FORCE MAJEURE, de Ruben Östlund

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-It just sounds very strange, when we say it in English, an ‘avalanche’

[“Suena raro cuando lo decimos en inglés, una avalancha”]

¡Papá, papá!

Ebba (Lisa Loven Kongsli) y Tomas (Johannes Bah Kuhnke) son un matrimonio sueco de vacaciones que han quedado para cenar con una compatriota y su nuevo amigo norteamericano. Con el anterior diálogo, Ebba interrumpe el sesgado relato que su marido está haciendo de lo que les ha ocurrido esa misma mañana. El acontecimiento ha sido brutal: mientras Ebba y Tomas almorzaban en un restaurante de los Alpes, se ha producido una avalancha de nieve. Con los clientes del restaurante asustados y todo sumido en el caos, Ebba ha pedido a Tomas que la ayudara a salvar la vida de sus hijos. Sin embargo, Tomas ha huido para ponerse a salvo a sí mismo. El alud se ha detenido antes de llegar al restaurante y la situación se ha resuelto sin heridos. Tomas vuelve con su familia a pesar de ser consciente de que ha ignorado los gritos de auxilio de su mujer y de sus dos niños.

Posiblemente, Ebba sienta extraña esa palabra que no pertenece a su lengua materna, avalanche. Y, con casi toda seguridad, podamos entender que el film lanza una pequeña crítica a la Europa políglota que no sabe, a pesar de su amplio repertorio de idiomas, encontrar las palabras adecuadas para explicar cómo se siente. Pero hay algo más detrás de ese comentario. Como el espectador irá comprobando a medida que avance la historia, el malestar de Ebba (y de Tomas, y de otros personajes a los que la pareja acaba contagiando sus desavenencias) tiene mucho que ver con no poder encajar en su comprensión del matrimonio y de la familia lo que la reacción de su marido ha supuesto. Y eso, a su vez, tiene mucho que ver con no conseguir encontrar el momento y las palabras para comunicarlo. Con que sienta extraño y complicado verbalizar toda la ira e incredulidad en su interior. Con que encuentre difícil hallar su propio discurso. Porque en su comprensión de la vida, no había espacio para esa traición.

A partir de esa escena (molesta y humorística a partes iguales), Force Majeure (2014), cuarto largometraje de ficción de Ruben Östlund, desmenuza de manera brillante la identidad interna (sus miedos, el hartazgo de sí mismo) y la imagen social (sus infidelidades, sus trampas jugando con los hijos, el patriarca infalible que se le exige ser) de un hombre que puso por delante el instinto de supervivencia a la protección de los suyos. Tomas ve como irremediablemente se desvanece la figura paterna (él mismo) dentro de su familia. Incapaz de asumir en un primer momento lo que hizo y, posteriormente, enmendarlo, debe lidiar con una esposa confusa y unos hijos aterrados ante la idea de que sus padres se puedan divorciar. Y será incapaz de ganar esa lucha porque, aunque él no lo acepte, nadie le ha enseñado a curar ese tipo de heridas.

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No parece casualidad que Östlund se haya decantado por esta historia de desmitificación de la hombría y la representación de la masculinidad. Parece una evolución natural en su intención de deconstruir ciertas convenciones contemporáneas tras su Play (2011), película en la que se trataba el racismo y el acoso escolar desde un punto de vista también algo perverso y cruel. Como ocurría en Play, hay mucho de universal en lo que nos cuenta el film: en este caso, un permanente cuestionamiento de los papeles individuales en las familias occidentales con especial ahínco en la figura paterna. El supuesto héroe que no lo es. O al menos, el supuesto héroe que imaginábamos que debía ser. ¿Por qué debía de serlo? ¿Por los valores culturales heredados? ¿Por instinto? La dualidad entre ambas opciones acaban mermando y confundiendo la autoestima de Tomas. Pero también hay algo de particular en la historia, relacionado con las sociedades escandinavas, concretamente la sueca: las primeras reacciones de Ebba y de Tomas se basan en la evitación del conflicto, el no enfrentarse a él. Ambos intentan acordar versiones, a forzar una inequívoca historia sin diferencias sobre lo ocurrido. Se alejan el uno del otro y solo en los momentos catárticos pueden, quizá porque ya no tienen más remedio, encarar y expulsar al exterior lo que están sintiendo.

En su aspecto formal, la película se acerca de manera desacomplejada a la estética de cierto cine europeo. Force Majeure está especialmente próxima a la manera de rodar de Michael Haneke en su trilogía de la glaciación emocional – Der siebente Kontinent (1989), Benny’s Video (1992) y 71 Fragmente einer Chronologie des Zufalls (1994): una cámara predominantemente estática que, en ocasiones, abandona a sus personajes y a sus rostros para enfocarse más en lo que hacen y dicen que en ellos mismos. Las localizaciones en los Alpes y sus lujosas estaciones para la práctica del esquí se ponen al servicio de ese sentimiento de fría distancia que se va creando entre los protagonistas de la historia. Un alejamiento que está minuciosamente planeado en un guión del propio Östlund en el que la separación de la acción por días beneficia la sensación de crescendo imparable. En esa construcción de los acontecimientos juega también un papel importante el fragmento del Verano de Las cuatros estaciones de Antonio Vivaldi. Un leitmotiv musical que guía a los personajes por su descenso a ese infierno blanco.

Aunque si hay un aspecto en el que el film se revela como, prácticamente, una magistral tesis sobre psicología, es en la aproximación que hace Östlund al comportamiento de los personajes. El director sabe muy bien a qué enfrentarlos para luego mostrarnos sus más íntimas y desconocidas reacciones. Y, a pesar de que estos personajes se crean modernos, tolerantes y abiertos de mente, de lo que no acaban de darse cuenta es que todos ellos son patéticos. Atención a dos escenas: Ebba cuestionando la abierta vida sexual de su amiga y Tomas refugiándose en la compañía de su hijo pequeño con tal de no enfrentarse a una conversación entre amigos sobre las consecuencias de su acto. Por eso, quizá el espectador no pueda dejar de reír en ciertos pasajes, aunque eso sí, será una risa nerviosa, silenciosa y disimulada. No vayamos a quedar en evidencia y mostrar que, en el fondo, reconocemos ese patetismo en nosotros mismos.

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