LA IDEA DE UN LAGO, de Milagros Mumenthaler

Unos meses después de verla, lo que quedó en mi cabeza de La idea de un lago (Milagros Mumenthaler, 2016) eran muchas imágenes fascinantes grabadas en mi cerebro, más que la forma en la que la película las conecta entre ellas. Una niña acercándose a la cámara y empañando la lente con su aliento. La misma niña bañándose en un lago mientras un Renault 4 flota y juega con ella. La rama de un árbol cayendo en el bosque sin que nadie la vea. Un niño vestido de Superman sentado al volante de un coche parado. Un montón de luces de linterna moviéndose en la oscuridad. Una película doméstica con una chica cortando unas rosas.

Muchas de estas imágenes tienen una fuerza icónica que explica que no se me fuesen de la cabeza, pero también hay algún otro motivo que solo se aplica a mi: por ejemplo, mi abuelo tenía un cuatro latas del mismo color verde que el de la película, y de pequeño yo tenía una pasión por los coches que me llevaba también a ponerme en el asiento del conductor cuando estaba vacío (ahora de adulto ni siquiera tengo el carné).

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Explico esto porque me hace recordar que entre los documentos y la memoria hay espacio para la subjetividad y la imaginación; que es nuestra experiencia y nuestra forma de pensar la que marca las diferentes emociones que percibimos mirando la misma foto.

Saber y sentir son dos cosas que se relacionan de forma extraña.

Me parecía importante hablar de esto antes de intentar explicar como la película conecta aquellas imágenes. El centro de la película de Milagros Mumenthaler es, precisamente, el conflicto alrededor de la memoria dentro de una familia. La protagonista Inés, que va a ser madre, prepara un libro fotográfico en el que aborda los veranos de su infancia y el recuerdo de su padre, desaparecido durante la última dictadura argentina. Al tiempo, quiere ver si es posible localizar su cuerpo y averiguar que el ocurrió. Su voluntad por llenar los huecos la enfrenta en cierta forma a su madre, más reacia a investigar y remover el pasado. En lo que me parece quizá el momento más revelador de la película (y que curiosamente no recordaba), Inés está editando imágenes en el ordenador, y cuando abre la que se titula “Yo con papá” (la única imagen que se conserva del padre) comienza a ampliarla. Se centra primero en ella misma cuando era niña y, despúes, en el rostro de él, cada vez más de cerca. Al mismo tiempo, en la parte derecha de la pantalla aparecen los avisos del chat que mantiene con su madre (que acaba de aprender a usarlo): “Inés, estuve dándole vueltas a esta idea de separarte.” “Sabés que siempre que estamos en desacuerdo intento pensar que opinaría tu padre.” “Creo que estaaría preocupado el también”.

En esta secuencia aparentemente sencilla, con la protagonista sola delante de un ordenador, se acumulan esas capas de complejidad con las que La idea de un lago trabaja de forma sutil y precisa. Por una parte, tenemos la aplicación de la subjetividad a la memoria: Inés está editando las fotografías y con las ampliaciones está modificando el documento desde su punto de vista. Está trabajando con el pasado para crear un objeto nuevo. Al mismo tiempo, las frases de la madre revelan lo complicado de convivir con esa ausencia y la tensión íntima que deriva de la construcción del relato familiar. Como en los relatos históricos, los relatos de las familias son fuente de conflicto entre diferentes puntos de vista, y en los que lo subjetivo condiciona lo documental. El retrato de esto se desarrolla en diferentes líneas temporales que también son diferentes en lo cinematográfico.

En el presente, la Inés adulta y a punto de ser madre es una persona activa, que discute, que habla, que enuncia sus pensamientos. “Me da la sensación de que cuando vós esta´s, si se habla de papá todo se vuelve más calculado. Todos se cuidan de lo que van a decir si estás vós”, le dice a su madre en otro momento. El conflicto es entonces casi siempre un conflicto hablado y abierto entre los personajes que se filtra entre lo cotidiano del embarazo y el trabajo de Inés.

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Al contrario, la Inés de la infancia (aunque también discute o desobedece a su madre) habla menos y se dedica más a observar y jugar en el entorno de ese lago en el que pasan las vacaciones todos los veranos. En el primer momento en el que aparece es en esa imagen que recordaba, en la que camina hacia la cámara y la empaña. Aquí se hace explícito que asistimos a una construcción, que la memoria del pasado podría ser trabajada desde el juego, desde la imaginación, como también sucede en otros momentos más o menos evidentes. El más claro es la hermosísima secuencia del coche en el lago, donde podemos entender ese Renault 4 compañero de juegos como una representación de la ausencia del padre, pero también está la sutil aparición de su figura que Inés ve cuando mira a escondidas una reunión de adultos en casa. Inés llena los huecos, altera el pasado desde su perspectiva porque parte de pocos documentos y pocos recuerdos.

La diferencia en el tratamiento de los dos tiempos de la película no está solo en la entrada de lo onírico en el pasdo, sino también en la forma en que se traducen en el espacio: la mayor parte presente transcurre en la ciudad, en escenarios que tienen a ser cerrados y poco transitables desde la visión del espectador. Espacios que solo existen en la medida en que hay alguien allí. En cambio, Mumenthaler filma el lago y la casa allí ubicados con otra calidez, con planos más largos y abiertos en los que los personajes pueden atravesar la escena y salir de ella. Desde el primer momento sabemos que el lago es un espacio eterno, permanente, porque lo conocemos en un fundido desde una foto del padre con el Renault delante del agua a un plano del mismo sitio exacto, ya sin el padre y sin el coche. Es un espacio donde los personajes pueden aparecer y desaparecer.

La elección de tratar la memoria desde la imaginación parece dejarse ver también en la estructura: la conexión entre secuencias no es cronológica, sino que parece ser guiada por las conexiones que hace la cabeza de hechos y gestos presentes a hechos y gestos pasados. La sensación de rompecabezas y de acumulación de significado, de forma que en paralelo a la tristeza, al conflicto y al drama hay duda, esperanza y fascinación. No se simplifica el tema, no se trata de forma maniquea y no se ofrece una posición correcta al público, que puede empatizar con las dos partes de la tensión madre-hija.

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Hacia el final de la película, dos momentos terminan dejando clara esa riqueza. Cuando la familia acude por fin al instituto de antropología forentese, su madre mira por la ventana y, en este raro momento en el que la película se gira por su mirada, la vemos seguir con los ojos el caminar de un hombre con sombrero. Entendemos que esta imaginando algo. Su padre, treinta años despúes? No puede ser, pero indica que una muerte y una desaparición no son la misma cosa, porque una cosa tiene un cierre y la otra no.

Entendemos aquí que las sensaciones de esa madre casada con un desaparecido son forzosamente diferentes a las de la hija. En el caso de ella hay una fascinación pura y no morbosa por esa desaparición, que la Inés niña expresa a través del sueño y el juego (es especialmente bella la secuencia en la que los niños juegan a esconderse y desaparecer en el bosque, buscándose con linternas) y la Inés adulta a través de la creación artística. En la última secuencia, la Inés adulta vuelve a la isla del lago en la que su madre tomara aquella foto, “Yo con papá”. Luego vemos a Inés de bebé. Luego vemos el lago con el cuatro latas flotando en el medio, sin saber si es en el presente o en el pasado, quizá porque el conflicto se resuelve cuando los dos pueden convivir. Quizá porque, aunque partamos de hechos, aceptamos la necesidad de un cierto grado de misterio y fantasía al pensarnos, al construír nuestra identidad. Saber y sentir son dos cosas que se relacionan de forma extraña.

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