FICBUEU 2023: Sección Oficial 5 — De la paternidad y la espera

Alicia fai cousas, de Ángel Santos

Alicia fai cousas, de Ángel Santos

En esta sesión, como si de un ejercicio de montaje se tratara, pasamos de una película a otra mediante yuxtaposiciones que se llenan de significado. Hay un corte brutal entre la primera y la segunda pieza —esa transformación radical de un tiempo muerto—, otro más sutil entre la segunda y la tercera —de la ausencia de ambos progenitores a la ausencia de la madre—, y un tercer corte que se funda en una continuidad de la relación padre-hijo.

Alicia hace cosas (Alicia fai cousas, Ángel Santos) inaugura la sesión con una exploración del aburrimiento. El término es engañoso, como pronto evidencia un monólogo que recupera el concepto de la acedía para multiplicar las resonancias del letargo de la protagonista: tedio, apatía, tristeza, insatisfacción… En las costuras de este tiempo informe —en el que, sin embargo, Alicia sigue haciendo cosas—, se juegan cuestiones decisivas. Ella quiere ser actriz, y el tiempo de las actrices es sobre todo el tiempo de la espera; repite un monólogo que, amoldándose en la fractura entre realidad y ficción, parece hablar de sí misma.

El nombre de la productora de Santos, Amateurfilms, resuena como una declaración de intenciones. Retomando el espíritu del último Éric Rohmer, quien emprendió un regreso voluntario al formato amateur, simplificando al máximo las condiciones de rodaje, y compartiendo así linaje con otros cineastas contemporáneos como Hong Sang-soo, Ted Fendt o incluso Jonás Trueba, Santos firma una puesta en escena fuertemente basada en la palabra, en la que cualquier rincón de la ciudad es susceptible de convertirse en escenario de una ficción mínima.

Viniendo de la parquedad formal de Alicia hace cosas, que instala un aire de ligereza y da una ilusión de inmediatez entre la cámara y el mundo, la sombría puesta en escena de Vendrán mis padres a verme (Will my parents come to see me, Mo Harawe) cae como un jarrón de agua fría. El contraste entre ambas películas es aún mayor cuando entendemos que Farah, ese personaje taciturno que debe tener la misma edad que Alicia y que también habita el tiempo muerto de la espera, está aguardando el momento de su ejecución. Mientras permanece en la cárcel, su rostro inexpresivo solo deja traslucir una brizna de emoción con la pregunta: ¿vendrán mis padres a verme? Uno se pregunta qué pasa por detrás de esa mirada opaca; si es aturdimiento, incomprensión, una angustia tan profunda que no encuentra forma, o incluso un sentimiento de desafección. Cuando el drama se desata en la última secuencia, la película, que hasta entonces ha acompañado a Farah en su espera, impone una distancia súbita, como si el dispositivo formal no estuviera hecho para absorber ese estallido de violencia y emoción.

Will my parents come to see me, de Mo Harawe

Will my parents come to see me, de Mo Harawe

Los padres de Farah no comparecen a la última visita. Lo más parecido a una figura materna es esa celadora que sube la música para no oír los gritos del chico y que de alguna forma hereda su tiempo vacío. De ahí pasamos a la siguiente película, Comerciantes de hielo (Ice merchants, João Gonzalez), una delicada pieza de animación que se centra en los solitarios moradores de una casa colgante. Padre e hijo venden hielo en la ciudad y pasan el resto de su tiempo esperando a que el agua se congele. En esa historia de dos rostros apenas esbozados y casi siempre envueltos en ropa de abrigo, la emoción surge del movimiento de las figuritas frente a los paisajes estáticos, de esa luz que es como un temblor que recorre las cosas, y de un silencio expresivo en el que se hace palpable, entre otras cosas, la ausencia dolorosa de la madre (una taza nunca usada, una parte vacía en el encuadre). Con la subida de las temperaturas, sin embargo, llega el deshielo, y el acantilado que sostiene la casa empieza a ceder; la película sintetiza, en esta bonita imagen de carácter ecologista, la fallida de un equilibrio tan precario como perfecto.

La última película del programa, El otro extremo de la calle (Das andere Ende der Strasse, Kálmán Nagy), retoma el hilo de la relación padre-hijo para desdevanar una historia que se va enturbiando a medida que avanza. Con un cierto aire a los cortos de Radu Jude, su premisa relativamente simple se complica cuando un pequeño giro viene a enmarañar una verdad que empezaba a darse por sentada, y las tensiones afloran. Se trata, entonces, de una película sobre el bullying, pero también del encuentro entre dos familias de trasfondos distintos —algo que se apunta con unas pocas pinceladas certeras— y de un atisbo de las raíces profundas de una violencia aprendida por transmisión.

Das andere Ende der Strasse, de Kálmán Nagy

Das andere Ende der Strasse, de Kálmán Nagy

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