EL ESPECTÁCULO DE LA VIDA

Brad Pitt en 'The Tree of Life', de Terrence Malick

El relato va, vuelve, muta, no hay forma de quitárnoslo de la cabeza: tenemos la estructura narrativa marcada a fuego en el pensamiento, en nuestro propio lenguaje. Cada vez que intentamos articular dos frases, dos ideas o dos imágenes creamos vínculos que, sumados, nos llevan hacia algún sitio. Pasada la fase heroica modernista, en la que los artistas exploraron los límites del discurso y del lenguaje (pensad en Beckett, pensad en la dificultad de entender sus obras y en la fascinación que producen), la postmodernidad no tuvo reparos en jugar con las convenciones del relato, provocando, en parte, su desgaste: las citas más o menos explícitas, la libre combinatoria de géneros, registros y formatos, y sobre todo la inflación de experimentos narrativos y temporales prepararon el terreno para que los cineastas del nuevo milenio buscasen la inspiración más allá del relato.

En estas circunstancias, una de las tendencias más relevantes de la década pasada fue el cine del vacío, representado por una serie de filmes posnarrativos como La libertad (Lisandro Alonso, 2001), Gerry (Gus Van Sant, 2002), 不散 (Goodbye Dragon Inn, Tsai Ming-liang, 2003), แสงศตวรรษ (Syndromes and a Century, Apitchapong Weerasethakul, 2006) ou El cant dels ocells (Albert Serra, 2008). Estos títulos rechazaban abiertamente las reglas clásicas del relato, por lo que en vez de una historia sólo ofrecían rastros de una historia. Su vacío era directamente ontológico, de forma que en su metraje los acontecimientos perdían importancia en favor de la atmósfera, la capacidad de evocación de las imágenes y de su sentido de la temporalidad.

Syndromes and a Century (Apitchapong Weerasethakul, 2006)

Syndromes and a Century (Apitchapong Weerasethakul, 2006)

In the Mood for Love (Wong Kar-wai, 2000)

In the Mood for Love (Wong Kar-wai, 2000)

Frente a esta desaparición del relato, las películas de la década pasada que aún tenían historias que contar truncaban voluntariamente las expectativas del público al evitar la clausura: no sólo dejaban su intriga sin resolver, es que además sus finales negaban activamente la posibilidad de que alguien, ya fuesen los espectadores o bien los propios personajes, pudiese saber con certeza que era lo que realmente había ocurrido. Pensad en 花樣年華 (In the Mood for Love, Wong Kar-wai, 2000), en Mulholland Dr. (David Lynch, 2001), en 살인의추억 (Memories of Murder, Bong Joon-ho, 2003), en Caché (Michael Haneke, 2005). Sus misterios todavía hoy prevalecen. Pensad sobre todo en La question humaine (Nicolas Klotz, 2007), en Zodiac (David Fincher, 2007), en Das weisse band (Michael Haneke, 2009). Sus misterios prevalecen porque no hay ningún demiurgo que pueda resolverlos.

Estas dos tendencias continúan en el último lustro, porque los ciclos del arte no coinciden con los ciclos del calendario. Leviathan (Lucien Castaing-Taylor & Véréna Paravel, 2012), por ejemplo, llevó la voluntad posnarrativa a uno de los temas clásicos del cine etnográfico: la pesca en alta mar. La novedad frente a Drifters (John Grierson, 1929) o Men of Aran (Robert J. Flaherty, 1934) es que esta vez vemos esta actividad desde el punto de vista de los peces, asumiendo además su sentido de la temporalidad. Desde esta perspectiva, Leviathan es un auténtico film de horror, porque lo único que muestra es muerte y destrucción: peces que pasan de repente del agua y de la vida al barco y a la muerte, cuando no son devorados antes por las gaviotas… Los humanos, mientras tanto, parecen no saber qué hacer con su tiempo libre, como muestra ese plano absolutamente maravilloso en el que un marinero se duerme delante del televisor durante cuatro minutos y veinte segundos. En esta imagen, Castaing-Taylor y Paravel encontraron el icono definitivo, con autocrítica incluída, del cine del vacío.

24 Leviathan 1

Leviathan (Lucien Castaing-Taylor & Véréna Paravel, 2012)

Leviathan (Lucien Castaing-Taylor & Véréna Paravel, 2012)

Los relatos frustrados, por su parte, también tienen ilustres representantes en este lustro, como Bir zamanlar Anadolu’da (Nuri Bilge Ceylan, 2011), en el que la investigación oficial se revela incapaz de resolver todos los enigmas que rodean un crimen, o A torinói ló (Béla Tarr, 2011), en donde el fin del mundo es un hecho incontestable, pero todo lo que lo rodea resulta opaco e inexplicado. Estas películas renuncian a atar cabos para estimular así una decodificación activa – caso de Bir zamanlar Anadolu’da – o incluso para señalar que su significado está más allá del relato – o A torinói ló. La explicación de estas películas no está, por lo tanto, en lo que pasa en ellas, sino en lo que implica aquello que pasa.

El Retorno del Bildungsroman

Con estos precedentes, una de las mayores sorpresas del último lustro fue la aparición de una serie de películas que apostaban abiertamente por recuperar una estructura narrativa tan clásica como el relato de aprendizaje: películas como The Tree of Life (Terence Malick, 2011), Frances Ha (Noah Baumbach, 2012), Oh Boy (Jan Ole Gerster, 2012), Inside Llewyn Davis (Joel & Ethan Coen, 2013), La vie d’Adèle (Abdellatif Kechiche, 2013) ou Boyhood (Richard Linklater, 2014) cuentan historias de personajes débiles y quebradizos, en proceso de construcción, a los que tampoco es que les pase gran cosa pese a que tengan que afrontar continuos reveses a lo largo del metraje. En estos relatos, los acontecimientos pierden importancia frente a la captura de una determinada atmósfera asociada a una etapa vital, que suele ser la infancia o la juventud.

Algunos de estos bildungsromans desarrollan sus relatos mediante una sucesión de episodios más o menos cómicos que registran el fracaso sistemático de sus personajes, como ocurre en Frances HaOh Boy e Inside Llewyn Davis. La mayoría de las veces, estas desventuras no son fruto de la mala suerte ni de la adversidad, sino de las decisiones equivocadas de los personajes, el resultado de una combinación fatal de inmadurez, delirios de grandeza y desorientación vital. Frances, Llewyn y Nico son los únicos responsables de su destino, ya sea para bien (Frances), para mal (Llewyn), o bien para no-se-sabe-qué-va-a pasar (Niko). Los episodios de su infortunio son, en realidad, lo contrario de un acontecimiento: Llewyn va hasta Chicago lleno de expectativas, pero lo que encuentra allí es la nada, más de lo mismo, la constatación de que su estancamiento no es transitorio sino estructural. Esta negación permanente de una salida airosa los hace más humanos, más complejos, incluso entrañables por momentos, y aumenta la empatía del público hacia ellos, porque más que reconocernos en sus peripecias, nos reconocimos en su estado emocional, que es el gran tema de estos bildungsromans: películas sobre el tránsito de la juventud a la edad adulta, de la inmadurez a la madurez, de los ideales a la realidad, del fracaso a su progresivo reconocimiento.

Frances  Ha (Noah Bambach, 2012)

Frances Ha (Noah Bambach, 2012)

Frente a la estructura episódica de estos trabajos, The Tree of Life, La vie d’Adèle o Boyhood son obras más orgánicas que se esfuerzan por capturar la fugacidad de la vida a través de distintas estrategias. Terrence Malick, por ejemplo, emplea un montaje caleidoscópico en The Tree of Life para evocar la mezcla de las diversas temporalidades simultáneas que conviven en la mente de Jack O’Brien: su presente como adulto, el pasado traumático del suicidio de su hermano, el pasado no siempre arcádico de su infancia, el pasado remoto del origen del universo, y el futuro hipotético de su reencuentro en el más allá con sus seres queridos -esa playa neokitsch que hizo sufrir de vergüenza ajena a todos los detractores de la película. Todas estas temporalidades conviven en la mente del protagonista como un remolino de recuerdos, sensaciones y sentimientos equivalente al remolino que todos llevamos dentro, al margen de cuáles sean nuestras respectivas vivencias. La dimensión cósmica y espiritual de The Tree of Life, no obstante, está anclada en una determinada experiencia material: *Texas, años cincuenta, la vida familiar de los O’Brien. Lo universal, en esta película, surge así de lo particular, de los retazos de una existencia concreta, retazos que no son ni secuencias ni acontecimientos, sólo imágenes, mentales y emocionales, que forman parte de un todo y que remiten, sin más, al espectáculo de la vida.

La vie d’Adèle comparte con The Tree of Life la búsqueda de la intensidad que se esconde en los momentos cotidianas, banales y fugaces (atención, ristra de spoilers): Adèle cruzando una calle y quedándose anonadada por la muchacha del pelo azul, Adèle dando lo mejor de sí misma en una arty-party en la que es consciente de no ser tan cool como los artistas de los que se rodea Emma, Adèle deprimida por culpa de la soledad doméstica, Adèle animada en pleno baile con un compañero de trabajo, Adèle destruida ante el inapelable “sors de ma vie!” que le escupe Emma en plena discusión, Adèle transformada frente al retrato (pintado por Emma) de la persona que fue en una vida anterior. Este itinerario vital no es muy diferente al de cualquier persona: chica conoce a chica, follan compulsivamente, se van a vivir juntas, su amor se enfría, se separan con la excusa de una infidelidad y se vuelven a encontrar cuando el amor ya ha desaparecido. Lo importante, de nuevo, no son los acontecimientos, sino la capacidad de las imágenes para transmitir las emociones que llevan emparejadas. La estrategia de Abdellatif Kechiche es, en este caso, dilatar momentos clave  como la seducción, el sexo, la discusión o el gran final en la galería de arte, si bien algo menos que en sus anteriores trabajos –La vie d’Adèle es bastante más fluida que L’esquive (Abdellatif Kechiche, 2003) ou La graine et le mulet (Abdellatif Kechiche, 2007)– y mucho menos que Je, tu, il, elle (Chantal Akerman, 1976), un título algo olvidado ahora en el que la escena final de sexo lésbico, filmada solamente en tres planos, duraba nada menos que quince minutos…

La vie d’Adèle (Abdellatif Kechiche, 2013)

La vie d’Adèle (Abdellatif Kechiche, 2013)

Boyhood, el título menos enfático de este trío, deja que las elipsis expresen la intensidad emocional de cada momento: un día la madre huye con sus hijos de la casa de su segundo marido, que es un alcohólico y un maltratador, y después de eso ni los protagonistas ni los espectadores volveran a ver a los chavales que durante unos años fueron sus hermanos. Los doce años que Richard Linklater estuvo filmando Boyhood documentan la irreversibilidad de la vida a través de una curiosa mezcla de lo universal -porque crecer es una experiencia que no entiende de fronteras- y de lo particular -porque esa experiencia siempre está condicionada por unas determinadas coordenadas espacio-temporales. Mason puede ser un coñazo, como le dice su hermana el día que cumple quince años, pero su falta de atributos es precisamente lo que lo convierte en un personaje abierto, disponible, alguien en el que muchos espectadores se podrán reconocer sin ser ni jóvenes ni texanos. El relato, una vez más, no se centra en la excepcionalidad de Mason, sino en la excepcionalidad de sus emociones. Nadie nunca va a sentir lo mismo en la misma situación: ese es el gran tema de todos estos bildungsromans contemporáneos.

Por un relato sensorial

La secuencia más fascinante de Mommy (Xavier Dolan, 2014) es el flash-forward desenfocado en el que la madre sueña con la posibilidad de que su hijo lleve una vida normal, que se gradúe, que se marche de casa, que se case con una chica, la misma vida normal que, una vez completada, tanta deprime a la madre de Mason en Boyhood. Esa secuencia de Mommy celebra el espectáculo de la vida -de la más genérica de las vidas- precisamente por la incapacidad de sus personajes para vivirla. Xavier Dolan exhibe en este flash-forward una riqueza expresiva digna del Terrence Malick de The Tree of Life para decir, en el fondo, que esa normalidad, por mediocre que sea, bien puede hacernos felices. El tono eufórico de la secuencia es similar al de la fiesta perpetua de Spring Breakers (Harmony Korine, 2012), un relato en bucle que tanto puede expulsar a sus protagonistas por las buenas (Selena Gómez) o por las malas (Rachel Korine), como también puede trasladarlas a una dimensión hiperreal, que es lo que ocurre a Vanessa Hudgens y Ashley Benson.

El mundo real, en Spring Breakers, no está a la altura de las expectativas que promete el simulacro, como también pasa en Mommy: en el primero caso, las fiestas a las que asisten las protagonistas no alcanzan a satisfacer sus ansias de placer permanente, de forma que se vuelven poco menos que adictas a un estilo de vida que está fuera de su alcance (y del de cualquiera); en el segundo caso, la vida familiar de Steve y Diane está muy lejos de los tópicos pequeñoburgueses; por lo que en ambos casos el simulacro parece la única salida posible para clausurar estos relatos. Con todo, desde el punto de vista de la representación, estos simulacros no se diferencian mucho de lo que estas películas habían representado previamente como lo real, ya que lo real, ahora, está lleno de simulacros. En estas circunstancias, lo único real son las emociones de los personajes.

Mommy (Xavier Dolan, 2014)

Mommy (Xavier Dolan, 2014)

Spring Breakers (Harmony Korine, 2012)

Spring Breakers (Harmony Korine, 2012)

Los relatos de Spring Breakers y Mommy buscan por lo tanto su continuidad fuera de lo real para poder mantener un discurso coherente con sus personajes. Tanto da lo que hagan las cuatro locas de Spring Breakers en sus juergas: nunca será suficiente para ellas. Tanto dan los esfuerzos de Steve por controlar sus prontos violentos en Mommy: su comportamiento nunca será suficientemente dócil. Esta vivencia límite de estos personajes se expresa mediante una apuesta clara por un relato sensorial, en el que los acontecimientos están al servicio de los sentimientos, y no al contrario. Ese es el sentido último de la fuga hiperreal con la que termina Spring Breakers: mantener la coherencia con la psicología de sus protagonistas.

Wuthering Heights (Andrea Arnold, 2011), siendo una adaptación relativamente fiel al espíritu de la novela de Emily Brontë, participa también de esta querencia por lo sensorial. Más allá de los avatares de la tempestuosa relación entre Catherine y Heathcliff, la película atiende ante todo a las sensaciones asociadas con su pasión: su atracción compartida por lo salvaje queda perfectamente descrita en los planos de detalle de la secuencia de sus juegos de seducción en pleno páramo, como la imagen de la mano de Heathcliff acariciando el lomo del caballo que montan juntos. La fidelidad de Arnold a Brontë es así una fidelidad a las emociones evocadas por el relato, que sirve solamente como vehículo narrativo para expresar sentimientos primarios: atracción, deseo, frustración, rabia.

Wuthering Heights (Andrea Arnold, 2011)

Wuthering Heights (Andrea Arnold, 2011)

L’Apollonide (Souvenirs de la maison close) (Bertrand Bonello, 2011) ofrece también un relato sensorial, aunque esta vez sea en negativo: un relato de desventuras en donde el espectáculo de la vida sólo conduce hacia la enfermedad, el dolor y la muerte. La estructura episódica de esta película renuncia a la progresión narrativa: cada secuencia representa un aspecto determinado de la vida y del trabajo en las casas de tolerancia sin establecer una causalidad cerrada que conecte esta secuencia con la anterior o con la siguiente. El destino de los personajes, en este caso, carece de importancia, porque Bonnello no está dispuesto a ofrecerles ninguna redención. Su mirada -su piedad- se detiene en cambio en lo que ocurre dentro de la casa de tolerancia, que no es nada que no ocurra en otros lugares similares: sexo, violencia, camaradería y una necesidad crónica, siempre insatisfecha, de cariño.

Esta suspensión de la causalidad clásica es uno de los rasgos que mejor definen estos relatos sensoriales que tan bien describen el espectáculo de la vida, porque la vida, por mucho que nos esforcemos, carece de causalidad en sí misma: somos nosotros, como personas, los que establecemos nuestro propio relato para darle sentido a nuestras experiencias, para convencernos así de que una cosa lleva a otra, aunque ese relato sea una ficción que nos contamos a nosotros mismos. Este tímido retorno al relato que comparten todos las películas comentadas en este artículo intenta asomarse a la vida para representarla como un flujo imprevisible e incontrolable, una corriente en la que hay que sumergirse y dejarse llevar, para así aprovechar todo lo que nos pueda ofrecer ya sea como personas o bien como espectadores: una vez más, el cine intentando ser como la vida.

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