FILMADRID 2018: MIENTRAS HAYA LUZ (I)
1. Prólogo
Seguir de cerca la corta historia de un festival, más cuando sus primeros pasos van paralelos en el tiempo al crecimiento de uno mismo como cinéfilo, permite sacar conclusiones globales raramente factibles en cualquier otra circunstancia. En el caso de Filmadrid, si nos paramos a recordar el espíritu con el que nació en una noche de junio de 2015, su evolución hacia el momento actual solo puede adjetivarse con un inusual entusiasmo. Con idéntica mirada retrospectiva, podría afirmarse que las dos primeras ediciones correspondieron a la formación de una identidad muy particular, pilar esencial de un festival infrecuentemente asentado sobre el valor comunitario de todo lo que programa; tras ellas, la tercera supuso un paso decidido hacia la consolidación total de la misma, alumbrado por luces tan radiantes como las de Jonas Mekas o Laura Mulvey. Ahora, con la cuarta, ha podido comprobarse que aquel decidido aliento renovador que acompañó hace tres años al estreno en el Cine Doré del Cavalo Dinheiro de Pedro Costa –impulso plasmado en la simbólica llama que desde entonces da imagen al festival– no solo sigue tan vigente como entonces, sino incluso más vivo en cada año que pasa.
En un gesto ya definitorio y que multiplica su significado por tener lugar en una capital, en medio de cuya vorágine se pierde de vista tantas veces el valor de éstos, Filmadrid mira hacia el cine como elemento creador de comunidad, indisoluble del espacio en el que tiene lugar y sobre todo de quienes lo mantienen con vida. No es descabellado afirmar que en ningún rincón de este festival se jerarquiza entre programadores, cineastas, críticos o espectadores, porque todos los que participan de su dinámica vienen a ser parte de la misma familia –y de ello dio buena cuenta el torneo de fútbol entre todos que por primera vez inauguró esta edición–. Una que reivindica con orgullo, no solo en las salas sino también en cualquier rincón de la ciudad, su infinito amor por un cine limpio de clasismos o etiquetas, creado gracias a la pasión y que sin duda necesita de mucha más durante el resto del año para seguir haciendo posible su marcha.
2. De la sombra a la luz
Aunque no estuviera físicamente presente, la figura sin par de Hong Sang-soo vertebró el recorrido de esta edición de Filmadrid. Un viaje desde la honda melancolía de The Day After (Inauguración) hacia la luminosidad de Claire’s Camera (Clausura), dos obras en apariencia opuestas que no son sino versiones simultáneas de esa poliédrica exploración personal, cada vez más depurada en sus formas pero no por ello menos grácil, en que se ha convertido la madurez del maestro coreano, uno de los cineastas esenciales de hoy. Si el veredicto sin piedad de Cannes, ese espacio para el mercadeo retratado sin atisbo de crueldad pero con ánimo jocoso en la película protagonizada por Isabelle Huppert, brindó una acogida desigual a ambas obras, Filmadrid –a la espera de que la compañía que desde hace meses posee sus derechos en España las estrene por fin en salas comerciales– se antojaba como un escenario del todo opuesto, y por tanto idóneo, para apreciarlas de forma más reposada en su práctica equidad de méritos, como parte de ese continuo en marcha de su cine. Por mucho que en un segundo visionado siga resultando imposible obviar la particular hondura de algunos momentos de la primera de ellas, tal vez la película más desoladora en sus conclusiones que jamás haya filmado Sang-soo.

The Day After (Hong Sang-soo)
Este trayecto de la sombra a la luz halló su continuación en otras dos figuras totémicas cuyas obras formaron parte de las proyecciones especiales de esta edición: Frederick Wiseman (Ex Libris. The New York Public Library) y Eugène Green (En attendant les barbares), dos veteranos cineastas que han hecho del acceso al conocimiento su bandera, a través de estilos opuestos pero coincidentes de pleno en defender el valor de la cultura pasada como elemento que nos forma. En estas dos películas se hace más notorio que nunca. El primero homenajea una biblioteca pública como lugar comunitario de inagotable actividad humana; el segundo pone en marcha un taller de actores y filma un largometraje con ellos para seguir reivindicando la necesidad de compartir e iluminar nuestro legado. En esa sugestiva línea, una de las actividades más novedosas de Filmadrid fue un taller del siempre generoso Green con intérpretes y directores, análogo al de la película, declaración de intenciones de un festival que comparte con el cineasta su querencia por revelar la transmisión como chispa de todo saber. Haciendo gala de tal inquietud, y tras las apariciones de Jonathan Rosenbaum y Laura Mulvey en años anteriores, este año fue la brillante teórica francesa Nicole Brenez quien se acercó a Madrid para impartir el curso académico Historias de imágenes. Cuestiones políticas y continuar, en el mismo marco del festival, difundiendo la eterna pertinencia del conocimiento más allá de proyecciones y encuentros.
3. Competición Oficial
En necesaria continuidad a esta presencia de figuras incontestables, la Competición Oficial de este año se caracterizó por una selección muy superior de primeras y segundas películas estimables. Entre todas ellas sorprendió por lo inusual de su cosecha un estreno internacional, el de Bundesliga (Tatsunari Oota). Si la categoría de muchos certámenes consolidados y con gran potencial adquisitivo puede medirse por su buen ojo a la hora de detectar el talento primerizo, el descubrimiento de este joven cineasta japonés apunta un tanto indiscutible para Filmadrid. La película del singular Oota, un trabajo universitario filmado en 16mm con particular atención a los espacios exiguos del pequeño pueblo nipón al que regresa un joven jugador de tenis de mesa –y sus aspiraciones de competir en la Bundesliga alemana del título, lejos de ecos futboleros–, oscila entre el humor absurdo y la melancolía con apreciables resultados para un debut. Con ello, su regusto final es más de trabajo pulido que de promisoria graduación.

Bundesliga (Tatsunari Oota)
A pesar de ello, el gran nivel de algunos títulos a concurso dejó la muy estimable obra de Oota en segundo plano. Los méritos de la merecidísima ganadora Drift (Helena Wittmann) se cimentan en una solución narrativa mayúscula. La directora comienza siguiendo con largos planos fijos y distanciados –ambas nunca llegan a coincidir plenamente– a dos amigas que comparten sus días antes de separarse; cuando esto ocurre, una larga sucesión de planos oscilantes del océano, hipnótica y precisa traducción visual de la doble distancia geográfica y mental entre ambas, irrumpe en pantalla y se apodera de todo. La vuelta a sus respectivas rutinas está coronada con una secuencia final particularmente memorable, en la que vuelve a emerger de un modo insospechado el fantasma de la ausencia. Ese último movimiento de cámara sitúa a Wittmann como firme candidata a seguir el camino de Valeska Grisebach, Maren Ade o Angela Schanelec, en un momento especialmente brillante para las directoras de su país a nivel internacional. Y sería suficiente para que su película fuera la mejor de la competición de no ser porque en el mismo concurso estaba Classical Period (Ted Fendt), el retorno del director de la notable Short Stay (2016) a esos personajes en permanente limbo vital, que hablan y se mueven constantemente sin que su vida cambie un ápice. De nuevo registrando esa actividad en unos gloriosos 16mm y colores apagados, la novedad de este film con respecto al anterior es el hecho de centrarse en el mundo de la literatura, siguiendo a un grupo de seres que comparten un universo cerrado de conferencias y reuniones sin que ello les suponga exponer ningún afecto más allá del prodigioso intercambio referencial. Con todo, lo que más revela el inmenso talento de Fendt no es sólo el probado hecho de renunciar a una liberación emocional o un simple paso adelante de sus protagonistas, sino el de sugerir con entrañable ironía y sin atisbo de condescendencia –nada más lejos de unos freaks histrionizados– lo que yace bajo su hermetismo. En el hallazgo, la cámara de Fendt se mimetiza con estas personas del mismo modo que ellas con su objeto de estudio.
No pocas similitudes con esta última obra guarda otro de los grandes títulos de la competición, Notes on an Appearance (Ricky D’Ambrose), merecedor de una mención del jurado joven. Como Ted Fendt, su director es un estudioso del cine con un gran bagaje previo lejos de las cámaras; también su película, trufada de citas autorales, mira hacia la academia. En lo más esencial, ambos jóvenes están llamados a liderar el futuro del auténtico cine independiente norteamericano, ese que busca nuevos modelos y sitúa sus miras más allá de Sundance. La ópera prima de D’Ambrose, plena de soluciones narrativas y visuales sorprendentes con filiación bressoniana, muestra entre elipsis y fuertes anacronismos la desaparición de un taciturno personaje en un Brooklyn improbable, donde el valor de la palabra se despliega entre periódicos y cafés. Por notoria omisión, este misterioso mundo urbano cerrado nos dirige al vértigo de una modernidad llamada a engullir a sus personajes. Algo opuesto a lo que sucede en Trinta lumes (Diana Toucedo), estimable ópera prima de la experimentada montadora, ahora decidida a mostrar las huellas de la muerte en el acervo rural gallego para relatar su supuesto declive como un bucle temporal. Una película imperfecta que, pese a sus entendibles defectos de cohesión, gana enteros por asimilarse más a la sensibilidad de autores tan opuestos como Apichatpong o Mercedes Álvarez que a la tentación de encajar como simple corolario del novo cinema galego, tal es su fantasiosa rareza. En otra mirada hacia la relación del presente con la pureza del pasado, los jóvenes protagonistas del cortometraje Onde o Verão Vai: episódios da juventude (David Pinheiro Vicente) parten de la realidad adolescente más atemporal, un viaje despreocupado hacia el bosque, para acabar instalados de lleno y sin estridencias en el terreno del mito primitivo, plasmado con leves pinceladas de sensualidad y notorios ecos pictóricos.

Notes on an Appearance (Ricky D’Ambrose)
Ya en un registro muy diferente, Meteors (Gürcan Keltek) juega con su poética heterodoxia para chocar el cuidado visual en su contrastado blanco y negro con una realidad política salvaje, la persecución del gobierno de Turquía contra el pueblo kurdo. Lejos de conformarse con una denuncia formulaica, logra hallar el punto entre la potencia de su temática y una belleza libre de imposturas. No fue de extrañar que fuera una de las películas más unánimemente aplaudidas durante la semana; en contraposición a lo que sucedió con la dupla india formada por The Unknown Craftsman (Amit Dutta) y el cortometraje And What Is The Summer Saying? (Payal Kapadia). Transcurriendo por sendas opuestas, una la de la insistencia y otra la de la levedad, ambas coinciden en el más temido pecado de un cine que se pretende arriesgado y con hondas aspiraciones: el de la práctica ausencia de discurso bajo su entramado formal.
Por otra parte, en un panorama trufado de obras jóvenes tan sólidas, sorprendió que los pocos autores con algo más de experiencia en el medio estuvieran por debajo de esa altura. Aunque es justo empezar destacando que la doblemente premiada Our Madness (João Viana), por el jurado joven y con una mención del oficial, compensa lo desangelado de su narrativa con una inspirada plasmación de las huellas del colonialismo en Mozambique. Además de desvelar una parte del sentimiento africano hurtada por otro cine eurocentrista sobre el continente, todo este viaje por una tierra enloquecida se muestra en un estado indeterminado entre el sueño y la vigilia, un estilo de subjetividad colectiva que evoca el logro de Apichatpong Weerasethakul en Cemetery of Splendour (2016). No cuenta con tanta fortuna el francés Éric Baudelaire en Also Known as Jihadi, película intachable sobre el papel a la que en la práctica puede su apego desmedido al rígido dispositivo formal. Al reconstruir la peripecia de un joven francés hacia su adiestramiento como combatiente del ISIS en la guerra de Siria, el director de Letters to Max (2014) opta por alternar la seca frialdad del texto judicial con las imágenes vacías de los lugares que transitó.
Como epílogo a este recorrido, y fuera de concurso al formar parte su director del jurado oficial, se proyectó en la jornada final la checa Little Crusader (Václav Kadrnka). Este trayecto de vuelta hacia el medievo y la pureza infantil, apreciable con sus baches, opta del mismo modo por regresar a lo esencial en el cine mediante unas formas austeras, sin que falte en la iluminación de sus encuadres la inevitable referencia al sacrosanto autor de Pickpocket (1959).