Longa noite, de Eloy Enciso Cachafeiro

En Arraianos (2012), segundo largo de Eloy Enciso tras el documental Pic-nic (2008), el autor sorprendió al poner en boca de sus intérpretes no profesionales habitantes de la aldea fronteriza de A Raia el texto literal de la obra de Jenaro Marinhas del Valle, O bosque. Dicha operación, en buena parte heredera del trabajo fílmico sobre bases literarias de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, no solo apuntaba hacia la reivindicación de los usos y costumbres propios de aquel lugar concreto, sino que además habilitaba un espacio infrecuente en el cine para trabajar la puesta en escena a partir de la palabra, su declamación y también la prolongada ausencia en pantalla de la misma.

Longa Noite, nueva película del director lucense en compañía de un equipo muy similar al de entonces, aleja su propósito de la etnografía, si bien no de la tierra, para apuntar hacia un pasado colectivo aún latente, el de la dictadura franquista y sus consecuencias en lo cotidiano. Si el método escogido es en esencia similar, ahora con actores provenientes en su mayoría de la escena teatral amateur gallega, el abanico de obras citadas es a la fuerza mucho mayor, desde Max Aub o Ramón Valenzuela hasta cartas no publicadas de represaliados. Con ello, Enciso otorga una hondura mayor si cabe a tal metodología, llevada a cabo bajo la máxima straubiana de que “hacer la revolución es traer al presente cosas antiguas, pero olvidadas”. Esto es, no tanto como una descripción concreta e historicista de aquellos horrores, grabados a fuego en cada palabra casi vacía de gesto, sino como un mosaico formado por sensaciones y voces complementarias alrededor de una herida social que todavía hoy supura tras aquellas décadas de totalitarismo.

Así, la estructura en forma de tríptico coral, dentro de su absoluta depuración, también presenta una ambición diferente, presentándose como un viaje hipnótico hacia el epicentro de la oscuridad y la posibilidad del olvido. Estos tres episodios aparecen vertebrados por la presencia de Misha Bies Golas como Anxo, personaje que en los créditos figura como “el retornado”, quien vuelve a su localidad gallega durante la posguerra. En el primero de ellos, inclinado a señalar el mapa relacional que la contienda dejó en el día a día de la localidad, el rostro y la palabra son protagonistas absolutos, pero quienes la enuncian e intercambian en primer plano nunca comparten encuadre. Tan solo los cortes de montaje conectan, de forma harto elocuente, estos breves encuentros humanos, dejando entrever la imposibilidad de un vínculo satisfactorio. Por contraste, el capítulo posterior comienza a plasmar el camino de ese “retornado” como una inmersión sensorial en la noche del título, cuando, mediante el largo testimonio de Celsa (Nuria Lestegás), la opresión y el horror se concretan en un grado mayor. Para terminar, el tercer acto, de esencia aún más tenebrosa, separa la voz, presente en off, del cuerpo errante, y penetra en las profundidades del bosque como abismo equiparable a esa noche sin fin que siguió a la dictadura. Con la palabra desgajada de su figura, el protagonista ya no es más que una silueta entre árboles, con la soledad del refugio y la evocación como únicas compañeras.

Esta gramática visual limpia y pausada de Enciso permite contemplar de forma cristalina, de una secuencia a otra y entre los tres bloques, la perturbadora dinámica social subyacente en una sociedad como la franquista, donde el hipotético regreso inicial de Anxo se convierte en sigilosa huida hacia ese agujero que culmina la película. Resulta capital en ello la impecable fotografía nocturna, una vez más, de Mauro Herce, que entre otros logros consigue mostrar la estación de Lugo como si se tratara de una de las que pueblan Les rendez-vous d’Anna (Chantal Akerman, 1978), así como el corte preciso de Patrícia Saramago –montadora de todos los trabajos recientes de Rita Azevedo Gomes–, desde el imposible encuentro de las primeras escenas hasta la soledad absoluta del huido en el acto final. Dicha inmersión en el bosque, con dejes fantasmagóricos, y la carta del preso escuchada casi como si fuera un susurro de su alma, despeja cualquier duda sobre las intenciones de Longa Noite de formar un cuadro fragmentario, vaciado de historicismo y psicología estridente, en torno a la memoria de la Guerra Civil Española. Uno que apela, mediante la triste sequedad de sus imágenes y sonidos, a la imposibilidad de una dialéctica clásica entre vencedores y vencidos –en él no hay ganadores–, pero donde prevalece ante todo el estoicismo de quienes sucumbieron entonces y aún han de soportar el mantra que invita a olvidar tal horror.

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