Locarno 2022: Fantástica lusofonía

Nação Valente (Carlos Conceição, 2022)

Regra 34 (Julia Murat, 2022) —ya hablamos aquí de ella— se llevó el premio gordo en el pasado Festival de Locarno. No fue la única película lusófona en rascar algo en el palmarés y, en concreto, hubo otros dos filmes hablados en portugués muy destacables que, como ya apuntamos en nuestra primera crónica, se atrevieron a usar elementos del cine de género de maneras muy originales.

Altas expectativas estaban puestas en Nação Valente (2022), vista la trayectoria de su director Carlos Conceição en trabajos como Boa Noite Cinderela (2014) o Serpéntario (2019), pero realmente logró superarlas todas con una de las cintas más sorprendentes de la temporada. Aquí nos traslada a la Angola de 1974, en los estertores de la dictadura salazarista antes de perder las colonias de ultramar, en el que es su proyecto más ambicioso hasta la fecha.

La narración se abre de forma difusa con relatos episódicos de una serie de personajes: una religiosa que tiene miedo a la persecución de las milicias por la liberación del país; uno de estos grupos armados; un soldado luso que parece estar desertando o sin una meta clara en un contexto de retirada de su batallón; una chica que transporta una mercancía de una aldea a otra mientras uno de sus muertos no recibe el reposo adecuado, al prohibir los invasores que los tambores de su tribu suenen durante tres días para permitir el paso a la otra vida del caído, como reza la tradición espiritista local.

El principal recurso de Conceição es el plano secuencia en cada una de estas escenas, combinado con suntuosos planos generales de paisajes rodados en Angola. El trabajo de Vasco Viana, uno de los mejores directores de fotografía al otro lado del Tajo, se hace aquí palpable, y habría que citar también al colorista Marco Amaral por el acabado tan cálido que consigue en esta primera parte de la película, con tonalidades pardas y naranjas en contraste con el negro profundo de las escenas nocturnas. El sonido fuera de campo va a ser otra de las señas estilísticas del filme para crear tensión durante el metraje. Con Rafael Gonçalves Cardoso a los mandos, este apartado está también garantizado.

Estas primeras secuencias se mueven en un registro entre realista y teatral, en el que la disposición de los cuerpos en el espacio privilegia una profundidad de campo que permite apreciar la escala espacial de donde se rueda. Todo hace pensar en Miklós Jancsó y sus precisos movimientos de cámara. Y, de repente, ocurre algo que cambia el tono por completo. Nos encontramos en el universo del Jacques Tourneur de Yo anduve con un zombie (I Walked With a Zombie, 1943). Los rituales citados remiten al reciente filme de Bertrand Bonello Zombie Child (2019), que también indagaba sobre los orígenes etimológicos y geográficos del zombie, habitualmente ligados a Haití, pero lo cierto es que estas supersticiones animistas las llevaron esclavos angoleños a Latinoamérica.

Suena una música infernal a todo trapo y una cartela con el título en sanguinolento rojo ocupa toda la pantalla. Con este barroquismo, parece que estuviésemos de pronto en una cinta de Sam Raimi. Para entonces ya llevamos media hora de filme, una larga introducción y, tras una elipsis, el tono vuelve a cambiar completamente. El resto de la trama se va a centrar en el adiestramiento de un grupo de jóvenes soldados portugueses a la espera de un ataque de las milicias enemigas en cualquier momento.

La gran mayoría de escenas están rodadas en interiores, frente a los exteriores del prólogo, y la cámara pasa a estar casi siempre estática y captar principalmente los rostros. La parodia al salazarismo y, por extensión, al imperialismo europeo, se conjuga entonces con el subgénero de entrenamientos militares y con esas películas que hablan de las heridas mentales que dejan las guerras. La chaqueta metálica (Full Metal Jacket, Stanley Kubrick, 1987) y Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) vienen a la mente sin remedio.

Pequeños detalles, como un muro de carácter trumpiano, ofrecen una crítica más actualizada y universal a estas cuestiones. La película mantiene muy bien el tipo, pero el espectador se pregunta cuándo todo va a explotar, porque va a hacerlo en algún momento y, forzosamente, alguno de los personajes del prólogo tendrá que entrar en escena. El tercer acto te hace reconsiderar todo lo que has visto antes desde una nueva perspectiva. ¿El motivo? El nudo de trama que lo motiva, el giro narrativo más inesperado que jamás se haya visto desde El sexto sentido (The Sixth Sense, M. Night Shyamalan, 1999). Y hasta aquí se puede leer para no estropear la experiencia.

A Nossa Senhora Da Loja Do Chinês (Ery Claver, 2022)

En un tono muy diferente, la película angoleña A Nossa Senhora Da Loja Do Chinês (Ery Claver, 2022) también utiliza elementos fantásticos para ofrecer un retrato de la Luanda actual en el que critica abiertamente las diversas formas de imperialismo y de control político que existen en su país. El inicio es un tanto confuso, pues no dejamos de oír una voz en off en mandarín que narra con vena poética las vidas de distintos personajes que pronto se van a revelar como los protagonistas. Se trata de una cinta de historias cruzadas, al estilo de lo que Alejandro González Iñárritu hacía en sus inicios, y con una estructura episódica desordenada que podría dirigirnos a Quentin Tarantino. Sin embargo, la manera de filmar y esa voz remiten más bien a referencias taiwaneses o hongkonesas de las últimas olas de esos países. El director reconoce la influencia de Wong Kar-Wai.

Que el filme esté narrado en chino tiene sentido porque muy rápidamente nos damos cuenta de que quien habla es el propietario de la tienda del título, un hombre que vende estatuillas de vírgenes muy populares en Luanda. Los rezos de algunos a este símbolo alcanzan lo metafísico e, igualmente, se nos muestran prácticas espiritistas de una mujer que intenta lidiar con la reciente muerte de su hija y cuya casa llora. Literalmente, salen goteras por todas partes, de forma inexplicable. Es una licencia poética preciosa para hablar del duelo. Pero tanto la virgen como esas supersticiones locales son herramientas de control que invitan al inmovilismo. Obviamente, la virgen es un invento imperialista, no original de Angola, vendido ahora por otro imperio que, por lo económico y no por las armas, se está haciendo con los recursos naturales de África: China.

Añadamos a esto que Claver mete a un par de políticos en la trama, que se dirigen a su pueblo desde la tribuna en un excelentísimo portugués, mientras que en los barrios se usa otro registro. Estas sutilezas idiomáticas suman todavía más capas de pensamiento político a A Nossa Senhora Da Loja Do Chinês, cuya narración en mandarín añade un aire de originalidad a una propuesta que se siente muy fresca y enérgica.

La idea le llegó al realizador/guionista de manera un poco fortuita mientras visitaba Chinatown en Luanda. Se dio cuenta de que muchos neones que veía contenían en realidad poesías —escena que recrea con uno de los personajes—. Empezó a investigar sobre estos poemas y a lo largo de tres meses escribió la narración que hila la cinta. Cuando se puso a rodar, contaba con esta guía y una serie de actores con los que fue trabajando individualmente las escenas en diversas situaciones. Rodando en momentos sueltos durante algunos meses —como su adorado Charles Burnett en su ópera prima, Killer of Sheep (1978)— logró acabar el filme en un tiempo récord.

¿La financiación? Ahorros de trabajar en anuncios para la televisión. Si tomamos por válido lo que Claver cuenta, en Angola no se hacen más que uno o dos largos al año. Que el suyo se haya podido producir en estas circunstancias y que apueste por un lenguaje propio que huye por completo de la narración tradicional es algo a celebrar. Debemos agradecer a Locarno que nos haya permitido conocer a este cineasta, una nueva voz con gran talento a la que habrá que seguir de cerca.

Por continuar con alguno de los galardonados que seguían esta tendencia de romper los géneros, hablaremos ahora de Gigi la legge (2022), premio especial del jurado. El italiano Alessandro Comodin abandona el fantástico de su anterior largo, I tempi felici verranno presto (2016), para instalarse en el policial con un registro tan fantasioso como realista. Volviendo a su pueblo natal, no se le ocurre otro modo de realizar un retrato de esa región que a través de un guardia de tráfico. Gigi patrulla y, objetivamente, ningún día es muy distinto al anterior ni al siguiente. Pero él es un hombre que se deja sorprender por la realidad y con una gran capacidad para montarse películas, que quizá hagan su monótono trabajo más llevadero.

Gigi la legge es el anti-thriller, una apuesta decidida por la dilatación temporal hecha con apenas tres tiros de cámara. Primer plano de Gigi conduciendo el coche, plano del copiloto cuando lo hay, otro de la luna que muestra lo que hay ante su vehículo. Con estos sencillos elementos, Comodin ejecuta una suerte de documental ensayado con la complicidad de un Pier Luigi Mecchia, actor no profesional que se interpreta a sí mismo, que resulta el mayor acierto de la película. Ingenioso y presto a generar tensión donde no ocurre nada, este es el filme policial que habría hecho Chantal Akerman.

De noche los gatos son pardos (Valentin Merz, 2022)

Lo de De noche los gatos son pardos (Valentin Merz, 2022) está ya en otra categoría del absurdo. El equipo rueda un filme erótico en el que también interpreta a algunos personajes. No hay trama, solo situaciones alrededor de diversos fetiches. En algún momento el realizador desaparece, se inicia una investigación policial y la película también empieza a buscar con voluntaria errancia su forma. Los polis entran en la mezcla y todo acaba generando una atmósfera de absoluto absurdo. El hecho de que el casting sea internacional, en una Suiza en la que se hablan varias lenguas, a las que se añade el inglés y el español, lo hace todo más raro. ¿Qué hacen todas estas personas aquí y de dónde vienen? El humor podría haberlo firmado Chema García-Ibarra, mientras que los encuentros sexuales son dignos de la imaginación de un Yann Gonzalez pasado por el filtro de Rainer Werner Fassbinder. Una marcianada.

De otro tipo de desaparecidos habla Matadero (Santiago Fillol, 2022), un filme que se propone criticar los crímenes de Pinochet a través de un rodaje ficticio ambientado en una gran masía en 1974. La cinta se abre con el director, un yanqui caído en desgracia tras esta filmación, yendo a presentar el estreno —nunca se había editado antes— a un teatro de Buenos Aires en la actualidad. Recibido en su coche a gritos de asesino y conociendo en qué época se rodó este proyecto, cualquier espectador que conozca el ABC de la historia de Argentina ata cabos.

Jared Reed, así se llama el tipo, no se atreve a salir al escenario a hablar del filme. Hay una voz en off femenina que relata su relación con él. Una espectadora que parece importante para la trama aguarda impaciente su llegada, que nunca se produce. Queda claro que ella va a ser la narradora. Sabemos enseguida que fue su ayudante de dirección. Exceptuando un par de momentos en los que se vuelve al cine donde se proyecta Matadero, el filme dentro del filme, la narración adopta una estructura a lo Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941), siendo todo un gran flashback.

La cosa empieza bien. Reed parece uno de esos tipos capaces de cabrear a sus productores o a quien haga falta con tal de llevar a cabo su visión. La ambiciosa meta es realizar un western ultraviolento que bien podría haber salido de las mentes de Alejandro Jorodowsky o Roger Corman, aunque la escala remite más a los rodajes imposibles y ampulosos de La puerta del cielo (Heaven’s Gate, Michael Cimino, 1980) o Fitzcarraldo (Werner Herzog, 1982).

Su necesidad de buscar a actores en el teatro político del momento permite a Fillol realizar un retrato de la militancia contra el dictador en esa época de forma oblicua, sin tratar directamente de sus células o de los servicios secretos del régimen, que aparecen de soslayo. Poco a poco, del western todo va derivando hacia el terror. Sabemos que el final va a ser sangriento, y no necesariamente de forma ficticia.

Sin embargo, ese tercer acto no está a la altura del resto del filme que, habiendo construido bien toda esa tensión hasta el último nudo de trama, se desinfla, como si a Fillol le entrasen ganas de resolver rápido el asunto y no meterse en camisas de once varas. Esos últimos minutos hacen que el filme se perciba como más cobarde de lo que prometía y anulan todo lo bueno que se ha relatado antes, apoyado por un grupo de grandes actores jóvenes —no tanto Julio Perillán, que interpreta a un Reed un tanto exagerado— y a la siempre competente fotografía de Mauro Herce. Es una pena, esto daba para más.

Cerramos esta segunda crónica locarniana con Fairytale (Skazka – Сказка, 2022), la última genialidad de Aleksandr Sokúrov, un cineasta incorruptible que demuestra una vez más que está más allá de toda categorización. Van Stalin, Hitler, Mussolini y Churchill por el purgatorio… Y no, no es un chiste, esta cinta de animación hace uso de la tecnología del deepfake para, escaneando cientos de documentos históricos de los mandatarios, reconstruir versiones suyas de un verosímil fotorrealismo. Se nos muestra todo en blanco y negro, espacios brumosos y fondos pintados a mano y modelados por ordenador que bien podrían haber salido de los pinceles de Dalí o El Bosco.

Los diálogos son más bien ridículos y repetitivos, cada uno de ellos canta las loas de sus políticas y naciones y el poco diálogo que pueda existir entre ellos, si es que hay alguno, es realmente de besugos. En el purgatorio nunca ocurre nada, el tiempo se dilata, todo se repite. Y esa es la sensación que Sokúrov nos transmite con estos jinetes del Apocalipsis, detritus de una Europa que se resiste a olvidarlos. Tan sencilla como de alcance infinito, el director más viejo de la selección ofreció la cinta más joven y libre.

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