Locarno 2022: No es certamen para viejos

Stella est amoureuse (Sylvie Verheyde, 2022)

Permítaseme iniciar esta crónica con una confesión: creo que no hay género más numeroso y habitualmente mediocre en los festivales de cine que las historias coming of age. Por algún motivo, legiones de cineastas creen que contar lo que les pasó en la adolescencia debe interesar a la cinefilia mundial, como si fuesen las únicas personas que han pasado por desamores, descubierto el sexo a esa edad, tomado conciencia política e tutti quanti. El hechizo que parece causar este cine, amable, ligero y reconfortante como pocos, pero a menudo insignificante, tampoco es ajeno a un festival que apoya el cine artístico como Locarno, por lo que se ve.

Dos ejemplos perfectos de estos relatos son Stella est amoureuse (Sylvie Verheyde, 2022) y Before I Change My Mind (Trevor Anderson, 2022), las dos ambientadas en los años ochenta y con algunos recursos estilísticos que dicen a gritos: “eh, ¿lo pillas? Esto lo tenías en tu infancia, mira qué rollo más vintage nos traemos”. En la primera es la música de baile en esos clubs de noche que crearon el famoso French touch, en la segunda un uso muy cool pero nunca justificado de filmaciones en VHS. En los créditos se nos da a conocer que es todo posproducción, ni siquiera se molestaron en grabar con las cámaras originales.

El caso es que en el filme de Verheyde se explora la relación de una chica con un artista negro que frecuenta estos ambientes discotequeros y, además de enamorarse de él, pues también se da cuenta de que bailar da sentido a su vida y que por ahí quiere enfocar su futuro. El desastre de relaciones que su padre divorciado mantiene con otras mujeres y las dificultades de su madre como soltera gerente de un bar que hace aguas apenas se exploran más que como puntos de fuga cómicos, mientras que el filme pierde una oportunidad excelente de indagar más sobre las relaciones interraciales. Un día a su pareja le atizan en la calle, y eso es todo lo que parece importar de su negritud, pasemos a otra cosa, no vayamos a molestar a nadie.

Igualmente, Anderson presenta una gozosa peli queer que es tan entretenida como inocua. El hecho de que Robin, alumno/a en un nuevo colegio, sufra abusos inicialmente por su condición sexual no explicitada, resulta interesante. Pero finalmente el canadiense no decide ir por ahí. Parece estar más interesado en copiar a Judd Apatow y compañía que en encontrar un camino propio para contar esta historia. El modelo de comedia teen norteamericana es tan acusado que si duermes un rato y te despiertas en otra película en un supuesto programa doble, no se notaría la diferencia.

Petites (Julie Lerat, 2022)

Al menos son filmes correctos que no dejan una gran huella, pero tampoco te sueltan un sermón. No se puede decir lo mismo de Petites (Julie Lerat, 2022), efectista aproximación a las instituciones que acogen a jóvenes embarazadas de hogares desestructurados. La evolución de la protagonista es alucinante, primero se nos muestra, desde un paternalismo extremo, como una persona carente de toda empatía, que debe ser dirigida. Poco a poco, va pasando de delincuente en potencia a persona responsable, claro, y esto incluye cambiar su opinión sobre el embarazo y convertirse en una activista provida, posición que la cinta asume desde la manipulación emocional más burda, ofreciendo imágenes abyectas de lo que la directora considera que está mal y cargando las tintas en la música y en unos diálogos lacrimógenos a los que les sobra azúcar hasta en las comas. El problema de Petites no es que adopte esa posición ideológica, perfectamente válida, sino que intenta hacerte sentir mal por pensar lo contrario. Una propaganda absolutamente irresponsable que bien podría haber financiado el Opus Dei.

Afortunadamente, a la cinematografía francesa la salvó Astrakan (David Depesseville, 2022), una propuesta que tiene más que ver con el Adiós, muchachos (Au revoir les enfants, 1987) de Loius Malle o los filmes de Robert Bresson —con cita directa en un momento a El dinero (L’argent, 1983)— que con estos formatos estándar del cine de adolescentes. La historia es muy sencilla, un chaval es adoptado por unos padres que viven en una zona rural de Francia y que van bastante apretados de dinero. En su llegada al pueblo, el niño deberá aprender a encajar en la escuela, desarrollará una relación afectiva con una chica y deberá lidiar en casa con la incomprensión de un padrastro que le pega cuando se comporta mal y una madrastra que está aprendiendo a quererlo.

Como se aprecia, varios de los temas son intercambiables con los de las anteriores películas. La diferencia es que Astrakan se caracteriza por una contención y una observación minuciosa de su entorno que está ausente en los ejemplos previos. Su protagonista, bastante más rico y misterioso que los casos que venimos de criticar, habla más por sus actos que por una dramaturgia perfectamente guionizada que busque remarcar su desarrollo psicológico.

El desenlace —mejor no contarlo— es de una ambigüedad a aplaudir y, tras él, hay una suerte de coda que nos remite a El espejo (Zerkalo – Зеркало, Andrei Tarkovsky, 1975), en el sentido en que mezcla diversas imágenes alegóricas con el tema de música clásica Agnus Dei, de Karl Richter. Cada una de estas imágenes-icono completan y ensanchan la interpretación del filme, abriéndola a lecturas que tocan el terreno de lo mítico.

Tengo sueños eléctricos (2022)

Pero el gran filme con protagonista adolescente en esta edición fue sin lugar a dudas Tengo sueños eléctricos (2022), la mejor ópera prima de este festival y uno de los trabajos más destacados del certamen. Arrasó en los premios del Concorso internazionale, con mejor dirección para su realizadora Valentina Maurel y sendos galardones para los actores Daniela Marín Navarro y Reinaldo Amien Gutiérrez. Situada en San José, Costa Rica, narra la relación entre una hija y su padre tras el divorcio de los progenitores. Viviendo todavía en casa de su madre, la chica no se acaba de llevar bien con ella y puja para encontrar un nuevo apartamento con su papá.

El hombre es un desastre, una persona insegura y dada a la violencia cuando aflora la frustración, que se refugia en su hobby, la poesía —el título del filme sale de unos versos dedicados a la hija, con inspiración en el escritor Linton Kwesi Johnson—. Con otros colegas se reúne en sesiones de lectura, que son una excusa para acabar organizando fiestas con mucho alcohol y alguna droga más. Todo esto se hace en casa de un amigo, con quien vive mientras busca una nueva casa. No parece el lugar idóneo para criar a una hija adolescente, quien por cierto está descubriendo su sexualidad desde una posición de cierta inocencia y vulnerabilidad.

El acierto de Tengo sueños eléctricos reside en su apuesta por ir al grano en lo que quiere contar. De forma sencilla, se centra en los rostros y miradas de sus dos actores protagonistas, ambos inmensos, en un ejercicio de enorme intensidad y concentración cinematográfica, que te agarra y no te suelta. El filme huye de convencionalismos y categorizaciones fáciles, ofreciendo un retrato de un padre maltratador que, con todo, quiere a su hija, aunque resulte una paradoja. No hay ni el más mínimo atisbo de denuncia social en esta cinta, solo el cariño de quien se acerca a la vida y a las personas con el corazón abierto y la mirada limpia, sin juzgar. En ese sentido, es la antítesis moral de Petites, y es una gran película.

Como colofón de esta serie de filmes, tenemos Sister, What Grows Where Land is Sick? (Den siste våren, Franziska Élissen, 2022), mención especial en Cineasti del presente, que se atreve a ligar temas como la emergencia ecológica con la salud mental. Rodada en el rural noruego, en magníficos paisajes, de alguna forma logra que el folclore local entre en la vida de dos hermanas para hablar de la degradación emotiva de una de ellas y de la destrucción del entorno natural. Las chicas interpretan con energía y la cinta está filmada con más elegancia que la media, pero de nuevo, vuelve a ser un filme con mensaje.

Safe Place (Sigurno mjesto, Juraj Lerotić, 2022)

Más estimulante es Safe Place (Sigurno mjesto, Juraj Lerotić, 2022), otra de las grandes vencedoras del festival —mejor ópera prima, actor y director en Cineasti del presente—. Aunque sus protagonistas están más tulliditos, el filme habla también de salud mental, de una forma mucho más compleja, y con una aproximación narrativa original. La cinta se abre con un hombre corriendo a un edificio, fuerza una puerta y enseguida comprendemos que va a ayudar en un intento de suicidio, el de su hermano. No acaba de saberse muy bien por qué él estaba allí y llega incluso a insinuarse que podía ser por algún asunto turbio. Cuando la policía se acerca a investigar, hallan una pistola, pero el hermano explica que la usan para rodajes, porque él es director de cine, e indica a los agentes que se la ha prestado.

Uno se pregunta si no existirá aquí una ficción dentro de otra o algún otro tipo de juego metanarrativo y, en efecto, al final del primer acto ocurre algo que permite romper la cuarta pared y ofrecer al público una nueva dimensión sobre el filme, que pasa a convertirse en una suerte de ensayo-ficción sobre un caso real. Además, la dilatación temporal es enorme en la primera parte, todo ocurre prácticamente en tiempo real, mientras que en la segunda parte pasan un par de horas y en la tercera todo parece ir más rápido porque existen mayores elipsis. Así, avanzamos hacia un final cada vez más precipitado, lo que cobrará sentido cuando confirmemos nuestras sospechas sobre el desenlace.

Estos juegos con la experimentación temporal, así como las frías y medidas interpretaciones, se asocian habitualmente a la Nueva Ola Rumana. Y no sería raro poner a Lerotić en línea con Corneliu Porumboiu o Cristi Puiu, por mucho que el filme sea croata. Sin duda, una propuesta perturbadora y original que abre debate y te hace trabajar durante la proyección.

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