El triángulo de la tristeza, de Ruben Östlund

 

El triángulo de la tristeza, de Ruben Östlund

El mecanismo que mantiene un crucero a flote se compone de una gran cantidad de pequeños elementos de ingeniería, que sin ser muy atractivos de por sí, trabajan juntos desde el anonimato para crear esa preciosa imagen final de una embarcación capaz de navegar por los mares. Si alguno de estos pequeños y desconocidos elementos falla o no se comporta como debería, todo el sistema corre el riesgo de venirse abajo, causando graves problemas a sus tripulantes. Lo mismo podría decirse de la sociedad actual, basada en un esquema de poderosos y siervos, donde sin los cuidados de estos, aquellos pierden toda la fachada de perfección que tanto buscan.

Este sencillo y a la vez potente simbolismo es la base de El triángulo de la tristeza, película sueca escrita y dirigida por Ruben Östlund (que le valió su segunda Palma de Oro en Cannes), en la que juega constantemente con los dos puntos de vista de esta sociedad binaria tan diferenciada.

La cinta comienza como una especie de reportaje sobre la industria de la moda masculina, lo que ya nos indica que nada de lo que vemos aquí es real, si no un esfuerzo artificial por parecer perfectos, donde las mentiras y los engaños son el pan de cada día. En este mundo es donde conocemos a Carl y a Yaya, una pareja de modelos con una relación tóxica y llena de celos, que solo mantienen viva para beneficiar sus carreras. Esa carrera los lleva a ser invitados, junto con otros ricos, a un crucero de lujo donde aparece la otra cara de la moneda, invisible hasta ahora: los siervos. Esa gente necesitada que se mueve únicamente para sobrevivir, y que depende de la bondad de la clase superior para hacerlo.

La película nos presenta un mundo donde los ricos y privilegiados juegan a las fotografías y presumen de sus riquezas, mientras que los menos afortunados tienen que matarse por complacer hasta la más estúpida de las necesidades de sus huéspedes. El director nos mueve sin parar entre el lujo y la luz de las partes acomodadas y lo deprimente de los pisos inferiores, donde transita el servicio, llegando hasta la habitación del capitán, un Woody Harrelson comedido pero acertado, que resulta ser un comunista harto de tener que soportar tanto esnobismo.

No creo que la ideología política del capitán, siempre de parte de los trabajadores, sea casualidad, igual que tampoco pienso que la elección de un barco como escenario principal de la cinta lo sea. La capacidad de este elemento para juntar personajes de distintos orígenes y forzarlos a convivir crean un entorno perfecto para la reflexión que la película quiere transmitir. Porque ninguno de esos millonarios sería nadie sin el criado que va detrás de él limpiando.

Precisamente aquí está la belleza de los símbolos, esas representaciones físicas de un concepto abstracto que permite que el espectador perciba, muchas veces casi sin darse cuenta, una serie de ideas y discursos que los autores de la obra pretenden hacer llegar de la mejor manera posible. El crucero es un reflejo de la sociedad establecida, y al igual que en esta, un pequeño cambio puede desatar el caos. En el caso de la cinta, una tormenta que cambia el equilibrio literal del barco y simbólico de la sociedad, haciendo que todo lo que conocíamos hasta ahora se rompa, lanzándonos definitivamente a un tercer acto fascinante, tanto a nivel temático como visual.

El triángulo de la tristeza, de Ruben Östlund

Precisamente a nivel visual es donde la película trabaja mejor su otra vertiente, más allá de la crítica social: la comedia. Ruben Östlund prefiere olvidarse de diálogos punzantes o chistes ingeniosos, y centrar la comedia en los juegos de cámara, los fuera de plano, paneos rápidos y otros muchos recursos donde siempre esconde lo importante de la escena hasta donde sea necesario para que luego esta gane fuerza.

Los personajes se toman en serio a sí mismos, ya que apenas hay chistes verbales en la cinta, pero el absurdo de las situaciones que se producen en la película alcanza cuotas que podrían entrar dentro del realismo mágico, donde nadie parece darle importancia a que el barco esté a punto de hundirse.

Además de los ingeniosos mecanismos de narrativa visual, el brillante trabajo del cineasta también alcanza la dirección de los actores y actrices. A pesar de que al principio seguimos los pasos de Carl y Yaya, esta se convierte enseguida en una cinta coral donde todos los pasajeros del barco, sean ricos o pobres, tienen su momento para brillar. Merecen aquí mención especial, aparte del ya nombrado Woody Harrelson, Zlatko Burić y Dolly De Leon. Cada uno en un registro totalmente distinto, representando las dos partes de la sociedad con dos personajes contrarios, ambos nos regalan unas interpretaciones únicas y llenas de matices, que además le valieron a esta última la nominación en los BAFTA y en los Globos de Oro.

Con todo, estos no fueron los únicos reconocimientos recogidos por la cinta, que también se ganó la candidatura en varias categorías de los Premios Óscar. Lo cierto es que esta película sigue la tendencia de crítica social que tanto gusta en las academias de cine en los últimos años, aunque al igual que muchas otras, no acaba de profundizar en su propia crítica.

Su ejercicio de análisis social es muy acertado, pero al mismo tiempo la cinta no acaba de proponer soluciones a ese esquema binario, como resignándose a que así son las cosas y así lo serán siempre, por mucho que las tornas puedan cambiar de un lado para otro. 

Ninguno de los personajes evoluciona ni se hace consciente de sus propios actos. No es esta una cinta de grandes discursos ni lecciones de aprendizaje, sino que se limita a denunciar una situación de la forma más estética y visual posible. Pero no creo que esto sea malo, ya que aquí es precisamente donde radica lo destacable de esta cinta. En lo visual, en la simbología, en esa mosca pesada que aparece en el cuadro cuando Carl le saca una foto a Yaya. Porque el cine nació para esto, para contar sin palabras, usando el poder de las imágenes para expresar ideas. No todas las películas tienen que cambiar la vida del que las ve, a veces tan solo hace falta una cinta que te recuerde que los poderosos, no solo los ricos, no son tus amigos.

 

El triángulo de la tristeza, de Ruben Östlund

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