MATTHIAS & MAXIME, de Xavier Dolan

I saw love disfigure me
Into something I am not recognizing.

Song for Zula

 

Xavier Dolan ha cumplido treinta años y lo hace reivindicando la duda, la amistad y las canciones pop. Matthias y Maxime, su última película, llega tras el terremoto que provocó el Gran Premio del Jurado para Juste la fin du monde en el Cannes de hace cuatro años, y la malograda The Death & Life of John F. Donovan (2018), en la que el complicado proceso de postproducción hizo que el director cortase à la Malick todas las escenas de Jessica Chastain. La crítica fue más o menos unánime al considerar estas dos últimas películas como dos fiascos: griterío, histerismo y excesos por doquier.

Matthias y Maxime supone su octava película, y una vuelta a un Quebec que nunca ha abandonado, para presentar a un grupo de amigos que se reúne un fin de semana en una casa junto a un lago a las afueras de Montreal. Debido a una apuesta (perdida), Matthias (Gabriel D’Almeida Freitas) y Maxime (interpretado por el propio Dolan), amigos inseparables desde la infancia, aceptan protagonizar un cortometraje estudiantil, dirigido por la insufrible hermana de uno de los amigos del grupo, en el que deben besarse. La cámara corta antes del momento y el espectador no llega nunca a presenciar el instante. Matthias y Maxime, aparentemente, continúan con sus vidas.

Maxime está inmerso en los preparativos para mudarse a Australia, huyendo de la precariedad, de su familia y, probablemente, de sí mismo. Antes debe dejar a cargo de su tía la tutela de su madre (Anne Dorval, quien ya interpretó a varias de las “madres” de los films de Dolan), abusiva y exadicta, que se resiste con fiereza a cualquier ayuda asistencial. De nuevo, varias de las señas identitarias del cine de Dolan se condensan en la historia de Maxime: las grietas de la familia disfuncional (como en Juste la fin du monde), las tensiones materno-filiales (reflejadas en Mommy o J’ai tué ma mère) o la ausencia de la figura del padre. El propio Dolan aseguró en entrevistas posteriores al pase en Cannes que no sentía la necesidad de contar con figuras paternas en su cine.

En el otro extremo de esta particular balanza emocional está Matthias. Abogado prometedor, con pareja estable y encaminado hacia la vida adulta, parece resignarse a que la marcha de Maxime significará el inevitable fin de su amistad y, por extensión, de una parte de sí mismo. Sin embargo, el beso eludido en la pantalla y que nosotros, los espectadores, apenas vemos durante unos segundos como un reflejo durante la proyección del cortometraje, le perseguirá y le atormentará. Una no imagen que hará aflorar, en ambos, sentimientos quizá negados y rechazados durante años.

Al igual que la marca rosácea que recorre el rostro de Maxime, el beso entre ambos es una huella indeleble imposible de esconder. Funcionará como un catalizador de todo aquello que callan y no expresan: la pulsión sexual, los cimientos tambaleantes del deseo y los íntimos tentáculos de la amistad masculina que dan pie al amor más intenso. Porque, en palabras del propio director, Matthias y Maxime trata de la amistad y del amor, pero también de la fragilidad y la vulnerabilidad que supone ser uno mismo desde la mirada de los otros pero también debido a esa misma mirada de los otros.

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