Maddi Barber: “Creo que el cine puede generar alianzas en el mundo rural”
La cineasta Maddi Barber (Lakabe, 1988) regresa al Festival Punto de Vista para presentar su último trabajo, Gorria, por el que ganó el Premio X Films en la última edición del encuentro navarro. Tras el éxito de sus anteriores cortometrajes, el tándem formado por 592 metroz goiti y Urpean Lurra, proyectados en numerosos festivales nacionales e internacionales, Barber se ha convertido en una de las voces más singulares del panorama nacional. Sus obras, de corte intimista y antropológico, siempre han estado vinculadas al Pirineo navarro, su tierra natal, donde busca establecer conexiones y encontrar nuevas formas de estar a través del cine. En Gorria, rodada en 16mm, la cineasta pone el foco en la compleja relación de cuidados y violencia entre seres humanos y animales, ampliando una filmografía en la que todas sus obras dialogan y se relacionan entre sí.
En Gorria exploras la relación entre los seres humanos y los animales a través de la muerte. ¿Qué te llevó a tratar este tema?
La motivación parte de mis trabajos anteriores. De repente, me di cuenta de que la muerte de los animales estaba muy presente en todas mis películas: desde Yours Truly (2018), donde vemos animales taxidermizados, hasta 592 metroz goiti (2018), donde contemplamos la muerte de una vaca. Sin embargo, siempre eran muertes ‘encontradas’, cosas que ya habían pasado. Me interesaba seguir explorando este tema partiendo de una pregunta: “¿Qué significa matar a un animal?”. La profesora Donna Haraway explica que la relación más habitual entre humanos y animales es precisamente el acto de matarlos. Se trata de una práctica muy frecuente, pero está invisibilizada. Hace un par de años, mientras rodaba Urpean Lurra (2019), filmé una escena donde mataban a un cordero. A pesar de que ese material no entró en la película, las imágenes se me quedaron grabadas. Ese fue el germen del proyecto. Me apetecía dar un paso más y cuestionar directamente la relación que mantenemos con los animales. Una relación de cuidados y violencia, con todas sus contradicciones.
¿Tenías claro desde el principio que las imágenes explícitas de la matanza serían el núcleo de la película?
La verdad es que no. Ese fue el punto de partida, pero no sabía la importancia que tendrían al final. De hecho, me generaba mucho conflicto. Son imágenes explícitas y me resultaba difícil mostrarlas, pero al mismo tiempo sentía la necesidad de hacerlo. Para rodar esta película me fui durante tres meses al pueblo donde nací, una comunidad en el Pirineo navarro. Llegué allí en el mes de marzo, durante las últimas matanzas, así que eso fue lo primero que filmé. Quería contar la experiencia de forma cronológica, por lo que durante la fase de montaje decidí colocar esas imágenes al principio. Me preocupaba generar una empatía con los animales para luego matarlos, por eso preferí hacerlo de forma más directa.
La película se centra principalmente en los gestos y las acciones. Prácticamente no vemos rostros humanos. ¿Era esa tu intención?
Pues sí, de alguna forma también estaba respondiendo a mis otras películas. Creo que todas mis obras son parte de un proceso común en el que unas dialogan con las otras. En 592 metroz goiti toda la emoción estaba conectada con los rostros humanos. A través de estos rostros empatizamos y nos emocionamos. En este caso tenía ganas de encontrar la sensibilidad en otros lugares. En realidad, las que están trabajando aquí son las manos. Son ellas las que se relacionan con otras especies. Son ellas las que ordeñan, las que esquilan, las que matan. Me interesa cómo esas manos habitan las contradicciones, los cuidados y la violencia hacia otras especies. Me parecía interesante pensar en esa gestualidad y en cómo podía transmitir la emoción a través de las acciones.
¿Por qué decidiste trabajar con celuloide por primera vez?
Antes de comenzar la película estaba un poco cansada, porque había hilado un trabajo tras otro durante los últimos 3 años. Cuando recibo la propuesta de Punto de Vista me planteo seriamente si tengo ganas de hacerlo de la misma forma, y la respuesta es que no. Con la manera que tenía de trabajar siempre se repetían las mismas estrategias. Mi actitud era la de ir filmando todo, esperando a que algo ocurriese para entonces responder con mi cámara. Estar presente pero invisible, generando mucho material que luego era difícil de ordenar. Tenía ganas de trabajar de otra manera y creía que el 16mm podía ser una buena opción. Pasar de un estilo de filmación observacional a uno más activo. El celuloide es caro, tenía carretes de 3 minutos y las tomas eran de 30 segundos como máximo. Había una serie de limitaciones con las que tenía ganas de trabajar para poder relacionarme con lo que estaba filmando desde otro lugar. Quería ser más activa y asumir más responsabilidad en la composición de la película. También necesitaba una distancia, y esa distancia me la proporcionaba el celuloide. Las texturas que imprime en la imagen establecen una relación temporal diferente. Por otra parte, me parecía que el riesgo principal era la estetización. No quería que todo acabase cubierto por una pátina de belleza, pero necesitaba trabajar con esa distancia: grabar las imágenes y no poder verlas inmediatamente, tener un tiempo de espera y tomar decisiones mucho más conscientes, intentar filmarlo todo en el menor número posible de tomas, montar en cámara…
Ya que mencionas la estética y las composiciones, hablemos del color. A pesar de que en la película predominan otros tonos, el rojo consigue dominarlo todo con apenas unas pinceladas.
El título original de la película era Rojo, pero finalmente decidí emplear el nombre en euskera. El gorria no solo se utiliza para designar un color, sino que también habla sobre la intensidad. Es el color de la fuerza, de la crudeza, del descarnamiento,… Me interesaba porque ampliaba un poco el significado original del título. Me parecía interesante pensar la película a través del color. Es cierto que, aunque predominen otros tonos, el rojo tiene mucha fuerza. El propio celuloide se quema hacia los tonos rojizos. Es el color que más perciben los animales. Es el color con el que marcan a las ovejas cuando han matado a sus corderos. Decidí el título antes de saber muchas de estas cosas, pero al descubrirlo fue adquiriendo un mayor significado.
¿Ha cambiado de alguna forma tu relación con el tema al hacer la película?
Me encuentro dividida. Por un lado, hay una parte de mí que naturaliza estos procesos de vida y muerte en las relaciones con los animales, pero hay otra que no. La película también surge de ahí, de esa incomodidad. Creo que mi relación con el tema sigue siendo compleja. Estaba en la duda y sigo en la duda. Tal vez está bien quedarse ahí. No me apetece tener una posición dogmática al respecto. Me interesa mucho lo de vivir en la contradicción. Cuidar al animal, quererlo, y a pesar de todo saber que tienes que matarlo. Lo que vemos en Gorria ocurre en un lugar muy pequeño y excepcional, pero no es lo habitual en la industria cárnica. En general se intenta hacer desaparecer al animal de todos estos procesos. Se desingulariza a través del despiece. Cuando la gente va a consumir carne, todo se ha vuelto filete, solomillo, pierna, muslo, lengua… Se convierte en un referente ausente. Con la película también intentaba mostrar ese proceso de invisibilización.
Tus últimas obras han estado conectadas con el Valle del Arce, tu tierra natal. ¿Crees que en el cine es necesario hablar desde lo personal y conocido?
Yo hago cine porque quiero relacionarme con mi entorno, quiero hacerme preguntas, quiero compartir con otras personas y hablar sobre sentires que nos afectan. Inevitablemente eso siempre lo hace personal, aunque lo haga en otro sitio. Ahora mismo mi lugar es este, es aquí donde quiero vincularme, pero también entiendo a la gente que hace cine desde una curiosidad. En realidad, en todas mis películas hablo de cosas conocidas a las que de otra forma no me acercaría. Para mí, el cine es una forma de enfocar, tomar decisiones e ir a lo concreto. De otra forma, la realidad se me hace muy compleja. Creo que eso lo puedes hacer en tu tierra o en otro lugar, pero de momento a mí me sale hacerlo aquí.
En alguna ocasión has mencionado que encontraste tu responsabilidad como cineasta en el cine antropológico.
Cuando me fui a Mánchester para estudiar Antropología Visual mi motivación era descubrir qué tipo de cine quería hacer. Me ayudó a encontrar una honestidad y descubrir cómo quiero trabajar, qué tipo de imágenes y narrativas quiero generar, y qué efecto tiene eso en mi entorno. Lo vivo más como una responsabilidad hacia mí misma. Encontrar ese lugar honesto desde el que puedo hablar y compartir. En realidad es algo que está en constante negociación. En cada película te lo vuelves a plantear mil veces. Durante el rodaje, en la sala de edición y sobre todo cuando recibes la respuesta del público. No creo que vaya a llegar el momento en que sepa la respuesta. Es una búsqueda constante, y quiero que sea así, porque eso significa que el cine me transforma de alguna forma.
Hasta el momento, has escogido la vía del documental. ¿Te planteas enfocar los mismos temas desde otro formato?
La verdad es que sí. Justo ahora estoy pensando en una ficción. El documental es una herramienta muy válida para relacionarse con la realidad, pero a veces también tengo ganas de probar otras opciones. Me parece que las cosas que se hibridan un poco son mucho más interesantes. Creo que en Gorria he hecho un ejercicio mucho más consciente en esa dirección. Una preparación de planos, una puesta en escena un poco más elaborada… Ahora mismo estoy trabajando en una idea para una película, ambientada en el mundo rural y basada de alguna forma en hechos reales, pero creo que será una ficción.
Tus dos películas anteriores, 592 metroz goiti y Urpean Lurra, componen un díptico sobre las consecuencias de la construcción del pantano de Itoiz. ¿Por qué considerabas que eran necesarias dos películas para contar esta historia?
592 metroz goiti surge dentro del máster de Antropología Visual. En ese momento me planteo qué es lo característico de mi valle y me doy cuenta de que hay un fantasma, que es el pantano de Itoiz, al que no había querido mirar en los últimos años. Yo era una adolescente cuando se inundaron los pueblos, y desde pequeña había estado muy presente en la lucha. Fue un movimiento social muy amplio, con mucha gente implicada, y de verdad creíamos que lo íbamos a impedir… Para mí las películas nacieron de un deseo de no olvidar todo aquello. Entender que no es algo del pasado, sino que sigue afectando al presente de este valle. Por mucho que quieras mirar hacia otro lado su presencia sigue ahí. Sentía que había pasado suficiente tiempo como para poder afrontarlo, así que la primera película nace de esa pregunta. “¿Cómo vivimos 15 años después de la construcción del pantano?”. Estructuré la historia a través de la vida de una ganadera y un guardia forestal que viven por la zona. Uno de ellos vio como el pantano inundaba su casa, pero a día de hoy, por su trabajo con las aves, todavía se acerca a diario a la zona. Empecé a tirar de ese hilo y así surgió el primer cortometraje, que era más observacional.
Pero sentías que faltaba algo.
Sentía que de alguna forma me había quedado en la ‘periferia’. No había explorado lo que hay debajo del agua, tan solo la vida por encima de la cota de 592 metros. Por eso decidí que debía hacer otra película sobre lo que estaba sumergido. En ese momento ya tenía acceso al archivo de los Solidari@s con Itoiz, un grupo ecologista y activista en contra de la construcción del pantano. Eran cerca de 80 horas filmadas de acciones ecologistas y de sabotaje. Ahí empezó un proceso bastante diferente al de la primera película, que consistía en revisar todo este archivo y relacionarlo con imágenes del presente. Por otra parte, encontré una nueva forma de acceder al lugar: los sueños. Durante el rodaje del primer corto mucha gente empezó a hablarme de los sueños que tenían sobre las tierras inundadas. Me pareció que los sueños eran una forma de resistir, la única manera de volver a aquel lugar anegado por el agua. Finalmente, compuse Urpean Lurra con esos tres elementos: el paisaje, el archivo y los sueños.
¿Das por terminado este capítulo o crees que aún te quedan ángulos por explorar?
Creo que todavía quedan muchas formas de acercarse al tema, porque el capítulo no está cerrado. De hecho, estas películas tal vez lo han abierto todavía más. Hay mucho material de archivo sin utilizar y sigo teniendo una fascinación por este lugar. Cada vez que el pantano baja, dejando al descubierto las ruinas de los pueblos, siento el deseo de volver. No creo que esto acabe así, pero me parece que ahora no es el momento de seguir trabajando en ello.
De alguna forma, las grabaciones de los Solidari@s con Itoiz ayudaron a preservar la memoria del territorio. ¿Compartes esa motivación? ¿Crees que los espacios y costumbres que retratas están en peligro o eres optimista?
Soy más optimista. Creo que todavía hay gente en la resistencia. Desde luego no lo retrato con una mirada nostálgica. Hay gente que hace una lectura melancólica de mis obras, pero mi deseo no es preservar algo que está desapareciendo, sino más bien acompañar a esas personas que siguen luchando. No es que sea más optimista, pero prefiero enfocarme en estas excepcionalidades.
En los últimos años hemos asistido a un ‘resurgir’ del mundo rural en el cine, pero casi siempre cargado de cierto exotismo. Tu obra no transmite para nada esa sensación.
Me alegro, porque no era mi intención. Hay un interés por honrar las maneras y los conocimientos más ancestrales, pero también por darles una vuelta. Creo que la forma que vemos de tratar a los animales en Gorria es bastante única. En el pueblo han aprendido de tradiciones anteriores pero también tienen nuevas formas de hacerlo. Lo cierto es que uno de mis miedos con la película era precisamente acabar exotizando todo, que pareciera muy idílico. Por eso me parecía que era importante mostrar la parte más cruda de la violencia, para que no fuese simplemente una postal del rural. Tener animales implica matar y hacerles daño. Creo que en ese sentido la película se aleja de la nostalgia y se centra en mostrar las complejidades.
¿Crees que el cine puede ayudar a preservar y asegurar ese futuro en el rural?
Creo que la palabra preservar me provoca un cierto rechazo. O quizás sea la mezcla de «preservar» y «rural». La preservación puede ser una de las múltiples funciones del cine, pero no es la que más me interesa. A mí me interesa mucho más una función del cine que genere relaciones, que provoque cambios, que afecte, que ayude a pensar nuevas maneras de estar. Creo que el cine puede generar alianzas en el mundo rural, puede señalar problemáticas, puede enseñar nuevas maneras de vivir. Imagino un mundo rural que esté en constante cambio, que se regenere. Me asusta la explotación y el expolio que sufre el campo hoy en día: canteras, pantanos, bosques. Me asusta también el abandono institucional y la marginalización. Pero también estoy muy en contacto con nuevas maneras de vivir en él. Es un mundo rural que cambia. No siento que necesite preservarse tal y como es sino encontrar nuevas formas de ser. Me enfoco en aquellos ejemplos donde veo que, a través de la fuerza colectiva, se pueden cambiar las cosas y resistir al capitalismo bestial que sufrimos. El cine que puede ayudar a estos lugares es un cine comprometido con su realidad actual, un cine que no habla «sobre» un lugar sino «desde» un lugar y que presta atención a los relatos de convivencia, para crear otras narrativas más allá de los relatos maniqueos y antropocéntricos.