Locarno 2022: Un género en sí mismo

Piazza Grande de Locarno

No creo necesariamente en la división entre el cine de género y el de autor”. Son palabras del director artístico del Festival de Locarno, Giona A. Nazzaro, en conversación con Geoffrey Macnab para el número de agosto de 2022 de Screen International. Excusiato non petita, que se suele decir por aquí. El pasado año, en la primera edición que él capitaneaba, el comentario más extendido fue que a las orillas del Lago Maggiore se había instalado una suerte de Sitges suizo, mantra que no pocos entonaban a modo de crítica.

Tras una celebración a medio gas, todavía marcada por las medidas sanitarias impuestas por la pandemia de Covid-19, este 75º aniversario buscaba la aparentemente modesta, pero en el fondo titánica tarea, de volver a la normalidad. El séptimo arte como espacio de encuentro, en el que poder verse las caras, sin máscaras, tiene en la localidad del Ticino una protagonista clara desde 1971: la Piazza Grande. En ese momento el arquitecto Livio Vacchini se propuso construir una sala al aire libre que gozase de unas condiciones acústicas y de proyección a la altura de las de cualquier teatro de prestigio. Construyó una cabina efímera que garantizaría la excelencia técnica y jugó con las especificaciones físicas del espacio para lograr un sonido sin contaminaciones exteriores. Los asistentes a esos primeros pases recuerdan cómo el proyecto era tan ambicioso como imperfecto, pero sin duda prometedor.

Con el paso de los años Locarno ha ido ajustando los pequeños errores que quizá estaban presentes al inicio, hasta dar con un diseño que ha acabado por ofrecer a los espectadores la pantalla exterior más grande de Europa y un sonido nitidísimo. Resulta milagroso que las películas en este recinto se vean y escuchen tan bien. Por eso la Piazza Grande ha sido el gran símbolo de Locarno en el último medio siglo, junto a una identidad gráfica, su leopardo, que es otra genialidad del diseño. Así las cosas, era importante que esa plaza se llenase para la celebración de este 75º aniversario. Y lo hizo.

Home of the Brave (Laurie Anderson, 1986)

Las apuestas de programación para este espacio suelen resultar amables e intentar agradar a un gran público, pero a las criaturas nocturnas nos regalan a veces caramelos en un segundo pase hacia la medianoche. Y en uno de ellos, Locarno estalló de entusiasmo. La proyección de la copia restaurada de Home of the Brave (1986), filme-concierto de la cineasta y artista visual Laurie Anderson, Vision Award en esta edición, fue todo un acontecimiento.

La pantalla a modo de intenso lienzo azul. Una figura se yergue ante ese majestuoso fondo, recortada por su intenso brillo. Tonalidades rojas la iluminan y empezamos a distinguir a un delgado humanoide vestido de un blanco nuclear y con una máscara que semejase un cruce entre el apretado látex de quienes practican BDSM y el latón de pega de un filme de serie B de alienígenas de los años treinta. ¿Qué clase de delirio sci-fi es este? Un distorsionador confiere tal gravedad a la voz de esta persona que resulta casi imposible identificar si se trata de un hombre o una mujer. Empieza a soltar un monólogo y la gente se ríe. Ah, que hay público. ¿Estamos ante una comedia stand-up, una performance o un concierto? Un poco las tres cosas.

Laurie Anderson descubre su cara y, durante los próximos 90 minutos, nos invita a una hipnotizante ópera futurista en la que apunta temas como la fusión del ser humano con su entorno tecnológico y sus alienantes consecuencias. Visto hoy, este espectáculo resulta tan contemporáneo e innovador como seguramente lo fue en su momento.

El goce estético, que alcanza cotas de trance, se debe a una minuciosa planificación de las condiciones de filmación del concierto, haciéndote sentir entre los artistas de un modo muy orgánico. Pocos espectáculos filmados, como pueden ser Stop Making Sense (Jonathan Demme, 1984) y Pina (Wim Wenders, 2011), alcanzan esta experiencia tan inmersiva desde lo cinematográfico. Uno se pregunta también si Sparks no serán fans de este filme y si Leos Carax y Adam Driver lo conocen, pues la interpretación del último en Annette (2021) debe sin duda mucho a la radiante personalidad de Anderson sobre el escenario.

Home of the Brave puede definirse como una ópera rock futurista. ¿Es por tanto cine de género o una pieza conceptual de una artista con un universo propio? Seguramente la pregunta no tenga mucho sentido. Ante muchas cintas de las competiciones de Locarno de este año, la sensación era un poco esta misma. Al igual que la dicotomía ficción/documental ya es escasamente aplicable, quizá tampoco resulte operativo hablar de un cine de género que cada vez es más líquido y se salta todas las fronteras. Por tanto, la frustración de Nazzaro ante la compartimentación un poco primitiva de otros compañeros resulta natural.

No obstante, hay que decir, apoyando a los críticos, que algunas excepciones confirman la regla. Resulta difícil comprender que un filme como Il pataffio (Francesco Lagi, 2022) pueda colarse en la competición oficial de cualquier festival. Burda y grotesca comedia feudal, no la salva ni la fotografía de Diego Romero, que al menos habrá cobrado bien por este filme de época con tanto presupuesto como mal gusto.

Contrariamente, los escasos valores de producción de Nightsiren (Svetlonoc, Tereza Nvotová, 2022) juegan en su contra cuando la ambición no se ajusta a la realidad. Historia sobre dos brujas contemporáneas en un opresivo paraje rural en Eslovaquia, la cinta se debate entre la crítica a la violencia contra las mujeres y a su estigmatización social por parte del patriarcado más feroz mediante un registro realista; y la búsqueda de liberación sexual de las chicas por la vía de un fantástico alucinatorio. En una escena nocturna que Nicolas Winding Refn habría elevado, diversas figuras en el bosque disfrutan de una bacanal de sombras de coloridos contornos psicodélicos. Es el único momento de ruptura de una película que se siente por lo demás insegura, no sabiendo conjugar los distintos elementos que mezcla en su caldero. No pareció opinar lo mismo el jurado de Cineasti del presente, que le concedió el Pardo d’oro.

Regra 34 (Julia Murat, 2022)

Varios filmes en competición trataban estas cuestiones, y el que mejor las expresa es sin duda Regra 34 (Julia Murat, 2022), merecido Pardo d’oro del Concorso Internazionale. La protagonista es una chica que estudia Derecho por el día y se convierte en modelo porno por la noche, prestando su cuerpo a quien paga por verla en directo a través de la cámara de su ordenador. Es ella misma la que bromea con ello, aludiendo a esa personalidad escindida tan propia de los superhéroes. El filme juega, como Nightsiren, con dos registros muy diferentes, pero los conjuga muy bien.

En las clases y encuentros con sus compañeros de facultad o profesores, esta joven —entregadísima Sol Miranda— se apoya en un trabajado discurso oral para defender sus posiciones ideológicas. En la trama se discuten las diferencias entre legalidad y justicia, la aparente incapacidad del sistema judicial para disminuir las desigualdades socioeconómicas, el machismo imperante en la sociedad brasileña, el racismo y, desde luego, la violencia contra las mujeres.

Murat no niega su militancia anti-Bolsonaro con una honestidad y rabia dignas de elogio, aunque esta vertiente del filme puede resultar por momentos tan acusada que acaba por dañar su universalidad, y también el lenguaje cinematográfico que despliega. Estamos ante un cine de la palabra, que se concentra sobre todo en recogerla, sin un mayor trabajo de puesta en escena. Quizá no convengan excesivas florituras, pues se requiere cierta concentración para seguir un texto que parece sacado de los mejores libretos políticos de Aaron Sorkin. Por momentos aturde con tanta digresión, seguramente de forma voluntaria.

Pero es en el turno de noche donde Regra 34 brilla. Haciendo un uso opresivo de su banda sonora electrónica y con un montaje muy disruptor, la cinta se coloca en algún punto entre el más reciente David Lynch y el David Cronenberg de Crash (1996) y acaba generando una atmósfera perturbadora que provoca movimientos en la butaca entre la excitación y el desasosiego. Murat nos recuerda que el sexo es poder. Esta chica, que realiza sus actuaciones ante cientos de internautas salidos por voluntad propia y que experimenta con prácticas sexuales atípicas con dos amigos próximos —un hombre y una mujer, con los dos juntos o por separado— cree estar en todo momento en control de la situación. Y eso la excita. ¿Pero tiene ella el poder o quien paga? La cinta se cierra en falso y no ofrece conclusiones, porque seguramente sea imposible llegar a ellas.

Al menos otros tres filmes lidiaban con algunos de estos temas. Piaffe (Ann Oren, 2022) es el más extraño y singular de ellos, no por ello el mejor acabado. En esta fábula, una chica debe encargarse de un trabajo de foley al estar su hermana, quien verdaderamente trabaja en ello, incapacitada. Al tener que crear sonidos para un caballo trotando, estudia a los animales tan de cerca que acaba por desarrollar una cola con un frondoso pelo azabache. Al igual que ella está muy próxima al mundo animal, un botánico por el que se siente atraída parece encontrarse a gusto en comunión con las plantas.

Mediante diversas abstracciones y escenas de un marcado carácter performático, el filme logra fusionar al ser humano con la naturaleza, casi en oposición a un ejercicio no tan diferente, como es la laureada Titane (Julia Ducournau, 2021). Aquí no hay una trama que avance hacia ningún sitio, apenas situaciones ancladas a lugares. Son unas cuatro localizaciones, en las que se repiten las mismas escenas con diversas variaciones. De este modo, una vez estas geografías están presentadas, Piaffe no sabe muy bien a dónde ir. Su principal problema es la repetición innecesaria de motivos. Este largo parte de un corto realizado previamente por su directora. Quizá habría sido mejor quedarse ahí. El jurado joven le concedió su premio, mencionando los vínculos del filme con el primer David Cronenberg. Es bueno que gente joven cite estas referencias y que se sientan representados en Piaffe, independientemente de la opinión no tan entusiasta de quien escribe.

Serviam – Ich will dienen (Ruth Mader, 2022)

Serviam – Ich will dienen (Ruth Mader, 2022) y Bowling Saturne (Patricia Mazuy, 2022) juegan con dos géneros muy específicos, siguiendo tanto sus reglas habituales que acaban por desarmarlos. En el primer caso, Mader nos traslada a una escuela religiosa femenina donde claramente los dogmas de fe han acabado por instalarse entre algunas alumnas en exceso, hasta el punto de haber desarrollado hacia sus superioras dependencia y sumisión, cuando no una acusada culpabilidad. El abuso a menores es tema común entre religiosos de sexo masculino, pero raras veces se ha tratado cuando quienes ejercen esta violencia son monjas.

Haciendo un buen uso del espacio donde sitúa la acción, una desangelada residencia que encuadra en aterradores planos simétricos, la cinta se beneficia también de unas interpretaciones muy frías y contenidas, desapegadas de toda emoción. En esta crítica a los valores tradicionales cristianos más rancios y en su aproximación estética, el filme de Mader remite mucho a los de su compatriota Ulrich Seidl. Pero pronto empieza a deslizarse, desde esta carencia de emoción, hacia lugares más próximos a El resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980).

Bowling Saturne (Patricia Mazuy, 2022)

De igual manera, Mazuy sigue al pie de la letra las reglas del noir clásico. Un joven de apariencia violenta anda algo perdido en su vida, sus miradas predatorias a mujeres jóvenes no auguran nada bueno. Su hermano mayor, un inspector de policía, le ofrece encargarse de una bolera, el Bowling Saturne, que perteneció al padre de ambos, recientemente fallecido. La acción puede compararse a darle las llaves de un jardín de infancia a un pederasta. Muy rápidamente el chico empieza a buscar la forma de atraer a jovencitas a su negocio. Una noche en la que se acuesta con una, da rienda suelta a sus instintos más brutales.

Esta escena, que da sentido a todo el filme, indaga en las formas de representación de la violencia hacia las mujeres habitualmente asociadas al género. Mazuy empieza filmando el encuentro desde la perspectiva de la mujer y cosificando al hombre, un chico objetivamente apuesto y con un cuerpo hercúleo. La chica goza del intercambio sexual, pasional y enérgico. Gradualmente, él empieza a dirigirla en las diferentes posturas en las que la penetra. Aunque existe sumisión, ella parece entregarse gustosa a ella, hasta que comienza a ser obvio que el encuentro pasa de lo sensual a lo violento. Esto se filma desde una perspectiva objetiva, de igualdad. Cuando la chica empieza a negarse y zafarse, la cámara se eleva para ofrecernos la perspectiva del chico que, sobre ella, pasa de violarla a directamente asesinarla brutalmente a puñetazos. En este momento, las que se marcharon de la sala fueron legión.

Es habitual que los cuerpos de las chicas asesinadas por el antagonista de turno aparezcan en alguna zanja, a menudo muy estilizadas ellas, en posicionamientos de cámara que podrían invitar a pulsiones nada nobles. Esto suele ocurrir tras una elipsis o un fuera de campo. Mazuy toma la valiente decisión de representar el asesinato con todo lujo de detalles, provocando, como demuestra la experiencia, un rechazo absoluto de quien mira.

El filme se divide en dos partes de casi idéntica duración. La segunda presenta al hermano policía buscando al asesino. Bowling Saturne ya no vuelve a retomar el vuelo como en esa escena, se convierte en un polar correcto y entretenido con un final obvio y ninguna carta más bajo la manga. Pero esta secuencia es de una radicalidad a aplaudir.

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