Intersección 2023: Virtualidades / Realidades

El auge del humano 3, de Eduardo Williams

El auge del humano 3, de Eduardo Williams

Intersección celebró este año su edición número seis. Se trata de un festival joven, impulsado en plena era digital, y su programación asume el reto de pensar los caminos del cine desde una estricta contemporaneidad. A medida que nos adentramos en la propuesta del festival, vamos comprendiendo que el paisaje cinematográfico que propone se encuentra en gran parte vinculado a la experimentación en torno a las posibilidades de la imagen digital.

Así lo escenifica uno de sus mayores reclamos, El auge del humano 3 (Eduardo Williams, 2023), cuya singularidad salta a la vista. Williams filmó la película con una cámara panorámica de 360°, una suerte de dispositivo esférico con ocho lentes, y registró posteriormente los encuadres mediante unas gafas de realidad virtual. El extrañamiento formal es palpable en los largos travellings que componen la película —tomas cuya cadencia recuerda a Béla Tarr, pero que visualmente se acercan mucho más a un paseo por Google Maps—, y se ve acentuado por la posición elevada de la cámara, sujeta con un arnés por encima de la cabeza, así como por las deformaciones propias de la imagen resultante: los glitches, las perspectivas distorsionadas, los pliegues en los bordes del encuadre.

La película sigue la deriva de un grupo de jóvenes por distintos continentes. Las transiciones geográficas se dan de forma repentina, hilvanando una serie de paisajes urbanos y selváticos difíciles de identificar. Tampoco resulta sencillo situar a nuestros protagonistas, filmados la mayor parte del tiempo en plano general; las pocas veces que la cámara trata de acercárseles tan solo nos devuelve una imagen desfigurada de su rostro, llena de pequeñas fracturas digitales, facciones ribeteadas de píxeles. Al margen de las posibilidades discursivas de la película —¿es este grupo de individuos que atraviesan juntos los paisajes del mundo una suerte de comunidad intercontinental, una alianza de seres precarios surgida de los tiempos de internet? ¿Se trata más bien de figuras sin distintivo recorriendo un mundo globalizado de texturas virtuales?—; al margen de todo esto, una cuestión parece evidente: las innovaciones formales de la película vienen al precio de no poder filmar con claridad el rostro humano.

Frente a estas imágenes que fluctúan entre la impersonalidad del plano general y la imposibilidad del primer plano, el elemento más humano de la película —en este sentido, parece más misterioso el sintagma del título que el número que lo acompaña sin que haya habido segunda parte— se manifiesta en la voz. A diferencia de los rostros de los protagonistas, que resultan casi un enigma, el sonido de sus voces nos acompaña a lo largo de la película; y aunque no sepamos con precisión quién está hablando porque no alcanzamos a verles los labios, sí reconocemos los timbres, las cadencias, los idiomas en que se expresa cada uno de ellos.

Knit’s Island, de E. Barbier, G. Causse & Q. L’helgoualc’h

Knit’s Island, de E. Barbier, G. Causse & Q. L’helgoualc’h

De forma similar, la voz también deviene vehículo de lo humano en Knit’s Island (E. Barbier, G. Causse, Q. L’helgoualc’h, 2023), una película realizada en los parajes virtuales de un videojuego. Si el mundo en El auge del humano 3 se empapaba de un cierto aire apocalíptico, aquí el desastre ya ha tenido lugar, y hordas de zombis merodean por una tierra devastada en la que los jugadores deberán sobrevivir. El trío de cineastas, transfigurados en sus respectivos avatares y equipados con chalecos antibalas de prensa, recorren el juego entrevistando a otros usuarios. A nivel de producción, se organizan más o menos como lo harían en un rodaje estándar: uno de ellos se encarga de la entrevista, mientras que los otros se ocupan de la imagen y el sonido. El resultado, en términos de lenguaje cinematográfico, también es sorprendentemente estándar. El montaje elimina casi por completo los zarandeos de pantalla, los golpes de joystick y los barridos imprecisos para componer una película llena de planos estáticos, planos detalle, contraplanos. Abundan las imágenes de paisajes donde se respira la inquietante placidez de un tiempo inexistente —esas flores no son efímeras y, ya puestos, tampoco son sin porqué—, mientras que una serie de intertítulos va indicando el tiempo que los cineastas llevan en el interior del juego.

Si bien la película no es exactamente rompedora —podríamos situar la labor de estos cineastas en la estela del colectivo Total Refusal, que con How to disappear (2020) avanzó incluso en la exploración de las posibilidades de disidencia suicida en el mundo de los videojuegos—, sí que se aleja del carácter performático de otras predecesoras para explorar la práctica del documental antropológico en un entorno virtual. Los entrevistados hablan de las distancias que les separan de sus personalidades virtuales; hay quienes aprovechan el simulacro para dar rienda suelta a sus pulsiones y convertirse en agentes del caos, otros asumen el rol de líderes espirituales, unos forjan comunidades para sobrevivir y otros se desplazan en solitario, pero a menudo se repite la idea de que ese mundo alternativo es un espacio de juego y de evasión donde existe libertad para hacer cosas que no se harían en la vida real.

Volviendo a la idea de la voz como elemento humano primordial de la película, cabe decir que es en la discordancia entre sonido e imagen que se articula una de las tensiones más fértiles de Knit’s Island. Dicha tensión se enuncia con total claridad cuando una jugadora debe interrumpir la entrevista para atender a su hija, cuyo llanto alcanza el micrófono como un rumor de fondo. Al detectar el ruido de una conversación lejana, el avatar de la mujer, filmado en primer plano, sigue moviendo los labios como si aún articulara su discurso; y cuando se hace el silencio, ahí se queda como una cáscara vacía, con ese balanceo maquinal de los seres virtuales. Hay entonces un hábil corte a plano general: la mujer, visible a lo lejos a través del hueco de una ventana, se ha quedado sola en el interior de una casa en ruinas, entre paredes devoradas por la vegetación, y sigue balanceándose con los árboles y los hierbajos como otro cuerpo inanimado mecido por el viento.

Algodreams, de Vladimir Todorovic

Hay entre estas dos películas —El auge del humano 3 y Knit’s Island— una inversión de lo que tal vez cabría esperar de ellas. La segunda amolda la imagen virtual a los paradigmas de la realidad, como si su objetivo fuera el de recrear una ilusión del mundo tan precisa como sea posible; siguiendo esta lógica, su puesta en escena, en vez de lanzarse a una exploración de las especificidades del medio, se ciñe a un lenguaje cinematográfico estandarizado, un lenguaje de lo real, basando su potencial de extrañamiento en la tensión que supone instalar lo virtual en el corazón de un dispositivo de estas características. En cambio, la película de Williams parece funcionar en la dirección opuesta: ahí se da un pliegue de la realidad hacia las texturas de lo virtual, el mundo se acerca a la imagen de su propio simulacro, y el lenguaje resultante de este pulso —si bien antes invocábamos a Béla Tarr, y podríamos hacer lo propio con otros cineastas de la deriva como Fabrizio Ferraro— tiene mucho que ver con el mundo de los videojuegos o con el Google Street View; en este último caso, cabe apuntar que la tecnología usada por Williams es muy parecida a la que va registrando las calles del mundo.

Al lado de estas dos películas, que se cuentan entre las propuestas más interesantes del festival, no es de extrañar que otras piezas pierdan algo de su aplomo, especialmente si seguimos en la línea de las vanguardias digitales. Así, por ejemplo, una película como Algodreams (Vladimir Todorovic, 2023), que agrupa una serie de cuadros pesadillescos generados por IA —imagen, narrativa, voz—, acaba pareciendo más bien una provocación un tanto perezosa sobre las capacidades crecientes de las máquinas y de su lugar en el mundo del cine. Exenta de discurso crítico dentro de su propia estructura, su interés se circunscribe más bien a los créditos finales, donde se detallan las indicaciones proporcionadas al sistema para generar dichas composiciones; ahí aparecen los nombres que posibilitan el surgimiento de tales imágenes: Hieronymus Bosch, Alfred Kubin, Sandro Botticelli, Marta Pajek, junto con otras coordenadas.

Tampoco hace falta exigir la innovación formal de Williams al resto de las obras, siempre y cuando no traten de aparentarla. Una película tan sencilla como Ahora ya sé dónde encontrarte (Diego Berakha Otal, 2022) tiene un encanto especial, incluso si su premisa —el hallazgo de un ser querido en la interfaz del Street View— ya nos resulta más bien familiar. Otro ejemplo de interés lo encontramos en A mother’s love for her baby (Cat & Éiméar McClay, 2022), que aborda el descubrimiento en Irlanda de una fosa con los restos de cientos de bebés, localizada en el perímetro de una institución católica que funcionó durante décadas como centro de acogida de madres solteras. Frente a una historia como esta, tan terrible y llena de lagunas, la película opta por crear distancia y, evitando los escenarios reales del suceso, nos pasea por una serie de habitaciones fantasmales generadas con animación 3D. Si antes hablábamos de la voz como elemento que arraiga estas distintas virtualidades a lo humano, aquí las cineastas deciden prescindir de ella, relegando a los subtítulos un discurso que recurre al concepto de la fabulación crítica (Saidiya Hastman) para rellenar los huecos de la historia.

A mother’s love for her baby, de Cat & Éiméar McClay

A mother’s love for her baby, de Cat & Éiméar McClay

Hay en todas estas películas un cierto sentimiento de soledad y de alienación. La figura humana, cuando no es un rostro pixelado o un avatar, se encuentra ausente de la imagen. La impresión persiste en tantas otras piezas mostradas en el festival, por ejemplo en Ingresso animali vivi (Igor Grubic, 2023), donde un perro se pasea de noche por las grandes salas de un matadero, al parecer abandonado, siguiendo tal vez el rastro de la muerte; o en películas como Terra Mater (Kantarama Gahigiri, 2023) y I’ve always wanted to see a martian (Smaragda Nitsopoulou, 2022), ambas en la línea estética del afrofuturismo, obras que imaginan al ser humano en contextos postapocalípticos y en rotunda soledad. De ahí podríamos llegar a Nhím (Porcupine, N. Graux, M.Q. Truong, 2023), un corto de ficción en el que un joven emite sesiones de sexo en línea desde las ruinas de un antiguo hospital. En su merodeo por los escombros se cruza con otro personaje, una mujer mayor que sigue rondando la habitación donde su marido murió años atrás. Pero el contacto entre estos dos seres es apenas una ilusión: el plano detalle de la mano de la mujer acercándose al rostro del muchacho se corta justo antes de la caricia, interrumpido por una sucesión de imágenes de webcams que muestran a hombres desnudos en la soledad de sus habitaciones, con las caras pixeladas, participando en chats eróticos.

El festival, por supuesto, también ofrece otros caminos dentro de su programación. Como contracara de este cine de lo virtual en el que la figura humana se enfrenta a diferentes formas de ausencia o de disolución, aparecen películas como Alicia fai cousas (Ángel Santos, 2023) y Din que non falan (Santos Díaz, 2023), ambas bajo el paraguas de Amateurfilms y con la participación significativa de Pablo García Canga, que reivindican un cine de lo sencillo, de lo directo, muy basado en la palabra. Podríamos situarlas en la estela del último Éric Rohmer y su defensa de unas condiciones de producción que, rozando lo amateur, permitan una mayor independencia creativa; o de Hong Sang-soo, quien en los últimos años ha llevado este planteamiento al extremo, y cuyas sugerentes variaciones estructurales resuenan en la película de Santos Díaz.

Din que non falan, de Santos Díaz

Din que non falan, de Santos Díaz

De los primeros planos que componen buena parte de ambas películas pasamos a la serpenteante Vidinot (Sophio Medoidze, 2023), que se presenta como “un largo poema a las montañas” filmado en la región de Tusheti, en Georgia. Abundan las carreras de caballos —varias de ellas filmadas con una GoPro— y las secuencias nocturnas en esta pieza fragmentaria que da cuenta de la rápida transformación de una zona rural aislada, donde aún prevalecen la importancia del rito, los vínculos comunitarios y unos roles de género inflexibles. Tal vez la parte más interesante de la película sea la que aparece condensada en los últimos minutos —a los que la directora, por cierto, no parece dar demasiada importancia, puesto que les añade los créditos sobreimpresos—, que muestran una proyección al aire libre del documental en la comunidad donde ha sido filmado. Estas pocas imágenes bastan para detonar una serie de cuestiones valiosas alrededor de la película: desde la importancia del retorno de una obra como esta a su contexto original, más allá del circuito de festivales, hasta el poder del cine como espejo, memoria o motor de reflexión. Uno no puede evitar preguntarse cómo habrán sido las conversaciones en el pueblo después de la proyección.

Son muchas las películas que nos permitirían seguir transitando esta cara más humana del festival; por ejemplo, Eurydice (Inés García, 2022), una pieza en blanco y negro de naturaleza escultural —el Orfeo y Eurídice de Rodin aparece varias veces superpuesto en flashes rojos— que combina imagen digital y analógica. La desnudez del cuerpo femenino en medio de un paisaje rocoso de aires míticos o siderales podría recordarnos a la ya mencionada I’ve always wanted to see a martian; pero allí donde la otra película se rige por el golpe de efecto y una estética de lo extraño un tanto videoclipera, Eurydice toma el cuerpo como centro de referencia de la imagen, origen y final de la obra, medida del paisaje. En eso se parece a The Daily Roster (Kevin Jerome Everson, 2023), una pieza en 16 mm de apenas cuatro minutos que figura entre las más bonitas del festival. Cámara en mano, Everson compone un registro un tanto impresionista de las rutinas de entrenamiento en la estación de bomberos de Columbus, Mississippi. En los comienzos del cine abundaron las películas sobre brigadas de bomberos, obras a medio camino entre el documento y la exhibición: solían dar cuenta de las capacidades del equipo y de sus técnicas, con escenas de acción basadas en la coreografía. La película de Everson, formada por dos planos que por sus transformaciones internas podrían llegar a parecer cuatro, comparte con sus antecesoras una fascinación por el movimiento; aquí, sin embargo, acaba dirigiéndose hacia el rostro, como si filmar pudiera ser una caricia.

The Daily Roster, de Kevin Jerome Everson

The Daily Roster, de Kevin Jerome Everson © courtesy the artist; trilobite-arts DAC; Picture Palace Pictures

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