LOS FILMS CON MÁS POSO DEL FIC XIXÓN

Lo bueno de comenzar a escribir sobre un festival —y a pensarlo, por tanto— días o semanas después de que haya terminado es que las películas van, poco a poco, recolocándose en nuestra memoria. Y lo curioso es que las que reclaman su espacio no siempre son las que más nos han gustado. Dejando de lado la Sección Oficial, de la que ya se encargó mi compañero Pablo Gonzalez Taboada, cuatro fueron las películas de las secciones paralelas que más me han hecho pensar desde que volví de Gijón: Buenas noches, España (Raya Martin, 2011), Life Without Principle (Johnnie To, 2011), Vikingland (Xurxo Chirro, 2011) y Valhalla Rising (Nicolas Winding Refn, 2009). Comencemos esta especie de crónica de menos a más con una de la propuestas más interesantes de todo el festival pero también una de las mayores decepciones.

1.

El principal problema de Buenas noches, España es su incapacidad para fijar su tono o para fijar, al menos, su ausencia. Y me explico: lejos de mi intención de exigir a ninguna película que deba encontrar su tono, o incluso un tono. No tengo ningún problema con las películas tentativas que se definen precisamente por su indefinición. Pero sí me gusta que, de ser así, esa película supuestamente atonal me permita ver sus búsquedas, sus dudas, sus fracasos o sus aciertos. Buenas noches, España, en cambio, se muestra a sí misma con una seguridad que no se corresponde con lo que estamos viendo —y oyendo— en pantalla. Protagonizada por Pilar López de Ayala y Andrés Gertrúdix y rodada en cinco días y sin apenas presupuesto, la valentía, la libertad y el espíritu de guerrilla de esta coproducción española y filipina se le presuponen —y son estimables— pero hace ya tiempo que creo que las películas no deben ser juzgadas ni por sus intenciones ni por sus resultados sino por la combinación de ambos.

Esta es una película sobre viajes sobrenaturales, enamorados y teletransportación”, leemos en la sinopsis que nos ofrece el festival. Bien, sobre eso o sobre cualquier otra cosa. Porque esas sugerencias están ahí, pero quedan soterradas bajo una avalancha de ‘loops’ de imágenes y sonidos, el incómodo ‘noise’ de su banda sonora (y suelo ver la incomodidad como un valor, no como un problema; por ejemplo en las propuestas extremas de Cameron Jamie que pasaron por Gijón 2008) o una sucesión de sonidos de ‘cartoon’ clásico que tratan de aportar una comicidad que termina agotando. Debido a estas y otras decisiones Martin nunca logra encontrar el difícil equilibrio que busca entre esa despreocupación ‘punk’ y gamberra y la seriedad de, por ejemplo, unos intertítulos que funcionan como contrapunto “dador de sentido” que trata de introducir su marca de fábrica (la historia filipina, el postcolonialismo y la relación traumática del invasor con sus colonias o viceversa).

Soy consciente de que casi todo lo que he dicho hasta ahora podría haberse usado para defender la película. Y es que enfrentar una propuesta como esta siempre me provoca una sensación extraña y me hace dudar de la postura que estoy tomando como espectador (¿seré yo?; ¿me estaré perdiendo algo?). Es como encontrarse a un hombre vestido de manera extravagante caminado por la calle que es plenamente consciente de ser una anomalía y lo disfruta como tal. Porque es precisamente el concepto de anomalía el que podría volverse en mi contra. ¿Acaso no se encuentra lo anómalo en la raíz misma del cine experimental en cuya tradición Raya Martin se inscribe? Pero la clave aquí y lo que me confirma en mi posición es que el cine experimental se viste así porque, sencillamente, no podría hacerlo de otra manera. La repetición, la abstracción, el juego cromático o la cadencia rítmica ocultan —o revelan, tanto da— algo que está ahí, detrás —o delante, tanto da— de las imágenes y sonidos. Y se nos dan las herramientas para percibir o atisbar al menos esos ‘brief glimpses of beauty’ cuando nos enfrentamos a ellos. No se trata de adoptar o no una postura extravagante —“qué se hace o dice fuera del orden común”— porque esa indumentaria es el (des)orden común.

2.

El título original de Life Without Principle significa algo así como “Oro letal”. Para su título internacional Johnnie To tomó el más elíptico de Vida sin principios, aquel famoso ensayo de Henry David Thoreau en el que podía leerse: “Este mundo es un lugar de negocios. ¡Qué infinito bullicio!”. Con esta elección, To hace suya la crítica del escritor norteamericano a la codicia del mundo de mediados del siglo XIX y la reactualiza al siglo XXI para envolver estas tres historias que se entrecruzan en el día que se anuncia el rescate de Grecia y “los mercados” se desploman.

Life Without Principle no parece una película de Johnnie To pero, paradójicamente, es perfectamente reconocible como una película de Johnnie To. Las tríadas honkonesas tan habituales en su cine están ahí, principalmente en la historia protagonizada por un desaforado y magnífico Lau Ching-wan, uno de sus habituales. La información fluye torrencialmente y la historia fluctúa como los datos de la bolsa que vemos una y otra vez en múltiples pantallas, pero los tiros no vuelan, la sangre apenas corre y la acción se contiene. Life Without Principle puede parecer un giro en la carrera de To pero, por ejemplo, el coqueteo de la tríadas con el juego financiero ya estaba presente en Election 2 (2006), aunque aquí no encontramos aquellos juegos de poder, aquella oscuridad primordial, aquella violencia directa y explícita que sangra; aquí encontramos otros juegos de poder, otra oscuridad y otra violencia que (nos) desangra.

Es posible, quién sabe, que Life Without Principle abra, como en su día lo hizo The Mission (1999), un nuevo camino en las inquietudes de To. Por lo de pronto, encontramos a un To más frío y racional, más neutro en lo formal y más preocupado por el retrato coral de un mundo financiero —y Hong Kong es una de las capitales de este nuevo viejo mundo— que se ha destapado al fin como el verdadero poder en la sombra. Life Without Principle no es la primera gran película de ficción sobre esta crisis que ha convertido nuestras vidas en vidas-basura. Esa fue Wendy y Lucy (Kelly Reichardt, 2008) aunque allí la crisis, nunca mencionada, no era más que un ominoso telón de fondo y asistíamos tan sólo a sus desoladoras consecuencias. Ahí está también Los otros dos (The Other Guys, 2010) de Adam McKay, donde Will Ferrell y Mark Wahlberg persiguen a un Steve Coogan convertido en un mix imposible entre Allan Partridge y Bernie Madoff.

Pero Life Without Principle sí es la primera gran película de ficción que la coloca en primera plana. Y lo hace ofreciéndonos la que desde ahora es la gran imagen/metáfora de la crisis: una flor de acero y diamantes (de bisutería) clavada en el corazón de un especulador bursatil. En un tema como este de la economía en el que nadie entiende nada, es de agradecer una representación tan sucinta, rabiosa y pertinente como esa. En este sentido, Life Without Principle es tan didáctica como los créditos finales de Los otros dos, donde una brillante infografía descomponía la crisis en datos casi tan tangibles (y punzantes) como esa flor de acero.

3.

Con sus títulos de resonancias mítológicas, tanto Vikingland como Valhalla Rising se lanzan a navegar los mares nórdicos, aunque una lo haga a bordo de un ferry comercial y la otra de un ‘drakkar’ vikingo; aunque una parta desde la orilla documental de la imagen encontrada, casi olvidada (Vikingland) y la otra desde la orilla de ficción de la imagen buscada, casi anhelada (Valhalla Rising). Son dos películas, por tanto, muy lejanas entre sí —tanto como Galicia, la tierra de Chirro, y Dinamarca, la tierra de Refn— pero con sugerentes puntos en común.

Vikingland nace de las grabaciones personales de Luis Lomba “o Haia”, marinero gallego que entre 1993 y 1994 trabajó con el padre de Xurxo Chirro en el ferry que une la ciudad danesa de Romo y la isla alemana de Sylt. Unos VHS que el propio Haia había enviado y que dormían olvidados en alguna caja o trastero esperando una mirada que les diera forma. “Idea e manipulación: Xurxo Chirro”, “Baseado nas gravacións de Luis Lomba “O Haia”, puede leerse en los créditos finales. Luis es, por tanto, el camarógrafo, el actor vivencial y Chirro es el “manipulador”, el montador, el actor intelectual que se enfrenta a horas y horas de cintas a las que a lo largo de dos años y de más de una docena de versiones trata de dar forma. “Transposición de Moby Dick de Herman Melville”, puede leerse también, y por más que el director nos contase cómo la presencia de Moby Dick guía e inspira un proyecto que fue diluyéndose poco a poco hasta casi desaparecer de la película, quizá siga todavía ahí de la manera más sugerente: quizá la gran ballena blanca de Chirro sea la propia película a la que ha perseguido estos años hasta alcanzarla al fin.

Dividida en once capítulos —Tripulación, Luis, Frío, Navidad, Vikingland, Traballo, Travesías, Cubierta, Hielo, Blancura, Epílogo—, títulos de una sequedad aparentemente descriptiva que sirven, en cambio, para conceptualizar un recorrido que comienza en el interior del barco para ir abriéndose progresivamente al exterior, partiendo de la intimidad de la tripulación en sus momentos de descanso, del ambiente clausurado de camarotes y pasillos, para llegar a la dureza del trabajo en cubierta y a la vastedad inhóspita que se extiende más allá de los mamparos de metal.

Esta progresión, conceptualmente impecable, provoca también una ruptura hacia su parte central, concretamente en los capítulos que muestran la monotonía del trabajo a bordo. Es sin duda una apuesta considerable por parte de Chirro. Las escenas de interior son cálidas, acogedoras, repletas de gente y de vida y se dejan ver con suavidad y regocijo; las de exterior son inhóspitas, vaciadas y exigen que el espectador se abrigue conceptualmente para poder soportar su desolación y frialdad. En todas ellas, Chirro plantea un dispositivo formal extremadamente consecuente con el material, respetando el propio “montaje en cámara” de Luis (es decir, el que realiza encendiéndola y apagándola) y las duraciones de las tomas, excepto en el capítulo “Navidad” en el que la cena de Año Nuevo se extendía a lo largo de varias cintas (y aún en este caso la decisión de Chirro es diferenciar sus cortes de los de “O Haia” marcando un segundo en negro). Y lo mismo hace en los capítulos de exterior. Quizá el más duro para el espectador sea “Travesías”, más de 21 minutos divididos en varios planos de atraques y desatraques, de carga y descarga de vehículos. Pero estoy convencido de que estos capítulos son también los más necesarios para hacer justicia a un material que fue grabado para levantar testimonio de lo que es el trabajo en un barco.

Vikingland contiene también un camino más oculto, apenas sugerido, por la mente de Luis al que al principio vemos aprendiendo a usar su cámara, juguetón y ‘retranqueiro’, pero poco a poco intuimos el desánimo de la ausencia del hogar, de las largas travesías por un invierno aparentemente eterno. Así, en el epílogo vemos a un Haia apagado y somnoliento que se convierte en la encarnación de la morriña y el desánimo. Este progresivo distanciamiento se ve reflejado —paralelamente a la evolución hacia el exterior de la película— en planos cada vez más largos y alejados como si en su inocencia cinematográfica “O Haia”, sin saberlo, hubiera partido del ‘cinema verité’ para llegar al ‘direct cinema’, del camarógrafo intervencionista al observacional. O como si, incluso, hubiera llegado más allá trabajando el concepto de duración en esas tomas finales —especialmente “Hielo” y “Blancura”— que nos hacen pensar, casi sin querer, en James Benning o Peter Hutton.

4.

Valhalla Rising presenta también a varios hombres aislados en la inhóspita inmensidad del norte, como aislado permanece el espectador —encerrado, capturado, secuestrado, fascinado— ante la brutal belleza de esta obra mayor del danés Nicolas Winding Refn. Era una película que tenía marcada en rojo en el programa, atraído por el Premio a la Mejor Dirección que Refn recibió en el pasado Festival de Cannes y toda la expectación creada alrededor de Drive (cuyo estreno en España aguardaba ya entonces). No sólo era la primera película de Refn que iba a ver sino que llegaba absolutamente virgen, sin haber leído una sola línea sobre Valhalla Rising, sobre Drive o sobre cualquiera de sus películas anteriores, sin conocer ni su tema —más allá de las sugerencias de su poderoso título— ni siquiera una difusa sinopsis del argumento. Y es así, en la más absoluta oscuridad, como suelen producirse las grandes revelaciones. Lo que sigue no es tanto una crítica de la película como una pequeña crónica de mi fascinación.

Escocia, siglo XI. El cristianismo se expande y los paganos adoradores de los viejos dioses se ven acorralados en las tierras del norte. Un esclavo —hierático, tuerto, mudo y brutal encarnado por un impresionante Mads Mikkelsen— es utilizado como perro de presa en cruentos enfrentamientos a muerte con esclavos de otros clanes. El guerrero sin nombre logra escapar con el niño esclavo que lo alimentaba —que lo bautiza como One Eye— y se encuentra a un grupo de “Vikingos Cristianos” (¡) que avanzan hacia el norte exterminando paganos. Estos lo convencen de embarcarse en un viaje hacia Tierra Santa que termina con su ‘drakkar’ arrivando en una tierra desconocida. Valhalla Rising es un western nórdico —el Primer Western, en cierto modo—, una oscura película de aventuras prácticamente muda, un drama existencial, una obra simbólica donde los símbolos no solo se ocultan sino que cuando eclosionan son reducidos a polvo, una película religiosa donde unos dioses permanecen ausentes y otros han descendido a la tierra a exterminar paganos y cristianos por igual.

Mientras la veía trataba de ordenar el torrente de referentes convocado por Refn: de Terrence Malick a Ingmar Bergman pasando por Andrei Tarkovski —algo así como si los ingleses de El nuevo mundo hubieran desembarcado en la playa de El séptimo sello para luego adentrarse en la zona de Stalker— y más tarde Jesús Palacios me apuntaría la evidente relación con Werner Herzog que yo había pasado por alto. Y la figura del One Eye remite directamente a los héroes del western y del ‘chambara’, con la saga de El lobo solitario y su cachorro a la cabeza. Pero a pesar de esta sobrecarga de referentes —deformación crónica del crítico—, lo que estaba viendo me resultaba de alguna manera absolutamente personal, una película que a pesar de convocar todos esos nombres era capaz de depurarlos en una especie de estilización esencial muy alejada de cualquier cita o reformulación posmoderna. Dicho de otra forma: Valhalla Rising es la película que solo puede firmar alguien que, después de haber visto mucho, está dispuesto a arrancarse los ojos —o al menos uno de ellos— para volver a mirar por primera vez, para volver a filmar por primera vez.

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