Las Palmas 2022: El limbo y la familia

La edad media, de Alejo Moguillansky

La edad media, de Alejo Moguillansky

La 21.ª edición del Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria, la primera que los espectadores han podido ver en cines y sin mascarilla desde que se canceló la de 2020, gira en torno a la familia. La familia y la pandemia, si bien ambos temas se distribuyeron de manera desigual entre la ficción y el documental en un festival siempre atento a ambos géneros.

La película que de forma más directa abordó la pandemia desde el marco doméstico impuesto por el confinamiento fue La edad media. Una comedia. Viene firmada por el director de La vendedora de fósforos, Alejo Moguillansky, y por su mujer, la actriz, bailarina y coreógrafa Luciana Acuña, y la produce El Palmero, la productora fundada por el propio Moguillansky, Mariano Llinás (montador de la película) y Laura Citarella.

Los cineastas rodaron La edad media en medio del encierro, sin salir de casa y como una forma de reírse de la precariedad económica de los artistas cuando se suspendieron todos sus trabajos y tuvieron que reinventarse vía Zoom y como una reflexión sobre lo que significa hacer cine después de lo que ha pasado. La protagonista principal es su hija Cleo, que está dispuesta a venderlo todo para reunir el dinero con que comprarse un telescopio pero, claro, en Argentina, con la inflación, sus deseos parecen tan inalcanzables como la próxima Luna llena que quiere contemplar. La película es un verdadero placer pospandémico: juguetona, libérrima, familiar, musical y becketiana. Una comedia más física que verbal gracias a las dotes de Acuña para el slapstick y a la fantasía sin límites de Moguillansky, como un cruce contemporáneo entre Buster Keaton y Méliès.

Entre las decenas de películas que ya han llegado sobre el confinamiento, La edad media destaca por ser un divertimento cinematográfico que trasciende con su puesta en escena el punto de partida. Con los mismos temas, Coma, la última película de Bertrand Bonello, se convierte en la película que mejor ha sabido representar el sentir de estos tiempos pospandémicos a través de una estrategia radicalmente distinta. Se trata de una carta cinematográfica siniestra dedicada por el director a su hija, que cumplió 18 años confinada en casa, pero dentro de ese marco epistolar ni se nombra la pandemia ni veremos una sola mascarilla, abstrayéndose así hasta condensar en su tono una experiencia contemporánea más amplia y difusa.

Al igual que en Zombi Child y repitiendo con la actriz Louise Labeque, Bonello dedica la puesta en escena a recrear ese tono, en este caso comatoso y catatónico, donde el tiempo se ha detenido, las posibilidades de actuación han sido suprimidas y la voluntad se ha desvanecido. Un estado similar al de hipnosis, que evidentemente refleja el sentir de una juventud confinada, y ante el que Bonello propone una desconcertante fuga a un estado imaginario (o virtual) aterrador, el limbo, con una textura similar a los sueños de Twin Peaks: The Return, donde crecer hasta que todo pase. Sin embargo, al contrario que en Zombi Child, esta vez Bonello recrea esta experiencia en las antípodas de cualquier naturalismo, superponiendo distintas capas narrativas desde la habitación de su hija: los vídeos de la influencer de ficción Patricia Coma, fragmentos de animación con rotoscopia, conversaciones por Zoom, vídeos de asesinos en serie y de una entrevista a Deleuze, una sitcom protagonizada por barbies, una fuga onírica a aquel bosque gótico que prefigura el limbo… Distintos niveles que interactúan entre sí para configurar el estado comatoso de su título.

Coma, de Bertrand Bonello

Coma, de Bertrand Bonello

Una sensación de cataclismo parecida se tiene viendo el último documental de Travis Wilkerson, que en esta ocasión también comparte la dirección con su mujer Erin: Nuclear Family, cuyo título remite por igual, con esa ironía que es marca del autor de Did You Wonder Who Fired the Gun?, al armamento nuclear y a la familia. La premisa es, justamente, un viaje de los Wilkerson por el paisaje y la historia de Estados Unidos marcado por la amenaza atómica. 

Es una película fascinante para ver atento, que hace todo lo posible por no resultar cinematográfica, pero que ofrece una rigurosa investigación fotográfica sobre el territorio como arma. Wilkerson emplea todos los medios del cine a su alcance para estructurar su discurso espacial y anímicamente, y eso supone documentar sistemáticamente las bases nucleares del Medio Oeste, las variedades de plantas invasoras, los tipos de misiles y los violentos relatos de la conquista del Oeste de los lugares que visitan. Porque Wilkerson es consciente de que la amenaza nuclear del presente se apoya en el pasado y de que un territorio tomado por la violencia solo puede devenir en arma. Nuclear Family es así un examen de la violenta condición americana entendida desde el paisaje, que con su tono mordaz y apocalíptico (se repiten incesantemente imágenes reales de explosiones nucleares como una más de las melodías de los 60 que acompañan y dan fuerza a la narración) se adelanta a las amenazas nucleares que hemos visto después. Para Wilkerson, el presente es un paisaje en estado de coma en que se cuece la violencia.

El título de Father’s Day, del director ruandés Kivu Ruhorahoza, también arraiga en el tema vertebral de esta edición poniendo la superación del trauma en su centro. Narra tres historias familiares entrelazadas; dos protagonizadas por mujeres (premio a mejor interpretación para Aline Amike y Mediatrice Kayitesi) sobre el duelo y los cuidados y otra trama violenta con un criminal y su hijo como protagonistas. La película se llevó la Lady Harimaguada de Plata por ofrecer “una visión hermosa de la naturaleza, iluminada con vitalidad y compartida entre los paisajes y las personas”. 

Shared Resources también presentó el retrato de un padre de familia inolvidable. Se trata de uno de esos documentales honestos que no tienen ninguna esperanza de tener distribución comercial, ni siquiera en plataformas, que justifican por sí solos la asistencia a un festival. En él, Jordan Lord diseña un ingenioso dispositivo autorreflexivo para narrar la historia de sus padres desde que se declararon en quiebra como consecuencia del huracán Katrina, sin dejar de reflexionar sobre su responsabilidad al otro lado de la cámara. Con audiodescripciones y un intenso subtitulado, el dispositivo de Lord resulta extremadamente invasivo para el espectador. A cambio, ofrece una brillante reflexión sobre la deuda, que agrupa desde el significado financiero hasta la deuda de los hijos hacia sus padres y del director de un documental hacia sus actantes.

En las antípodas de esta honestidad se encuentra la película de ficción de Ursula Meier, The Line, sobre el drama de una familia separada por una orden de alejamiento después de que la hija (Stéphanie Blanchoud) mande al hospital a su madre (una Valeria Bruni Tedeschi histriónica) de una paliza. El guion, donde caben aquel capítulo de los Simpson en el que Lisa aleja a Bart con una vara, todos los clichés sobre la música clásica y la locura y sobre las presiones y humillaciones familiares y las lecciones de catequesis de una parroquia, no termina de dar con el tono. No obstante, entre escenas que rozan el ridículo en su patetismo se encuentran algunos aciertos de puesta en escena.

Shared Resources, de Jordan Lord

Shared Resources, de Jordan Lord

Llegadas de Vietnam pudieron verse dos películas, una ficción y un documental, sobre la familia en una cultura tan diferente a la nuestra. La primera de ellas, Memoryland, de Kim Quy Bui, acabó haciéndose con la Lady Harimaguada de Oro por su “narración compleja pero fluida” y sus “imágenes impactantes acompañadas de la interpretación sutil y conmovedora del conjunto de sus actores”. Es cierto que la actriz Mong Giao Vu es lo más destacable de una película que a veces recuerda demasiado a un Apichatpong Weerasethakul y que tuvo la mala suerte de medirse con la espectacular Memoria en una de las secciones paralelas. Sin embargo, su narración no logra equilibrar sus tres historias ni despegarse apenas de los lugares comunes de la tradición y la modernidad para hablar, entre la etnografía y la iconoclasia, de la herencia de los muertos para los vivos y de los vivos para los muertos (lo más interesante), los ritos funerarios, el cambio de los tiempos, el campo y la ciudad y la disolución de los vínculos familiares.

En cambio, a pesar de ser un documental, la película vietnamita de Ha Le Diem, Children of the Mist (mención especial del jurado), presentó una narración mucho más fluida y capacidad de filmar los momentos más tensos y violentos de un hogar desde una distancia justa, sin convertir nunca en una atracción exótica la comunidad rural del norte de Vietnam que representa. Lo más espectacular de este coming of age etnográfico sobre una niña de 13 años que juega irresponsablemente con el deseo y la tradición Hmong del “robo de la novia” es que logra filmar, con una intimidad muy muy cercana, la dinámica de su familia protagonista, atendiendo a sus rutinas, rostros y costumbres, e implicándose activamente en ellos sin fetichizar nunca la distancia del observador ni falsificar jamás lo que filma.

Por último, una película que en el marco de la Sección Oficial se sintió como un regalo. Geographies of Solitude, de la cineasta experimental Jacquelyn Mills, no tiene nada que ver con la familia, si bien habla de los vínculos de admiración y respeto que se forman entre dos mujeres de generaciones distintas, ni trata de la pandemia, aunque tal vez sea la película que mejor aborda el futuro del planeta y la importancia de los cuidados hoy en día. Su geografía de la soledad refiere a la Isla Sable, donde Zoe Lucas lleva 20 años documentando cada acontecimiento de la vida en esos duros pastos y apuntándolo meticulosamente en hojas de datos de Excel. Mills comienza filmando la belleza de esa isla solitaria donde viven lobos marinos, caballos y una cantidad inagotable de especies de insectos (y grabando sus sonidos) para interesarse cada vez más por el trabajo de Lucas y sus gestos, como si ambas compartieran la misma concepción de su trabajo como un registro de lo real (Mills filma en fotoquímico) y como una profesión artesanal consagrada a los cuidados manuales, tanto que Mills siente la necesidad -quizás infantil, quizás primitiva- de mezclar su película con la tierra que filma. Si hay que confinarse, ¿qué mejor lugar que este? Tal vez sea eso el limbo al que se refiere Bonello en su película: un lugar aparte desde el que observar el presente y sembrar un futuro.

Geographies of Solitude, de Jacquelyn Mills

Geographies of Solitude, de Jacquelyn Mills

Comments are closed.