INDIELISBOA 2012 Y LOS MÁRGENES DEL SEXO

Tras casi un decenio de andadura, el Festival Internacional de Cine Independiente de Lisboa es una cita anual ya consolidada en su condición de imprescindible encuentro ibérico con las manifestaciones más recientes del cine de autor. Competición Internacional de largometrajes y cortos, Competición Nacional de ambos, Observatório, Cinema Emergente (que incluía una retrospectiva con foco sobre el cine suizo), Pulsar do Mundo, Indiejúnior, IndieMusic, Director’s Cut y Sesiones Especiales (incluido un homenaje a los 50 años de la Viennale) han sido las cuantiosas secciones en las que se ha dividido el certamen en su novena edición, cada una con su propia voluntad temática e impulso en la labor de búsqueda de títulos. Todas juntas dan lugar a una programación copiosa, con grietas para respirar y con cauces espontáneos que facilitan la navegación entre secciones. Entre estos últimos, este año se encontraba el sexo.

El sexo visto desde los márgenes del discurso normativo, alejándose de las zonas de confort y prestando atención a distintas prácticas problematizadas y a relaciones sexuales conflictivas, fue el núcleo sobre el que orbitaban propuestas, tanto de ficción como documentales, diseminadas por las distintas secciones del certamen. Además, una de las actividades festivas de la paralela programación de ocio nocturno organizada por el certamen también se sumó de forma espontánea a la tendencia con el striptease teatral Only I Have The Key To This Wild Parade de la cineasta franco-iraquí Leila Albayaty (en Competición Internacional con Berlin Telegram). Por desgracia, la premura horaria de su celebración hizo imposible que pudiera asistir al espectáculo, así que este recorrido retrospectivo por las aproximaciones a esas zonas de colisión con lo que se consideran las prácticas sexuales regladas tendrá que prescindir del erotismo de la teatralización del desnudo y conformarse con los siguientes ejemplos centrados, respectivamente, en la pornografía, la prostitución y la pedofilia.

Il n'y a pas de rapport sexuel (2011), de Raphaël Siboni

1. Empecemos por Il n’y a pas de rapport sexuel (2011), que es la más directa abordando el tema desde su propio título, precisamente, para negarlo. La película de Raphaël Siboni tiene la fuerza de las ideas sencillas, sugerentes y bien ejecutadas. A lo largo de su carrera, el actor y director de cine porno Hervé P. Gustave (HPV) ha acumulado miles de horas de grabaciones con una cámara DV que colocaba fija en cada rodaje. La labor de Siboni ha sido la de bucear entre todo ese ingente material y elaborar una selección de momentos especialmente privilegiados. La dinámica se repite en cada segmento. Un primer plano presenta a los protagonistas de la escena pornográfica que se va a filmar, con rótulos que indican sus nombres artísticos mientras ellos sujetan una tarjeta de identidad que asegura su consentimiento y mayoría de edad. Después, la impetuosa presencia de HPV entra en cuadro y empieza a organizar la escena, explica a los intérpretes lo que quiere que hagan, indica por dónde se moverá la cámara, etc. Él siempre demuestra una vitalidad imperiosa, es el gran motor de los rodajes, en los que la mayoría de las veces también interviene tan desnudo como sus actores y actrices.

En las antípodas del reflexivo, desencantado y casi existencialista Jacques Laurent que interpreta Jean-Pierre Léaud en Le pornographe (Bertrand Bonello, 2001), Hervé es todo resolución y pragmatismo a la hora de rodar y planificar sus escenas softcore (“sé que son un coñazo, pero es donde está el dinero”, exalta en cierto momento a su actor fetiche, con quien ejemplifica una gran camaradería hawksiana). Hay muchas situaciones gloriosas, de pura comedia espontánea: Hervé explicando insondables excusas argumentales o convenciendo a un actor para iniciar una hipotéticamente exitosa y lucrativa carrera en el porno como pasivo en cintas homosexuales. La entrega de este director-productor-actor, siempre en constante movimiento, no está lejos de la demostrada por el Grégoire Canvel de Le père de mes enfants(Mia Hansen-Løve, 2009). En definitiva, son dos personajes que luchan al límite para sacar adelante sus respectivos proyectos cinematográficos. En su caso, Il n’y a pas de rapport sexuel gana en interés al comprobar cómo esta sucesión de making offs en crudoreflejan en el director la sinceridad de un ímpetu que choca frontalmente contra los rígidos códigos lingüísticos y representacionales del género pornográfico. Un torbellino de verdad dedicado a la mentira.

Whore's Glory (2011), de Michael Glawogger

2. La factura de los documentales del austriaco Michael Glawogger es la de las grandes superproducciones de no ficción. Sobre todo en lo que respecta a la trilogía informal que constituyen Megacities (1998), Workingman’s Death (2005) y la reciente Whore’s Glory (2011). Siguiendo el estilo de fresco planetario de las anteriores, Whore’s Glory también divide sus imágenes en distintas teselas filmadas en diferentes localizaciones geográficas; en este caso, Bangkok (Tailandia), Faridpur (Bangladesh) y Reynosa (México), donde asistimos a diversas estampas relacionadas con la prostitución en dichos países. La mirada en el cine de Glawogger se instala en el terreno de lo testimonial, pero siempre con una depuración formal extrema. Ni una sola de sus imágenes y movimientos de cámara no están cuidadosamente planificados y empapados de pura fuerza visual, dando una poderosa dimensión de goce estético a sus películas que, como en esta ocasión, puede interferir con otras intenciones más reflexivas; por ejemplo, profundizar en los diferentes reglamentos culturales y sociales en torno al mercado del sexo (femenino) en latitudes planetarias muy apartadas entre sí. Ese evidente afán detrás del proyecto no podemos decir que llegue a desarrollarse del todo, quedándonos sin demasiados detalles de las trabajadoras sexuales a las que entrevista Glawogger, al menos en lo que respecta a aquello que no va más allá de pinceladas superficiales sobre sus condiciones laborales. Eso si, en los tres casos (aunque la “pecera” tailandesa sea la más llamativa), su labor tiene lugar en espacios con alto grado de espectacularidad para la mirada occidental, que, en realidad, parece haber sido el mayor principio rector a la hora de escoger los lugares donde filmar la película.

No obstante, el cineasta austriaco siempre ha demostrado ser consciente de las contradicciones y dudas que puede generar la cuidada plasticidad de su trabajo. Como ha manifestado en varias ocasiones, la mayor influencia de Whore’s Glory está en la obra pictórica de El Bosco, particularmente en sus trípticos. De ahí que no sea extraña la ordenación católica de los tres segmentos de la película como una suerte de bajada desde el cielo tailandés (donde las prostitutas ejercen libremente) al infierno de Bangladesh (apenas pueden salir de las paredes y lóbregos pasillos del laberíntico burdel Ciudad de la Alegría donde viven, una asfixia que la cámara recoge muy bien), con el purgatorio mexicano como final de camino y cristalización de la metáfora religiosa en el culto a la Santa Muerte que profesa una de las prostitutas entrevistadas. Quizás sea mejor quedarse con la cita de Emily Dickson que abre la película (“God is indeed a jealous God / He cannot bear to see / That we had rather not with Him / But with each other play”) como resumen no sólo del sentimiento detrás de su último trabajo, sino del grueso de la obra documentalista de Glawogger. Un proyecto artístico asentado en una ambigüedad observacional cuyas grandes miras y meticulosidad no se juegan a través de propuestas rugosas o difíciles, sino, al contrario, como el núcleo de vehículos comunicativos pulidos y cerrados sobre su propia rotundidad.

Michael (2011), de Markus Schleinzer

3. El también austriaco Markus Schleinzer lleva más de doce años trabajando en el cine como director de cásting (ha colaborado con Ulrich Seidl y, en varias ocasiones, con Michael Haneke) y realizando pequeñas actuaciones en algunas de las películas en las que trabajaba. Michael (2011) es su debut absoluto en los campos de la dirección y el guión, por lo que debemos pensar que el tema elegido es tan importante para él como para haber dado este giro a su carrera. Cuenta la historia de Michael, un oficinista de una empresa de seguros, de mediana edad, vida anodina, gris y común… salvo por el detalle de que vive con un niño de 10 años al que tiene secuestrado en el sótano de su casa. La elección del título del film ya indica que los tiros narrativos irán más por el lado del secuestrador que por el de la víctima, pero la pretensión de Schleinzer es la de una mirada objetiva. Una tercera persona omnisciente e invisible que, sin embargo, se delata presente en cada una de las imágenes a causa de una puesta en escena milimetrada y hermética que no oculta su herencia de la gramática visual de qualité estandarizada en el cine europeo por, entre otros, Haneke.

En realidad, Michael no ofrece ninguna sustancia más allá de la controversia temática que supone retratar un caso de secuestro infantil y pedofilia. El director no toma ninguna decisión osada o atrevida, por lo que es difícil comparar su robótica aproximación con otros tratamientos del asunto en la ficción, como Happiness(Todd Solondz, 1998). Y es que, buscando una supuesta elegancia grave como vehículo de un tema peliagudo, la película va dando bandazos entre lo explícito y lo elidido, consiguiendo caer de ambas formas en lo abyecto. Por ejemplo, en la escena más estrambótica por la planificación requerida, Michael le enseña el pene a su prisionero Wolfgang (“tengo una polla y un cuchillo, ¿cuál quieres te clave?”, le dice, citando una película que acaba de ver). Es un sólo plano general rodado en dos tomas, con cada actor por separado, y unido mediante una imperceptible pantalla partida. Minutos antes en el metraje, se había optado por sugerir los abusos sexuales de los que es objeto el niño mostrando al protagonista lavándose los genitales tras salir del zulo donde lo tiene encerrado. Esta esquizofrenia entre lo que se muestra y lo que se deja de mostrar no es más que síntoma de cómo los mimbres de Schleinzer no son más firmes que el de una mera fórmula diseñada para conseguir alabanzas hacia la “valentía”, “arrojo” o “ausencia de subrayados” de una película que, en realidad, contradice todas las opiniones que pretende generar.

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