CRÓNICA 49 FICGIJÓN: SECCIÓN OFICIAL

El trabajo del crítico está subvalorado. Desde fuera se ve como una posición cómoda, dando a entender que da acceso gratuito a preestrenos y pases de prensa en festivales. Pero también tiene su lado malo. Es un trabajo más bien solitario, que obliga a visionar cantidades ingentes de películas en tiempo récord para luego escribir sobre ellas, criticar el trabajo ajeno con la intención de informar al lector, evitándole así pasar un mal rato (que el crítico ya ha padecido) o dar a entender si realmente la experiencia merece la pena. Y en ningún caso el tiempo perdido se le devuelve. El Festival Internacional de Cine de Gijón afortunadamente suele premiar a todo tipo de espectadores con propuestas de toda índole, aunque siempre intentan moverse en el mercado independiente y decididamente no comercial, salvo por películas muy puntuales que devuelven al certamen a sus orígenes como festival de cine para niños. De esta forma, se facilita la labor del crítico, que durante nueve días es también aquel que se acerca a las salas a disfrutar de la programación preparada por José Luís Cienfuegos y su equipo. Una línea clara y cristalina que se respeta año tras año.

La 49 edición del Festival Internacional de Cine de Gijón, desarrollada entre los días 18 y26 del pasado mes de noviembre, ha servido casi como un homenaje (¿involuntario?, probablemente no) a los orígenes del certamen, nacido un lejano 1963 como iniciativa de hacer llegar un tipo de cine determinado a audiencias jóvenes e infantiles. Era así una muestra para niños, que con el paso de los años ha ido ganando dimensión y prestigio y ha relegado a su público original a una sección determinada (Enfants Terribles), creando en torno a ella todas las demás. Pero la Sección Oficial de este año ha sido deudora de aquella mentalidad, la primigenia, al haber tratado una buena parte de las películas a competición la infancia y la ausencia de adultos en su mundo, fuese literal o metafóricamente. E incluso en la película que inauguró el festival, Take Shelter, de Jeff Nichols, podemos encontrar en el personaje principal (interpretado por el siempre cumplidor Michael Shannon) una forma de entender el mundo más infantil que adulta, con pesadillas que se vuelven reales y una realidad enrarecida presente en todo su metraje. Es una película sobre los miedos y la paranoia; sobre la necesidad de aferrarse a algo, y la obligación de no perderlo. No sorprende que haya recibido elogios: es una de las grandes producciones independientes del año.

La analítica cámara de Ruben Östlund en 'Play' le valió el premio a Mejor Director.

El día siguiente amaneció en Suecia. Ruben Östlund, un viejo conocido del festival, presentaba Play, largometraje basado en hechos reales sobre un grupo de niños inmigrantes que aprovechaban el miedo que causaban entre la población para cometer pequeños hurtos. En concreto, se sigue la historia de un grupo de chavales que son (prácticamente) secuestrados por estos inmigrantes. El realizador captura esta realidad mediante una cámara más bien analítica, que se limita a encuadrar y dejar que todo suceda casi como una coreografía, sin forzar la acción. Pequeños movimientos y recursos básicos (zooms, travellings) le sirven para que todo lo que pasa en plano quede registrado sin que el espectador tenga la sensación de estar contemplando la nada. Su fría dirección va en consonancia con un guión que a pesar de algunas trampas funciona en todo momento, cerrándose la historia con un punto de ironía que deviene en una crítica social evidente, pero no por ello menos eficaz.

Aquí el adulto no tiene voz; como tampoco ocurre en Les geánts, de Bouli Lanners, otro de los directores habituales de Gijón (ganó en 2005 con su Ultranova y volvió a competir en 2008 con Eldorado). Lamentablemente en esta ocasión la cosa se le va de las manos y presenta la historia de dos hermanos de familia adinerada que están pasando unas vacaciones en una casa de campo. Rápidamente se encuentran una situación económica desastrosa (pero con sus padres fuera de circulación, poco pueden hacer) y se ven obligados a sobrevivir robando o haciendo pactos suicidas. Junto a un chaval de la zona, se adentran en una aventura en la que se verán obligados a madurar. Todo se retrata sin mucho interés, casi con desgana, así que aunque la película no molesta, tampoco aporta nada que no se haya visto ya en mil producciones anteriores.

La cinta española Iceberg, del salmantino Gabriel Velázquez, juega a ser diferente y poco convencional, algo que consigue, aunque queda la duda de si tras eso había algún tipo de objetivo extra. Prescindiendo prácticamente de la palabra, muestra el día a día de cuatro adolescentes que viven en torno al río Tormes, lo que como no podía ser de otra forma acaba teniendo un final en el que todos se cruzan. Sería injusto negar a su realizador algunos méritos (su factura técnica notable) pero su pobrísimo uso de las metáforas y lo obvio de su mensaje acaba por jugarle en contra.

La infancia dejaba paso a la adolescencia en otra película a concurso, Terri, del otrora ‘enfant terrible’ del independiente norteamericano Azazel Jacobs, que abraza el modelo Sundance para contar la historia de un chico gordo que no encaja en su escuela y la forma en que afronta varias relaciones sociales, con amigos y un profesor muy particular. Lo mismo de siempre pero de otro color, contado sin chispa ni emoción.

El problema principal de 'The Forgiveness of Blood', de Joshua Marston, es que la narración no avanza.

De la infancia a lo social

Seguimos en el entorno escolar, pero esta vez en la universidad, con la fantástica El estudiante, de Santiago Mitre, ganadora de varios premios (entre ellos Mejor Largometraje y Premio del Jurado Joven), que sigue los entresijos de la política sin la ironía de la Election de Alexander Payne, apostando más por un tono serio y discursivo. En el fondo funciona como parábola sobre el poder (en eso puede sintetizarse cualquier aspiración de un partido político) y alcanza sus objetivos con facilidad; crítica pero al mismo tiempo amable, se ve sin problema y se sigue con interés hasta su rotunda y brillante última secuencia.

El cine social también tuvo otros representantes, como The Forgiveness of Blood, de Joshua Marston, que plantea la guerra continua entre dos cabezas de familia y la forma en que esto afecta al resto de sus miembros. Su problema principal es que en determinado punto la narración se detiene y gira sobre lo mismo, haciéndose extremadamente larga, a pesar de algún buen momento aislado.

Bastante inferior es la sueca Michael, de Markus Schleinzer, que concursaba en la sección oficial de Cannes este año y que se revela como una tontería que intenta jugar en la liga de otros suecos levantadores de ampollas (Ulrich Seidl) sin conseguir más que enervar al respetable con su intento de capturar la vida de un pedófilo sin ahondar en la relación con el infante más allá de la sugerencia; irónico que sea así porque su uso del montaje hace que la sutileza brille por su ausencia.

'Michael', de Markus Schleinzer, intenta levantar ampollas al estilo del también sueco Ulrich Seidl, pero solo consigue enervar.

Y por fin llegó Francia para salvar y dignificar un poco el cine con cierta ambición. Hermanada con El estudiante en cuanto a temática (política, juventud desencantada), Low Life de Nicolas Klotz y Elisabeth Perceval, se inicia con una revuelta política que remite a hechos recientes (como el 15-M) y centra su mirada en un grupo de jóvenes aburguesados que, cansados de la vida fácil, intentan cambiar lo que les rodea mediante los actos; volviéndose activos, en lugar de pasivos. Su segunda parte desarrolla más el tema que en la anterior estaba siendo sólo susurrado (la inmigración), haciendo que el film se eleve y alcance un nivel mayor.

Francia fue de hecho el país que más alegrías dio en general. Ninguna de las dos propuestas restantes en competición desagradó: por una parte, Valérie Donzelli sorprendió con su La guerre est déclarée, que, salvando las distancias, inicia con un prólogo que remite a Up en cuanto a narrarnos una vida (o una parte de) aceleradamente, sin que echemos en falta más información. Pronto sabremos que la joven pareja protagonista tendrá que afrontar un problema con su pequeño hijo y aunque en cualquier otra película aquí se habría caído en el trazo grueso (como en Camino, de Javier Fesser), Donzelli sabe cómo abordar un tema tan peliagudo como la enfermedad infantil sin bordear el llamado ‘porno emocional’, manteniendo siempre la distancia y marcando el tono del relato con maestría.

Lo mejor llegó al final, con la libre Un amour de jeunesse, de Mia Hansen-Løve. Bella película sobre el amor y la pérdida, sobre el reencuentro y la pasión, con una inmensa Lola Créton, que enamora a la cámara y con ella al espectador. Sin ser tan sólida como el debut de Hansen-Løve (Tout est pardonné, premiada en Gijón 2007) propone ideas y ofrece emociones difíciles de rechazar.

'Dark Horse' muestra un Solondz comedido y amable, alejado de su lado más salvaje y reconocible.

Sundance Connection

Saltamos de nuevo al independiente americano con dos propuestas tan dispares como Dark Horse, de Todd Solondz, y The Future, de Miranda July. Ambas tienen en común el no haber conseguido crear consenso, manteniendo a la crítica dividida desde que fuesen proyectadas por primera vez en los festivales de Venecia y Berlín, respectivamente. El director de Happiness presenta como protagonista de su fábula a un hombre obeso con mentalidad de niño caprichoso, un ‘caballo oscuro’ que vive en el lecho familiar, trabaja para su padre (a pesar de ser un inútil, por puro enchufe) y que acabará por encontrar en cierto personaje una forma de escape a su lamentable día a día. No es el Solondz más salvaje, de hecho se muestra extrañamente comedido, casi amable, pero supera y por mucho al ridículo ejercicio de July, que tras triunfar con su primera película (Me and You and Everyone We Know, 2005) parece que haya decidido llevar la fórmula incluso más lejos. Su ‘futuro’ es tan naif como irregular, una colección de clichés del cine independiente pasado por el tamiz del realismo mágico. Si se fusiona el modelo Sundance con Amélie y se le añaden patas de gato soltando monólogos, probablemente surja algo similar a esta chorrada maestra que, de tonta, aún da para unas risas no intencionadas.

También indie americano (aunque bajo producción británica) es la nueva película de Jonathan Caouette, Walk Away Renee, secuela directa de su documental Tarnation y probablemente una de las experiencias cinematográficas más enriquecedoras de todo el certamen, dentro y fuera de la Sección Oficial. Como en el anterior, Caouette mezcla todo tipo de formatos y se desnuda para narrarnos el viaje que realizó con su madre enferma (Renee). Aquí tenemos una tragedia contada en primera persona en la que no se abandona la esperanza a pesar de la cantidad de problemas que afrontan sus protagonistas. Aún más libre que Tarnation (aquí Caouette se permite incluso experimentar a nivel narrativo, como en cierta secuencia onírica que es todo un deleite para los sentidos), se trata de uno de los más bellos poemas jamás ‘escritos’ a una madre. Pese a que algunas críticas apuntaban a la amoralidad de incluir según qué escenas, en mi caso no puedo sino ser honesto conmigo mismo: lo que hay es lo que hace que el film funcione.

'Walk Away Renee' es uno de los más bellos poemas jamás 'escritos' a una madre.

Sólida como una roca fue el -junto a Take Shelter– plato fuerte de la Sección Oficial: el León de Oro en Venecia, Faust, de Alexandr Sokúrov. Otra notable película del ruso que cierra su tetralogía sobre el poder (tras hablarnos de Hitler, Lenin y el emperador Hirohito) apuntando al origen. Una relectura del material de Johann Wolfgang von Goethe libre de imposiciones, soberbia a nivel formal y algo dispersa en lo narrativo, y aunque quizá pesada en ciertos tramos, se compensa con una última hora de una belleza arrebatadora.

La Sección Oficial de la 49 edición del Festival de Gijón se completaba con varias películas fuera de concurso, entre las que destacaba L’Apollonide, de Bertrand Bonello, sobre la vida en un prostíbulo entre el final del siglo XIX y el principio del XX, o la que podríamos considerar su ‘hermana fea’, por capturar la realidad sin embellecerla, Whores’ Glory, de Michael Glawogger. Como se apuntaba al principio, este festival tiene una línea clara y puede entenderse toda la programación como unidad. La infancia toma el poder sobre el mundo de los adultos y a un año del primer medio siglo de existencia del certamen solo podemos desear que la cosa siga así. No todo lo que se ve es bueno, pero desde luego, se compensan las películas malas o simplemente mediocres con aquellas que realmente alcanzan sus objetivos y nos premian con imágenes difíciles de borrar de la memoria.

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