INDIELISBOA 2017: LA COSECHA PORTUGUESA

amor amor

Un año más, la competición nacional del Indielisboa y algunos títulos lusos en programas paralelos permiten tomar el pulso a una cinematografía que se muestra siempre diversa y bien insertada en las tendencias fílmicas actuales. El festival suplió la ausencia en la cosecha de 2017 de una película especialmente anovadora con una serie de propuestas que actualizan tradiciones del cine moderno ya codificadas.

Así, la ficción de línea más clara y posiblemente más elegante de todo el certamen fue Amor Amor (Jorge Cramez, 2017), una adaptación a la Lisboa actual, en la línea de un James Ivory, a partir de un texto de Pierre Corneille, La Place Royale, que se identifica rápidamente con las historias de enredos propias de la literatura de las hermanas Brontë o Jane Austen, aunque su poso burgués y marcadamente masculino pueda tener más raíces en el coetáneo más famoso de Corneille, Molière. El quinteto amoroso con los juegos de engaños y mentiras que traza el filme resulta completamente anacrónico y destila un sentimiento entre la fascinación y el hastío por una alta cultura tan letrada como manipuladora. Si hubiese optado por una naturaleza pop y no decimonónica – creemos que para intensificar la comedia por la vía del extrañamiento en un contexto contemporáneo – lo cierto es que Amor Amor no estaría muy lejos de los filmes más locos de Brian De Palma o Paul Verhoeven, con féminas celosas que se llevan – literalmente – a matar como pueden ser Passion (De Palma, 2012) o Showgirls (Verhoeven, 1995). Pensamos que la comparación no puede ser más acertada, por apuntar un estilo precisamente opuesto, contenido, elegante y culto; pero que en el fondo juega con sentimientos y conflictos similares, por mucho que Cramez lo envuelva en oro.

Más allá del trabajo excelente de todo su reparto, con menciones especiales a Ana Moreira y Margarida Vila-Nova, lo más interesante de este último filme del portugués es la reflexión que hace sobre los mecanismos de la mirada en las artes visuales a través de su puesta en escena. La película se muestra coma un estudio de rostros, miradas y montaje con la excusa de un protagonista pintor, que trabaja en torno a las expresiones de sus amigos. Como una suerte de demiurgo asexuado, el único que no parece estar gobernado por el deseo y piensa exclusivamente en su arte, este hombre observa, pone en relación y registra cada gesto que le dé claves para comprender cómo funciona la relación a cinco bandas que tiene con sus colegas y pareja. No le importa el resultado del romance, está más interesado en el proceso, en lo que las acciones y descubrimientos provocan en el grupo. Como Cramez, es un voyeur en esa situación, y ahí es donde la película muestra su verdadera razón de ser.

En oposición a este distanciamiento a los personajes, tenemos en Coraçao Negro (Rosa Coutinho, 2017) un ejemplo de narración introspectiva que usa la conocida metáfora de la isla – la de Pico, en las Azores – para hablar de un momento de bloqueo personal, en concreto una crisis de pareja. Con momentos oníricos y muy atenta al paisaje, la cinta parece un cruce entre Europa ’51 (Roberto Rossellini, 1952) y la vertiente más feminista de Claire Denis.

Una ficción que se esperaba mucho, por ser la ópera prima de uno de los directores de cortos más sugerentes de Portugal, era Encontro Silencioso (Miguel Clara Vasconcelos, 2017). El filme ganador del Premio Allianz – Ingreme para el Mejor Largometraje Portugués tiene un curioso problema derivado de su coherencia interna en lo tocante a su forma, tema y discurso. La rigidez de sus encuadres, la frialdad de las interpretaciones y la progresiva desintegración de su relato ayudan sin duda a representar el absurdo de las praxis académicas, el conjunto de normas que rigen las tradiciones, usos y costumbres de los estudiantes universitarios portugueses, sobre todo en lo tocante a sus relaciones jerárquicas. Estas normas, criticadas por su carácter opresivo y alienante durante la dictadura, e incluso abandonadas en los años posteriores a la Revolución de los Clavales, resurgieron en plena democracia para llenar las universidades lusas de veteranos disfrazados con un traje negro ochocentista, capa incluida, que no parecen tener ningua otra ocupación o preocupación que humillar públicamente a sus colegas más jóvenes, los “caloiros”. En este contexto, los cinco protagonistas de Encontro Silencioso, todos ellos veteranos, emprenden un viaje físico y mental en que se tendrán que someter a una serie de pruebas bastante ridículas con el objetivo de atingir un supuesto nivel superior de conocimiento.

La cámara solemne de Miguel Clara Vasconcelos les sigue el juego, pero el guión se va deshaciendo poco a poco hasta revelar que las ínfulas esotéricas de los personajes no pasan de ser una mera quimera autoinducida. El filme refleja así toda la soberbia e irracionalidad de las praxis académicas: la fascinación del cineasta por el carácter performativo de estos rituales le permite crear imágenes de gran belleza y secuencias con una notable tensión interna, mientras que su incapacidad para ofrecer una interpretación compleja sobre el sentido político o social de las praxis revela una inmadurez y superficialidad que casa bien con el tema abordado. Encontro Silencioso es así un filme altivo y un poco estúpido sobre una práctica aun más altiva y profundamente estúpida; una obra, por tanto, víctima y rehén de su propia coherencia.

antonio

La conexión con Brasil

Haciendo un poco de trampa en esta crónica, y con el deseo de establecer ciertas conexiones en la lusofonía, no podemos dejar de hablar de dos películas brasileñas con claros vículos con Portugal. El caso de António Um Dois Três (Leonardo Mouramateus, 2017) es muy claro en este aspecto, pues se trata de un retrato generacional del contexto artístico de este millennial de Fortaleza emigrado a Lisboa. Todo el filme ocurre en la capital lusa, en los lugares que él bien conoce. Las diferencias culturales entre los dos países, así como sus conexiones, y la experiencia de ser un extranjero que se dedica al arte en Lisboa, quedan muy bien recogidos por Mouramateus en su ópera prima. Con una influencia nada velada de Hong Sang-soo, este joven realizador monta un dispositivo metanarrativo en torno a un chico que se dedica al teatro y que, al mismo tiempo que compone una pieza sobre sus experiencias laborales en Lisboa, repasa la relación con una antigua novia. Con un compañero de trabajo y esta chica como compañeros de fatigas, la cinta juega a confundir al espectador con ficciones dentro de la principal, variaciones de tono o incluso cambios de personajes por los mismos actores, hasta el punto de no estar seguro de si lo que se ensaya en el teatro es la vida real del protagonista, y lo que ocurre en las calles o en su apartamento es un ensayo de esa obra que prepara sobre su experiencia. A este placer narrativo de capas de historias interrelacionadas, se une el talento de unos actores que aportan frescura a un filme en apariencia ligero, pero que se erige en gran retrato de una generación. Mouramateus copia a Hong, la única pega que se le puede poner es que se nota en exceso el uso de la fotocopiadora. ¡Pero qué bien copia!

Esta ligereza es contraria a la sobriedad e intensidad dramática de João Salaviza, el chico prodigio del cine social en Portugal. Firma junto con Diogo Hoefel, Germano Melo y Ricardo Alves Jr. el guión del nuevo filme de este último, Elon Não Acredita na Morte (2016). Con carcasa de thriller, el filme cuenta los esfuerzos de un hombre por encontrar a su mujer desaparecida, por lo que acaba por visitar todos los lugares por los que pudo pasar, dependencias policiales, morgues y hospitales, en busca de alguna pista. Lo que interesa es este recorrido, no tanto si la mujer va a aparecer o lo que ha pasado con ella. En una narración suspendida que conecta bien con otro filme en la competición internacional, Arábia (João Dumans, Affonso Uchoa, 2017), el filme logra registrar espacios malsanos, verdaderos no-lugares grises, donde estos obreros urbanos habitan. La burocracia kafkiana tampoco ayuda. El contexto se vuelve opresivo, logrando el filme sostener el metraje sin la necesidad de contar nada específico, solo retratar la arquitectura del suburbio de Belo Horizonte – por extensión, de toda gran urbe – como origen de trastornos en esa comunidad.

También fuera de la competición nacional, hubo otra ficción lusófona merecedora de atención. Colo (Teresa Villaverde, 2017), el título que inauguró el festival tras competir en la última Berlinale, muestra la progresiva desintegración de una familia portuguesa de clase media ahogada por la recesión económica. La madre, la única que trabaja, apenas pasa tiempo en casa, donde solo recala para descansar, siempre agotada. El padre, desempleado, entra en una espiral de depresión y abandono, por momentos casi autodestructiva, de la que solo podrá salir a través de una paternidad impostada. La hija, adolescente, se debate entre el deseo de fuga y el pánico al vacío, tan desorientada ante la vida adulta como ante el naufragio familiar. Con estos vimbres, Colo podría haber sido un gran filme sobre la vida en los tiempos de la austeridad si no fuese por su desarrollo errático: así, a medida que avanza el metraje, las secuencias se dilatan en exceso para tras rematar de modo abrupto, la causalidad narrativa se vuelve mecánica y superficial, y la dimensión simbólica de las imágenes se precipita de lo críptico a lo evidente. Teresa Villaverde, mientras, mantiene intacta su capacidad para retratar la angustia cotidiana a través de gestos y situaciones anómalas e inesperadas, potenciadas siempre por el recurso al extrañamiento. Ideas y talento no le faltan, sin duda, pero parece que esta vez no ha conseguido encajar bien todas las piezas.

Otra cineasta ya experimentada y que parece cómoda en su registro, consistente en darle todo el valor a los documentos de los que parte, con una manipulación mínima solo perceptible en el reencuadre como elemento expresivo, es Susana de Sousa Dias. Si en 48 (2009) hacía un retrato de los 48 años de la dictadura de Salazar a través de testimonios de detenidos por el aparato policial del régimen, enfrontados ante las fotografías que les tomó la PIDE; en Luz Obscura (2017) vuelve a la represión policial del Estado Novo mediante las mesmas fotografías. En vez de centrarse en los mecanismos represivos del salazarismo contra la disidencia y en imágenes de detenidos, gira la mirada hacia cómo esa misma policía política incidía en la vida privada de los presos políticos, con instantáneas de su intimidad tomadas por el régimen. Continuación por tanto del anterior largo, supone una indagación en aspectos más concretos del mismo período histórico y archivo.

Nasci com a trovoada 1

Diarios vacuos para un tiempo de incertidumbres

Completaban la nómina de documentales en la competición nacional Dia 32 (André Valentim Almeida, 2017) y Fade Into Nothing (Pedro Maia, 2016). Esta última, presentada ya en Vila do Conde con música de The Legendary Tigerman en directo, sigue precisamente los pasos de Paulo Furtado, líder del proyecto musical, por diversos desiertos estadounidenses, en un afán por desaparecer. Lo consigue hasta tal punto que del filme desaparece todo menos un estilo cool que remite a referentes de los setenta que ya transitaran esas tierras como Peter Watkins o Michelangelo Antonioni. El hombre en busca de significado se vuelve aquí en artista en busca del guiño y las imágenes más impactantes. Citas no le faltan a Fade Into Nothing, Furtado llega incluso a comerse una hamburguesa en un plano muy similar a la célebre performance de Andy Warhol o corre por el desierto como lo hacían los protagonistas de Zabriskie Point (Michelangelo Antonioni, 1970). Al final solo queda eso, el hípertexto complaciente y un conjunto de imágenes muy bellas filmadas en 16mm con estos vimbres estéticos de referencia. ¿Pero a dónde va el filme? Seguramente pueda decir desde la coherencia: a ninguna parte.

La empresa de Almeida tiene también algo de metafísico. Se propone filmar un diario de una civilización perdida desde el presente, una especie de arca de Noé con imágenes para quien venga en el futuro, cuando estamos desaparecidos. Un extraterrestre que pueda ver esto al descubrirnos en 5.000 anos, a saber qué piensa de las imágenes desde su percepción estética. Si es similar a la nuestra, seguramente acabará por encontrarlas bonitas. Si es vida inteligente, se preguntará qué demonios quería contar el director. ¿Cuál es el discurso de este registro? ¿Es imposible delimitar las características de nuestra civilización? Pues seguramente no llegue una película para hacerlo, de ahí que Almeida fracase con un tema inabarcable. En un momento de su verborreico off dice: “Fotogramas para que los lectores puedan ver”. Sí, aquí hay mucho que leer, el filme va de interpretar imágenes, pero en ningún momento se nos dan las claves para hacerlo.

Al lado de estos trabajos tan abstractos e irregulares, la claridad expositiva de Nasci Com a Trovoada (Leonor Areal, 2017) fue de agradecer. Fuera de competición en la sección Director’s Cut, se trata de un documental sobre la vida y obra del realizador Manuel Guimarães, un verdadero desconocido en España que convendría recuperar. Máximo exponente del neorrealismo en Portugal en los años cincuenta y sesenta, como se le puede definir de manera breve, lo cierto es que las influencias de Sergei M. Eisenstein en su obra, marcada toda por su conciencia de clase, lo convierten en uno de los mejores retratistas del pueblo portugués en plena dictadura. Las tradiciones y oficios del mar y el campo quedan recogidos con verosimilitud y ciertos aspectos documentales en filmes que recorren buena parte del territorio portugués en su filmografía; desde los marineros curtidos de Nazaré (1952) a las migraciones internas hacia el Alentejo para recoger el trigo en O Trigo e o Joio (1965).

Areal, experta en la figura del realizador, que ha investigado a fondo, tira de archivos fotográficos, cartas y extractos de sus filmes para componer una autobiografía póstuma que el propio Guimarães preparaba a partir de sus notas. El autor dejó muchos textos escritos y una estructura de filme, que la documentalista reconstruye para crear un diario autorreflexivo e íntimo, con la profunda voz del investigador Paulo Cunha leyendo las palabras escritas por Guimarães. De este modo, la película cumple su función divulgativa como retrato extenso y preciso de Manuel Guimarães sin descuidar la forma cinematográfica en un ejercicio austero pero eficaz, respetando y tratando con cuidado en todo momento las fuentes que maneja.

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