Novos Cinemas 2021: Latexos

El planeta, de Amalia Ulman

El planeta, de Amalia Ulman

Que los festivales de cine cuenten con una sección competitiva como la que propone Novos Cinemas bajo el nombre de Latexos debería ser de obligado cumplimiento. Por necesidad, por justicia, para que todas esas primeras o segundas propuestas, que puedan quedar fuera incluso de los circuitos no tan convencionales, tengan su espacio. Para que podamos escuchar nuevas voces que se atreven a jugar con el lenguaje y a incendiar las reglas. Voces en las que no es complicado adivinar ecos y «latidos» de lo que puede llegar a ser una brillante carrera. Otras perspectivas de ver y enfrentarse a las cosas que no merecen caer en el olvido.

Este año, observamos en Latexos una gran variedad entre las 4 propuestas a competición, que van desde la ficción más íntegra hasta el documental autobiográfico, pasando por el ensayo cinematográfico. En las siguientes líneas profundizaremos en cada una de ellas:

EL PLANETA

Amalia Ulman es una joven artista multidisciplinar de origen argentino afincada en Los Ángeles, pero vivió hasta los 18 años en Gijón, la ciudad donde se ambienta su película. Su trabajo suele girar en torno a cuestiones de género y clase, y en El planeta, su ópera prima, vemos un despliegue de todo lo que le preocupa a la autora. Asistimos a una especie de comedia negra cuyo trasfondo principal es un desahucio, pero que no se contenta con ser simplemente una película social. El planeta es la única obra puramente de ficción de Latexos, así como la que más se adapta a una narrativa lineal y convencional. No obstante, hay numerosos detalles y elementos que la apartan de la rigurosidad y el clasicismo, presentando una mirada personal, íntima y con mucha pegada. Personalmente, ha sido la obra que más me ha gustado, por su mezcla de géneros, por su amable y aguda convivencia entre el drama y la comedia, y por tener un marcado corte feminista para nada discursivo, sino más bien lo contrario. Es una película libre y viva, que llena todos los espacios que propone, y enciende luces en medio de un contexto gris, decadente y hasta infame.

El uso de unas transiciones al “estilo Star Wars” puede llegar a desconcertar al principio, pero una vez accedes al universo de los personajes y su precario y desenfadado estilo de vida, la verdad es que le sientan muy bien a la historia. Más que extrañeza, aportan mucha personalidad a la cinta y permiten crear elipsis narrativas para nada convencionales, además de funcionar como contrapuntos entre unas secuencias y otras. Las protagonistas son madre e hija, tanto en la ficción como en la vida real. Dos antiheroínas, dos supervivientes, dos estafadoras muy carismáticas, empujadas al abismo y a la negación de su precariedad. Todo ello narrado desde un punto de vista diferente, cercano, personal, que se aleja de ese cine social donde los pobres son siempre los buenos y que muestra una actitud muy protectora hacia ellos.

LA LUNA REPRESENTA MI CORAZÓN

Una madre les pide a sus hijos que no piensen en su padre, que se olviden de él. Este documental autobiográfico comienza con el regreso a Tailandia del cineasta Juan Martín Hsu. Al principio, todo transcurre como una aventura de descubrimiento sobre el misterio que envuelve a la muerte de su padre. Es una película muy sucia en sus composiciones, con la cámara tiritando en muchas ocasiones, pero esto se combina con otros momentos de intimidad donde la cámara se vuelve estática y respira. En este sentido, hay escenas que funcionan y otras que no tanto. No obstante, hablar de escenas en esta película es complejo, ya que los límites están deconstruidos, empezando por una puesta en escena muy voyerista, como si el director estuviera espiando a su propia familia. Hay una marcada búsqueda de naturalidad, y un ejercicio impresionante de compartir todo el proceso creativo, de enseñar las tripas —algo que no le sienta mal a la obra, y hasta supone un acierto en muchos aspectos. El problema es que esa naturalidad es imposible de conseguir, porque en el momento en que colocas la cámara ya estás acotando, interviniendo y despojando la realidad para elegir el fragmento que más te interesa: la manipulación sigue existiendo. Por otro lado, la convivencia de los idiomas funciona. Asistimos también a la historia del reencuentro con su madre, que aporta los mejores momentos de la película.

Aparte de este conglomerado de recursos cinematográficos, se adosan ciertas partes de ficción que recrean siempre lo que acaba de contar la familia. Esto es algo que no aporta mucho, y al final solo sirve para añadir minutos que se antojan innecesarios y entorpecen la progresión natural de la narración, creando pequeñas burbujas artificiales dentro de un discurso que persigue la verdad y se abre camino desde la intimidad. No está claro si este conjunto de acercamientos visuales funcionan como un todo, ya que generan un caos que difumina el tono y el lugar al que se propone llegar el cineasta: donde habita la redención y la reconciliación.

En cuanto a la suciedad en la imagen, muchas veces bienvenida, a veces no lo es tanto. Por ejemplo, la madre sabe que está siendo grabada, hay mucho ruido por todas partes, conversaciones que se pisan, música de fondo, tráfico, tareas domésticas… Toda esta mezcla y bullicio se convierte en un arma de doble filo: por un lado, enriquece y acerca la cotidianeidad, deshace el artificio fílmico; por otro, empaña el discurso y hace que pierda una dirección clara. Aun así, estas situaciones de «barullo» ofrecen momentos maravillosos que no se podrían haber obtenido de otra forma, como cuando un miembro de la familia toca la guitarra en primer plano mientras la madre, fuera de cuadro, le cuenta a su hija una historia. Resulta chocante al principio, pero la suma de esos elementos inconexos confieren una extraña y atractiva unidad a la escena, elevándola.

No existen treinta y seis maneras de mostrar cómo un hombre se sube a un caballo, de Nicolás Zukerfeld

No existen treinta y seis maneras de mostrar cómo un hombre se sube a un caballo, de Nicolás Zukerfeld

NO EXISTEN TREINTA Y SEIS MANERAS DE MOSTRAR CÓMO UN HOMBRE SE SUBE A UN CABALLO

Este año hubo una mención especial para esta cinta ensayística dirigida por Nicolás Zukerfeld, que se articula pivotando sobre diferentes imágenes del cine clásico y de la obra de uno de los más grandes autores de aventuras: Raoul Walsh. La cinta se acerca más a un ejercicio de investigación con un fin expositivo-didáctico que a una película en sí misma, aunque no quiero entrar a divagar sobre lo que es o no una película, porque tampoco creo en los límites. Sin embargo, personalmente, me siento ajeno a este material. Quizá sea porque abunda la reiteración, aunque ese sea el eje y la intención principal: la de enseñar cómo existen distintas maneras de contar una misma situación. Para ello, la película abraza lo puramente académico. Presenta un gran trabajo de recolección, pero la narrativa no existe como tal. Con un corto podría haber sido suficiente. Las señales de fatiga comienzan a notarse ya a partir de los primeros quince minutos.

Así, la cinta cabalga (nunca mejor dicho) entra la anécdota etnográfica y una labor de archivo casi imposible. Vemos los mismos paisajes, casi los mismos planos y encuadres, gente subiendo y bajando de caballos, y aunque ese sea solo el punto de partida, desde mi extremadamente humilde e iniciática opinión, no hay nada en la película que justifique una duración superior a los 15 minutos. Más adelante, se engarzan imágenes de diferentes escenarios, ya no solo hombres o mujeres subiendo y bajando de caballos: ahora aparecen tormentas, personas enfermas, se van estableciendo ciertas uniones y paralelismos interesantes y existe la sensación de que algo avanza, de que hay algo que impulsa hacia delante el metraje. Puertas que se abren en un mundo y se cierran en otro… La esencia del cine al descubierto. El cine como el arte de imitación que es. La obra tiene el carácter pleno de un ensayo cinematográfico excesivamente fiel a sí mismo. En su segunda parte, una voz en off sobre negro reflexiona durante 20 minutos sobre lo que acabamos de ver. Mi sensación es extraña. Tiene algo épico la cinta, algo encomiable, pero no logro conectar con ella. Y al final la inevitable y evidente conclusión de que existen infinitas formas de mostrar cómo un hombre se sube a un caballo, o cómo entra en una habitación, o cómo se representa una tormenta… Pero el cineasta clásico nos hará creer que la que ha elegido es la mejor y la única posible.

918 GAU

El premio de esta edición de Latexos, otorgado por el jurado compuesto por Iria Silvosa (Numax), Carla Blanco (Zumzeig), Manuel Asín (Círculo de Bellas Artes), Víctor Paz (Duplex Cinema) y Javier Pachón (CineCiutat), fue para una película con un fuerte trasfondo político, pero que no insiste sobre este conflicto en su desarrollo. Algo que confunde al principio y luego sorprende, para acabar dejando una fuerte sensación de veracidad, alejada de convencionalismos y de caminos donde acechan los tópicos más comunes y los que no lo son tanto. 918 Gau es una experiencia muy personal, íntima y honesta, nada gratuita, que se va dibujando con una lírica que utiliza diferentes recursos audiovisuales. La directora los desgrana en un vaivén constante de fotografías, recortes, imágenes ficcionadas, sonidos,… Es una película muy pegada a la carne, a los cuerpos, a lo que significa estar de verdad en prisión (Arantza Santesteban, la directora, fue detenida en 2007 y pasó 918 noches encerrada). Araña hasta el punto de arrancar la costra de las heridas. Hay incluso algo de ritualidad en ella. No hay, en cambio, romanticismos. No es un discurso, huye de todo esto. Se palpa la injusticia y el retrato social como una segunda atmósfera que navega sin necesidad de timón ni de refuerzo, sin gritar. Esto es otra cosa, y brindo porque así sea.

918 Gau no es una película cegada de ideología. No se queja ni reivindica nada concreto, ni siquiera la libertad como un concepto general, pero sí se sumerge en la personal. Su fuerza y su gran acierto es su directa y para nada artificiosa subjetividad, una naturalidad e intimidad que incendian cada plano, que te golpea, porque nadie puede estar preparado para esto. La cinta toma riesgos: hay mucha exposición y contraposición, y eso dignifica y eleva el relato. La sitúa en un lugar diferente, un espacio pocas veces visitado y difícil de alcanzar, porque significa mirarse a uno mismo, ponerse delante del espejo y vaciarse, aunque duela. Es un acto de catarsis, depurativo. De esta forma, la película se convierte en un drama carcelario autobiográfico, impactante y demoledor, narrado desde la vida misma. Aquí todo huele a fantasmas, a aire viciado, a sudor, y a un lugar gris que se graba a fuego en la piel y que será ya por siempre un compañero de viaje. Arantza Santesteban eligió el sendero difícil para contar su historia, y ante eso solo se puede reflexionar y aplaudir.

918 Gau, de Arantza Santesteban

918 Gau, de Arantza Santesteban

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