansen-Løve, como Mia Wasikowska lo es de Krieps, y, por extensión, de Hansen-Løve. El acto creativo como proceso catártico. Vale. Ni el sex appeal de Roth ni la elegancia de dos grandes actrices como Krieps y Wasikowska, ni siquiera el didáctico safari de Bergman que recorre la isla, con cameos anecdóticos de los críticos Gabe Klinger y Jordi Costa, logran elevar una propuesta que se siente superficial en todo momento. Una pena, el material daba para más.

La misma sensación agridulce queda con una propuesta aparentemente más radical, Diários de Otsoga (2021), lo último de los lusos Miguel Gomes y Maureen Fazendeiro. Lo que hacen es encerrar a su equipo en una casa de campo y juntos filman en un período estival, un poco sin hacer nada específico, pasando el tiempo. Aquí no había guion, se iba escribiendo sobre la marcha. La idea era contarlo todo al revés. Cada capítulo es un día, y así, por coger agosto, comenzaríamos en el día 31, y acabaríamos en el 1. Otsoga es Agosto invertido. Queda claro, ¿no? El resultado es una “brincadeira”, como ellos mismos la han definido, seguramente no muy sustancial, aunque hay que decir que sí divertida. Todo ocurre en la pandemia y eso queda muy bien representado en el filme. Quizás esa sensación errante, sin rumbo, en un lugar que se cierra al mundo exterior, comunique bien lo que fue el 2020 para la mayor parte de la humanidad. En este aspecto la cinta gana enteros como uno de los retratos más fidedignos y desprejuiciados del confinamiento. Eso ya es algo.

Onoda (Arthur Harari, 2021) quizás pasaba desapercibida entre tanto nombre propio, pero acabó por ganar el Premio Especial del Jurado y el mejor guion. El segundo es sin duda merecido. La historia es grandiosa. Un soldado japonés con un entrenamiento especial se queda en una isla de Filipinas una vez acabada la Segunda Guerra Mundial, aplicando tácticas de guerrilla contra los pobres campesinos del lugar, hasta 1974. Solo se rinde cuando un superior se acerca para decirle que todo ha acabado, que sus servicios ya no son requeridos, tras ser advertido de la situación por un viajero japonés obsesionado con este soldado. ¡Y esto ocurrió de verdad! Por momentos los años pasan muy lentos, el tiempo se dilata, y la relación de Onoda con sus compañeros acaba por resultar reiterativa, cuando en otros se producen elipsis enormes, de un modo un poco arbitrario. No obstante, es un guion con grandes diálogos y un reparto sobresaliente. Estos bandazos con el tratamiento temporal no entorpecen una experiencia ante todo entretenida. Son casi tres horas que se pasan volando.

La sección oficial tuvo como filme de clausura el Belfast (2021) de Kenneth Branagh. Se la está comparando mucho con la Roma (2018) de Alfonso Cuarón. Está en blanco y negro y parte de una experiencia personal. Ahí se acaban los paralelismos. En realidad la propuesta de Branagh está más cerca de La vita è bella (Roberto Benigni, 1997) o Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988), en el sentido en que es un filme de época contado a través de los ojos de un niño que ve la realidad que lo rodea de un modo un poco idealizado – el propio Branagh en su infancia, que edulcora un poco de más el contexto –. De hecho, el filme se abre, tras unos planos con dron sobre la ciudad a día de hoy en color – ejecutando el ejercicio inverso que proponía Martin Scorsese en Gangs of New York (2002) – con un Branagh de niño jugando en su barrio a cazar dragones. De repente la bestia es una masa enfurecida que ataca su calle y el chico se defiende de las pedradas con un cubo de basura que estaba usando por escudo. Son protestantes contra católicos, un tema serio. Pero Branagh cae presa de la espectacularidad y filma eso como si de uno de sus encargos para la Marvel se tratara. Cada vez que aparece el malo de la función, un protestante muy malencarado, el filme cae en unos esquematismos muy acusados que acercan esta apuesta casi al pulp. El filme gana en los momentos íntimos, cuando no intenta ser una clase de historia. Es en esas escenas de discusiones entre los padres, de las enseñanzas de la madre o en los momentos tiernos con los abuelos (inmensos Ciarán Hinds y Judi Dench, que demuestra un dominio del acento sorprendente), en las que la cinta agarra al espectador sin embadurnarlo en caramelo. Sin duda, el de Belfast es un guion honesto, personal, con algunos buenos diálogos y con grandes actores. Branagh los dirige muy bien. Todo lo demás resulta aparatoso y falso y acaba por lastrar un filme que tiene mucho corazón, pero también un exceso de sacarina y efectismos.

Más allá de la sección oficial

Poco pudimos ver fuera de la competencia principal, pero dos filmes son dignos de mención en la sección Las Nuevas Olas. El ganador Selene 66 Questions (2021), ópera prima de Jacqueline Lentzou, supone una actualización de esa corriente griega iniciada por Yorgos Lanthimos, centrada en descomponer las dinámicas familiares de la sociedad helena, vinculándolas a lecturas políticas de mayor calado. Artemis vuelve a casa para cuidar de su padre enfermo. El bisturí psicoanalítico sigue empuñándose, pero la ejecución es más íntima y menos alegórica, también bastante menos cínica y un poco más luminosa. La actriz Sofia Kokkali está muy bien.

Lo de Yuri Ancarani en Atlantide (2021) es un escándalo. La historia gira en torno a unos quinquis venecianos que se dedican a ir por los canales a 80 por hora, en lanchas que tunean con luces de neón y altavoces que revientan tímpanos. El director italiano los filma siguiendo sus códigos estéticos, mimetizándose con el ambiente, y eleva esos vídeos de YouTube a la categoría de arte exquisito. No hay apenas trama en Atlantide, solo el placer cinético de moverse en esa lancha escapando de uno mismo, como única salida a una vida dura, al margen de la sociedad. Qué bien captura Atlantide esa ansia adolescente de trascender, de quemar la vida. La aproximación puede parecerse quizás a Spring Breakers (Harmony Korine, 2012) en esa voluntad de pegarse al objeto de estudio, pero la sensación es más la de estar viendo una entrega de la saga Fast & Furious con lanchas y un fuerte carácter documental. La edición es de una radicalidad a aplaudir. Parece que Atlantide estuviese montada en el móvil por un adolescente espídico. Solo cuenta el placer del marino de escapar de no se sabe muy bien qué, la alta velocidad, huir de la poli, retar a un competidor, follarse a una guiri con la punta de la quilla como extensión fálica de uno mismo. En serio, no tiene ni pies ni cabeza a efectos narrativos, pero resulta de un hipnotismo que atrapa y no te suelta. Atlantide es una bestia mecánica de ruido, furia y sucio aceite – apártate, Titane – que remueve los más bajos instintos yt que arrasa con todo a su paso sin importarle las consecuencias. Es una cinta kamikaze. Sin duda, el filme con más huevos, libre y original que he visto en este 2021.

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