MARÍA RUIDO, UNA OVERLOQUISTA

Con la entrevista a sus padres como epicentro, La memoria interior (2002) aproximaba un seismo subjetivo, constituyente a la vez del biotopo audiovisual de María Ruido (Pidre, Ourense, 1967). Era ahí –donde la biografía parte el temblor de un retruécano: la memoria del trabajo, el trabajo de la memoria. Aún lo es, no dejó de serlo nunca; a lo largo de diez años, extraida ahora ElectroClass de los sótanos de Euskal Telebista (ETB), sucesivos viajes videográficos han repetido –y por lo tanto diferido– el camino que se extiende entre las palabras de la casa materna, «tremendamente piedra», y una fábrica de carbón prensado en Frankfurt.

«Igual que una overloquista con una prenda, empiezo el ensamblaje de las piezas de esta narración». De las performances que preceden el(os) ensayo(s) de Ruido, entre ellas La voz humana (1997), quedará sobre todo la evidencia del cuerpo. Asimismo, en un mundo en el que la fábrica es la vida, la metáfora textil de Ficciones anfibias (2005) se literaliza: montar ropa o coser imágenes, ambas tareas requieren unas manos a tiempo completo, tanta o más respiración que inspiración. Esta fuerza de trabajo recompuesta durante el posfordismo, la cual opera a despecho de la anterior división industrial y se proletariza en el vientre de las representacións y de los afectos, es el sujeto que centra el «jeannedielmanismo» de Tiempo real (2003), la «sonrisa telefónica» de Zona franca (2009). Pero no sólo se trata de enhebrar los lugares y las estrategias de la explotación capitalista, sino también de habitar las costuras corporales que escamotea, precisamente, un montaje virtuoso de las palabras y las cosas; esto es, de la exigencia feminista de un «conocimiento situado» frente al no-lugar desde el que hablaría el teleoperador –montador de discursos y acaso epítome de esta ancha precariedad. Se trata pues de resistir en las junturas.

Izquierda: una imagen de 'La memoria interior' (2002); Derecha: una imagen de 'ElectroClass' (2011)

Si María Ruído ha auscultado, en este cuerpo social posfordista, el tránsito plural de las deslocalizaciones y de las nuevas servidumbres, en cuanto a la memoria situaba su campo de batalla en el archivo. Un cierto desquite de los documentos ante la síntesis erecta del monumento, de la memoria contra la uni(vo)cidad del discurso histórico, atraviesa el díptico del Plan Rosebud («La escena del crimen» y «Convocando los fantasmas») y la serialidad de ElectroClass. En el primero, la resonancia del título con el trineo de Citizen Kane (Orson Welles, 1941) declara en primera instancia la agencia de las cosas –«cuasi-objetos», al decir de Bruno Latour– respecto a la Historia como poética de saber. El cementerio de san Francisco, la Isla de san Simón, el Valle de los Caidos, Eden Camp o, final y circularmente, la retirada de la estatua ecuestre de Franco en Ferrol, son materia sometida a exámen benjaminiano –en busca de lo que «resplandece de una vez y para siempre en el instante de su cognoscibilidad–, cuando no a la «fantasmología» del Derrida tardío. El contraplano de Rosebud lo es, por último, al relato modélico de la Transición, aponiéndole el espectro de Manuel Amor –sindicalista out of joint– al consenso pactado en la Moncloa en 1979. Dicha entrevista, puntuada por la enfermedad de Amor como testimonio del astillero al que sucedería la amnesia de la reconversión, conlleva el enésimo retorno corporal pero también, por la intensidad del encuentro, un segundo seismo –puede que el de Hamlet al lado de su padre.

El choque postelevisivo de ElectroClass retoma en Bilbao el ciclo de contrarrevoluciones enmarcado por Númax presenta (1979) y Veinte años no es nada (2005), de Joaquín Jordá. Lo hace rodeado de antecedentes no conciliados –Pasolini, Kluge, Weill, Farocki, los Stranglers– que se suman a los de una nómina activa, siempre en curso: Kafka, Akerman, Steyerl, Crash, Goethe, Virno, Mulvey, Rosler, largo etcétera. Al fin y al cabo, la mesa de montaje de una overloquista como María Ruido ha sabido, además de convocar fantasmas e escudriñar las escenas del crimen, construirse una genealogía. He aquí también la prueba de que todo pensamiento, incluso el audiovisual, es un acto de creación generoso.

 

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